(Escribe Monseñor Fulton Sheen especial para La Prensa en Lima)
¿Ha existido alguna vez una canción que exprese menos “la confusión de confusiones” muy adentro de la gente que la tonada “tengo que ser yo”. Aquí está el egoísmo en su nivel más bajo. Debe notarse que quienes entonan esta canción no quieren con frecuencia ser ellos mismos. ¿Por qué toma drogas un jovenzuelo? Porque no quiere “ser yo”. ¿Por qué un adulto se vuelve alcohólico? Porque no quiere ser él o ella mismos.
Henrik
Ibsen, en uno de sus grandes dramas, muestra que las instituciones mentales
están llenas de “hombres que son en su mayor parte ellos mismos y nada más que
ellos mismos, navegando con las velas desplegadas del yo. Cada uno se encierra
en un tonel de sí propio, el tonel cubierto con una tapa de sí mismos,
confeccionada en un taller de sí propio. Nadie tiene una lágrima para las penas
de otro ni le importa lo que otros piensan… Se dirá, seguramente, que son ellos
mismos. Está lleno de sí mismo en cada palabra que dice. De sí mismo cuando
está más allá de sí mismo… ¡Viva el emperador del yo!
La paradoja está en que el tema común de
prácticamente todas las canciones que cantan aquellos que quieren ser “yo
mismo” es el tema del amor. Pero el amor es la misma negación de “ser yo
mismo”. El hombre que ama no quiere ser sí mismo; quiere pertenecer a otra
persona. Su mayor libertad está en ser esclavo de la persona a la que ama.
Añadido a esto está la inconsistencia de desfilar por el pobre y poner bombas
para despertar interés en el pobre y los desheredados sociales mientras se dan
golpes de pecho por su primer amor: el amor a sí mismo. La verdadera
filantropía, el cuidado de los desvalidos, el amor a la patria, la madre que
cuida de sus hijos está diciendo: “Yo no quiero ser yo; quiero ser mi
semejante…quiero ser mis hijos”. Gandhi no quiso ser para sí mismo cuando dio
su vida por los intocables.
Hammarskjold no quiso ser para sí mismo cuando se
dio por la paz de las naciones comparándose con un guijarro en la honda del
Dedo Divino de Quien estaba labrando su destino.
El infierno es el lugar donde el yo arde;
donde cada alma condenada es ella misma y, definidamente, lo que quiso ser. En
la descripción del infierno por Sartre, varias almas están hablando, cada una
de sus odios, sus penas, sus dolores, sus neurosis. Nadie escucha a nadie. No
tiene oídos para los problemas de los demás; sólo tienen boca para sus propios
odios. Cuando baja el telón, la última frase en la obra es: “El infierno es mi
semejante”. ¿Por qué el semejante?
Porque me pone un límite a mí. Está “ahí fuera”, frente a mí, desafiando mi
“mismo”.
El desconcierto en nuestra sociedad se debe
a un entrecruce de egoísmos individuales. El “yo quiero ser yo” lo apaga el
otro que electrónicamente también proclama “yo quiero ser yo”. ¿Qué cosa es
totalitarismo o estado esclavo? Es el dictador que se levanta y dice a todos
los hombres: a ninguno de ustedes les preocupa lo “nuestro”; el individualismo
de ustedes les está haciendo perder el juicio y haciendo perversa la sociedad.
Voy a ser el perro pastor que mete a todos los egoístas en el redil. El caos
resultante de los egoísmos provoca así una reacción y la tonada popular se
convierte en “Yo quiero ser un dictador”, quiero ser un Hitler, un Stalin, un
Mussolini con el fin de hacer de ustedes egoístas seres conscientes del Estado,
de la sociedad, del bienestar general. El totalitarismo, en todas sus formas es
la organización forzosa de un caos creado por los egoístas que viven entonando
la canción “Yo quiero ser yo”.
¿Querría alguien en el mundo pensar en una
felicidad eterna en que uno es tan sólo la continuidad del yo? ¿Habría algo más
agobiante? La verdad es que tan pronto como uno comulga con su propio corazón y
la realidad penetra ese espectro de fracasos y frustraciones y sensación de
culpabilidad, tiene uno entonces el deseo de ser alguien más. ¡Cuán pocos
después de una larga vida creen realmente que el “yo” puede soportar el
escrutinio de la hora de la muerte! Una cosa es conocerse a sí mismo y otra muy
distinta perfeccionarse a sí mismo dándose los unos a los otros. La felicidad no
es “Yo quiero ser yo”, sino “Yo quiero ser Tú, oh Dios”. La verdadera paz está
en el desprendimiento de sí mismo. Con harta frecuencia en la vida detestamos
lo que deseábamos tener cuando lo logramos, tal como Judas devolvió las 30
monedas de plata.
La felicidad es “no mi voluntad sino que se haga la Tuya, Oh
Señor”. Entonces me hago en verdad yo mismo, así como el lápiz lo es cuando
escribe y no cuando sirva para abrir una lata de tomates.
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