martes, 10 de abril de 2012

DE "NORMAS DE VIDA": NOVENA MEDITACIÓN, Alberto CASAL CASTEL

                             "La amistad que puede concluir,
                        nunca fue verdadera". 
                                                        SAN JERÓNIMO.
                                                  UN HOMBRE sin amigos es como una casa sin puertas. Pero, ¿dónde están la casa sin puertas y el hombre sin amigos...? De todos los sentimientos, el sentimiento de la amistad es el más generalizado.
  Gracias al don afectivo, que amplía y complementa la personalidad, el más pequeño no quedará en la incertidumbre y el más grande no sentirá el aliento frío de la soledad. Robespierre, que según Neveuglise, "trataba de resarcirse  del amor que sus camaradas le negaban amándose a sí mismo", separado del mundo por sus lunetas insensibles y por hipertrofia del propio yo, no pudo vivir sin el cariño de Saint-Just, de Couthón, de Agustín, de Petión. Tales fueron sus verdaderos amigos.
  Napoleón, tan extraño como un fantasma de otro mundo que hubiera tomado cuerpo en éste para dirigir una de las horas más extraordinarias de la historia, se empeña -¡y lo consigue!- en conquistar la amistad del jardinero de Santa Helena, un hombre rústico pero veraz, a quien regala la chaqueta verde de Austerlitz.
  ¡Ahora servirá para cultivar flores, después de haber sembrado muerte!
  Miguel Ángel, que ha arrancado una "Creación" a su creación, que busca a los ochenta años y después de la muerte de Victoria Colonna el silencio sepulcral de Roma, se complace en conversar con un viejo sirviente, su devoto amigo, cuyas reflexiones no conocemos, pero que podemos intuir a través de sus cartas; "los gatos -dice en una de ellas- se entristecen por vuestra ausencia, a pesar de que no les falta comida"; y cuando el guardián de aquellos secretos se despide definitivamente para emprender el vaije sin regreso, el escultor del David habla con el alma desgarrada: "Con él se fue lo mejor de mi vida, no quedan más que memorias!" (Vasari).
  ¡Ah, las tormentosas crestas de los picachos iluminados por el poder, la gloria o el arte! ¡Ellas también necesitan del calor humano, natural, de los valles de abajo, para no caer en el vacío de la locura o la desesperación!
  Porque ¿quién podría soportar el triunfo sin repartirlo en los afectos, o la tristeza sin comunicarla a los prójimos? El corazón estallaría.
  La amistad es la válvula de Pitt de la emoción: por ella descargamos la adversidad que rompe el equilibrio y la alegría sobrante que nos conmueve.
  Hay un momento en que nadie nos cree, en que la desconfianza pesa sobre nosotros, en que tenemos sed de justicia, necesidad de confesarnos con alguien, de explicarnos sinceramente como lo haríamos con nosotros mismos; y es en ese instante cuando la amistad nos brinda la única fe, la única justicia, el único consuelo.
  Aquel que no ha tenido ningún amigo verdadero no conoce la más íntima riqueza de la vida, porque en él encontrará el afecto que le falta, la ternura que no le ha sido dada, el consejo que busca, el placer que prefiere, la misma tristeza que su tristeza necesitaba; la misma alegría que su alegría no podía encontrar en ninguna otra parte.
  A él le diréis todo, ¡hasta lo inconfesable! "Pues quien contempla a un verdadero amigo contempla como otro ejemplar de sí mismo". Así sentenció Cicerón, en páginas notables dedicadas a T. Pomponio Atico, y así lo afirmó Aristóteles también, al precisar que la amistad es como "una sola alma en dos cuerpos".
  Las afinidades determinan la gran amistad; la sinceridad no hace más que hacerla verdadera.
  El amigo es un hallazgo extraordinario. El más extraordinario de todos, porque entre mil personas sólo una tendrá la misma ecuación de nuestras virtudes. Por eso, es preferible buscarlo despacio, y cuando se lo encuentra, retenerlo para toda la vida. Si necesitas lisonjearlo para que te quiera, adularlo para que te admire, pedirle permiso para censurar uno de sus actos, o quedarte callado por temor a herirle: ¡búscate otro!
  El amigo es aquel que te reconocerá bajo los harapos de la miseria, el que no te volverá la cara cuando todos te vejen, el que te extienda la mano cuando los demás se hayan coaligado para venderte; y será también aquel que conserve toda su presencia de ánimo en la hora en que el éxito te haya colocado por encima de su persona, para recriminarte con entereza y mostrarte el error aunque te irrites.
  La amistad es un culto difícil: nadie conoce cabalmente esta religión sin imágenes y sin oraciones. La única práctica es la bondad; el único ícono, el afecto: esa incorpórea y alada divinidad que nos envuelve por todas partes, como un vapor cordial que despidiera la propia tierra y del cual está saturada nuestra alma.
  Pero esta es la santa amistad. Existe la otra. La que bajo la sonrisa de salón busca nuestra simpatía; la que en el diario bregar se afirma sobre los intereses; la que momentáneamente vive de conveniencias o se nutre de una necesidad social; esa no produce amigos sino relaciones, conocimientos de nuestro ser sociable, no del ser íntimo. La una puede contentarse con la ficción; la otra no se conforma sino con lo verdadero. Por eso la intimidad del aula -al dejar el alma al descubierto- es propicia a crear los lazos de amistad más firmes con que las vidas se ligan "para siempre".
  Dichoso aquel que pueda tener un amigo desde la infancia, con quien recapitular los días lejanos sin entrar en largas explicaciones. Ese tendrá siempre ante sí su alma: oirá las viejas preguntas y las mismas respuestas, sin que el triste aislamiento intervenga en el diálogo para despertar las borradas imágenes del recuerdo.
                                            -- Alberto CASAL CASTEL.

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