martes, 10 de abril de 2012

LA HUMANIDAD DE JESÚS. Billy GRAHAM.

No podremos asociarlo por completo a nuestra existencia
ni comprender su divinidad si antes no aquilatamos su naturaleza humana.
                                                    MÁS DE 300 años antes de que Jesús viniera al mundo, Diógenes, filósofo griego, recorría el ágora de Atenas a mediodía, provisto de una linterna. si le preguntaban qué hacía, contestaba que andaba  "en busca de un hombre honrado"... a quien, por cierto, no encontró. Como entonces lo hizo Diógenes, la juventud de nuestros días anda "en busca de un hombre honrado"... pero, a diferencia del filósofo, nuestra juventud lo está descubriendo en Jesucristo, Dios y hombre.

 Por caprichoso o efímero que este movimiento "gente de Jesucristo" pueda parecer a algunos, en mi opinión constituye un prometedor regreso a la esencia misma de la fe cristiana: al propio Jesucristo. Libre de abstractas teologías y de los atolladeros de la fe, este movimiento podría llegar a ser tan poderoso como la vigorosa Iglesia primitiva, que declaró su devoción no a un organismo religioso, sino a Dios en forma humana.

  Al parecer, de cuando en cuando necesitamos los cristianos que nos lleven de nuevo al lado de quien fue Dios y hombre y en quien descansa nuestra fe. Insistir en la humana naturaleza de Jesucristo no es olvidar su divinidad. En verdad, solamente al aquilatar su naturaleza humana podemos apreciar bien su carácter divino y asociar a Jesucristo con nuestra existencia. Hay que tener presente que Él prefería referirse a sí mismo "Hijo del hombre", y así se refieren a Él los Evangelios en más de 70 ocasiones. Jesucristo, que nació y se crió en esa encrucijada del mundo donde convergen África, Asia y Europa, pertenece al mundo entero.

  El origen de la atracción. Por la Biblia vemos claramente que las necesidades materiales y las limitaciones de Jesucristo no eran diferentes en modo alguno de las nuestras. Nació de mujer, pasó por las inquietudes de la niñez y de la juventud hasta alcanzar la edad adulta al igual que todos los hombres. conoció el hambre y la sed, y resistió la fatiga. Experimentó en lo íntimo el sufrimiento y el dolor y, por último, la muerte.

  Es indudable que la suprema personalidad de la historia fue, en lo físico, fuerte y carismática: que estuvo muy lejos de el hombre endeble y cariacontecido, de semblante y figura dulces y casi feminiles que la mayoría de los pintores, de los poetas e incluso de los compositores de himnos, nos han descrito a través de los siglos. En su juventud, dice la Biblia, "creció en fortaleza"; sus largas horas de trabajo en la carpintería de José debieron fortalecer sus músculos. Por añadidura, durante el tiempo que ejerció activamente su ministerio vivió casi constantemente al aire libre, yendo a pie de un pueblo a otro, durmiendo a la luz de las estrellas. Tan rigurosa existencia no podía menos que hacer de él un hombre enjuto y de piel curtida, de tez que no era ni blanca ni oscura sino más bien broncínea, como la de la gente del desierto entre la cual vivía.

  Gozo accesible. Uno de los rasgos más cautivadores de Jesucristo fue su absoluta sociabilidad. Era hombre amigable y cordial, y todos podían llegar hasta Él: pescadores y sabios, leprosos y letrados, mendigos y gobernantes. Incluso algunos de los fariseos, a quienes Él censuraba con palabra fulminante por su estéril religiosidad, se sentían estimulados al oírlo hablar, y los patricios de Jerusalén se honraban con recibirlo en su casa.

  Con todo, "una gran muchedumbre le escuchaba con agrado". Jesucristo hablaba el lenguaje del pueblo: sencillo, franco, familiar, desdeñando la elevada retórica de rabinos e intelectuales. Comunicaba su pensamiento por medio de parábolas tomadas de la vida diaria: el sembrador que salió a sembrar; el pastor que dejó a 99 ovejas de su rebaño, a las que juzgaba a salvo, para ir en busca de la que se había extraviado y volverla al aprisco; la maravilla de un grano de mostaza que se convierte en un arbusto frondoso; la manera como Dios alimenta a los cuervos y hace que los lirios del campo florezcan gloriosos colores.

  Los Evangelios nos describen a Jesucristo como un hombre alegre. "Estas cosas os he hablado para que mi gozo esté entre vosotros, y vuestro gozo sea cumplido". Y a toda la gente le explicaba la misión confiada a Él: "Yo soy la puerta de las ovejas... yo he venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia". El primero de sus milagros de que se tiene noticia, fue el que obró durante una fiesta de bodas, ocasión en que, participando de la alegría de sus amigos, convirtió el agua en vino. Entre las últimas palabras que dijo a sus discípulos figuraron estas: "Tened buen ánimo". Adondequiera que iba, los niños, cautivados por sus relatos, querían acercarse a Él, sentare sobre sus rodillas, hacer de Él algo suyo. Y la vez  en que los discípulos de Jesucristo trataron de alejarlos, el Maestro los reprendió con enojo, diciéndoles: "Dejad que los niños vengan a mí... porque de ellos es el reino de Dios".

  Compasión y comunión. Si bien por ese tiempo prevalecía en el mundo el concepto de la sujeción de la mujer al hombre, Jesucristo no vacilaba en tratar al sexo femenino del mismo modo que al masculino, mas no condescendientemente sino con deferencia. Cuando los fariseos quisieron tentarlo con la cuestión del divorcio, refiriéndose a la ley mosaica que permitía al marido desembarazarse de su esposa con sólo redactar un libelo de repudio, Jesucristo les replicó bruscamente "... Lo que Dios unió, no lo separe el hombre". Fue el primero en reprobar la existencia de un código moral para el hombre diferente del aplicable a la mujer, al invitar a los fariseos deseosos de condenar a la adúltera a que arrojara la primera piedra aquel de ellos que estuviera "sin pecado".

  Las reacciones emocionales de Jesucristo no eran otras que las que mostraríamos nosotros en circunstancias semejantes. En diversos pasajes de los Evangelios hallamos referencias a su actitud ante los enfermos y los afligidos: "Viendo a la muchedumbre, se enterneció de compasión por ella". O bien: "Al desembarcar vio una gran muchedumbre, y se compadeció de ella, y curó a todos sus enfermos". Sin duda es en Él muy humano el evidente sentimiento de desencanto que experimenta cuando sólo uno de diez leprosos a quienes cura viene a buscarlo para expresarle su gratitud. "¿No habían sido diez los curados?" inquiere entonces con tristeza. Lo pero de todo eran las muestras de infidelidad que le daban aquellos en quienes más confiaba. "¿De modo que no habéis podido velar conmigo una hora?" le preguntó a Pedro en son de queja, cuando sus discípulos se rindieron al sueño mientras Él oraba en Getsemaní.

  Como nosotros mismos, Jesucristo hallaba su mejor defensa contra las debilidades humanas en una constante comunión con el Padre Celestial. No habremos comprendido la profunda humanidad de Jesús si no nos detenemos a meditar en lo que significa el hecho de que "fue tentado en todo a semejanza nuestra..." Porque tuvo en cuenta los combates que Él mismo debió reñir contra todo género de tentaciones, advirtió a sus discípulos: "Velad y orad para no caer en la tentación; el espíritu está pronto, pero la carne es flaca".

  El sagrado misterio. No obstante, el Jesucristo humano mostró mucho más que heroísmo. Lo que es más importante, nos mostró a Dios mismo: el amor, la ternura, la compasión de Dios; su anhelo de restablecer los lazos de Padre a hijo que el pecado había roto. Entre todos los comentarios que he oído o leído acerca del misterio de la Encarnación, el que me parece mejor es el del finado S. D. Gordon: "Jesucristo es Dios mismo que se expresa en un lenguaje comprensible para el hombre".

  Jamás olvidaré el resplandor que iluminaba el rostro de cierto creyente que vino a hablar conmigo hace algún tiempo.

  -Durante toda mi vida -me dijo- había yo sentido que Dios era altísimo, sagrado e inasequible. Resulta difícil comprender a un Dios así, y aún más difícil amarle. Pero usted me hizo ver a Jesucristo, me recordó sus palabras: "El que me ha visto a mí, ha visto al Padre". Y al instante comprendí que si Dios es como aquel que llevó la vida ordinaria de los hombres, que amó y sirvió a los más débiles y cuyo inmenso corazón se hizo pedazos en la cruz para redimirnos de nuestros pecados; entonces puede Dios disponer de mi vida, de mi alma, de todo cuanto soy. Eso mismo le ofrendé, y nunca me he arrepentido de ello.

  Recuerdo también el caso d cierto joven inglés que, en París, hizo por juego una larga confesión de maldades a un sacerdote de la Catedral de Notre Dame. Pero el sacerdote, a quien no se le ocultó la intención del joven, le contestó:
  -Antes de que te dé la absolución deberás arrodillarte delante del altar mayor y, levantando los ojos a Jesús crucificado, dirás cuatro veces: "Te hiciste crucificar por mí, y eso me tiene completamente sin cuidado".
  El joven burlón se arrodilló, alzó la vista al crucifijo y repitió:
  -Te hiciste crucificar por mí, y eso...

  No pudo seguir. Se levantó, regresó a Inglaterra y en la actualidad es un ministro de su iglesia: una más entre las incontables almas que, en el curso de los siglos, se han conducido como "gente de Jesucristo".-
                                                         Billy GRAHAM. 

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