jueves, 5 de abril de 2012

DE "NORMAS DE VIDA": OCTAVA MEDITACIÓN, Alberto CASAL CASTEL.

                                                     Ver las cosas por primera vez.
                                                                         PÉREZ DE AYALA.

                                                                              ¿QUÉ NIÑO no ha sentido la alegría de unos zapatos nuevos, la curiosidad de abrir un paquete, el extraño misterio que se esconde en "las tripas" de su muñeco?

      ¿Qué niño no ha hecho su felicidad con una caja vacía, una revista vieja o un carrete de hilo?

      Todo tiene para él un aspecto inédito, y es capaz de pasarse un día entero buscando la forma de colocar una bolita sobre el vértice de una aguja. Esta milagrosa dicha de la infancia proviene de su envidiable ingenuidad. A medida que el niño va aprendiendo a utilizar las cosas como nociones y aprende que la aguja no sólo se llama aguja sino que sirve para coser, se aleja de ella, fatigado de comprenderla.

      Todavía en la juventud, un trofeo en el campo de juego, una gran fiesta, el "programa" proyectado con lujo de detalle desde un mes antes, el éxito en los exámenes, la adquisición de ropas nuevas, son síntomas, bien evidentes, de que esa ingenuidad no se ha perdido del todo.

      Pero las necesidades aúllan. Acalladas unas, nacen otras. El espíritu se va haciendo cada vez más complejo; las necesidades cada vez más refinadas.

      Si al principio, aquél se conformaba con un goce natural, ahora lo afina, lo estruja hasta que suelte sus jugos más delicados, no siente el placer simple, sino por medio de ciertas adulteraciones, y éstas concluyen por tornarse exigentes, disconformes, obsesivas y artificiosas.

      A veces el espíritu goza con una curiosidad artística; la necesidad está pensando en otra para reemplazarla. Sin embargo, esa misma curiosidad -la segunda- una vez conseguida, nos deja tan desmayados como antes; cuando la tenemos pierde la mitad de sus encantos y ya no sabemos ver en ella esos méritos que veíamos cuando los adivinábamos.

      Ahora pasamos indiferentes ante el candil colonial; no nos llama con su voz poderosa la porcelana china; el incunable sigue durmiendo envuelto en sus años, hasta que otros ojos curiosos lo descubren "de nuevo" y se quedan extasiados.

      Sepamos ver las cosas por primera vez, la primera vez, la segunda vez, la tercera. ¡Siempre! Sólo necesitaremos, para eso, ojos cordiales, generosos, ingenuos. Con ello renovaremos el placer del hallazgo y lo volveremos a gustar como antes.

      Me dirás que las cosas no cambian: habrás cambiado tú. ¡Tanto da! Vuestros cambios, serán sus mudanzas.

      Por mi parte sé decir que la calle que recorro desde hace algunos años siempre tiene sorpresas; a veces un poco de sol la decora de nuevo, a veces un árbol tiene una alegría especial sobre la cual no había reparado. Quien no pueda recordar -como no lo recuerdo yo- la tercera rama del segundo jacarandá de la esquina, tenga presente que no lo ha visto todo, porque a veces la mirada gusta de vagabundear, de mirar sin ver, de extraviarse y de extraviar desde su "einoscopio", remedando en esto el Apolo de Delfos, a quien los griegos llamaban el "Loxias", por sus respuestas poco claras.

      ¿Qué decir del libro, tan variable como el espíritu del que lo compuso y como el propio espíritu interpretador? ¿Del paisaje, que tiene siempre la misma coloración de nuestra alma en sus cambios imprevisibles?

      Todo muda en un mismo día, en una misma hora, en un mismo minuto. Cambiamos nosotros y cambian las cosas. Envejecen ellas y envejecemos nosotros; y si, conformes con esta idea, vamos viendo las cosas así como cambian, de seguro que tendremos una mirada nueva. Es lo que precisamos para vivir sorprendidos en un mundo lleno de sorpresas, para vivir contentos en un mundo que no se repite; para vivir admirando en un mundo lleno de cosas admirables.

      A veces veo a jóvenes tristes, fatigados, envejecidos, sin ánimo para nada, sobre cuyas frentes parece que hubiera pasado la sombra de una nube... Los interrogo. Tienen casa, han comido, no les falta nada... Sí; les falta ingenuidad; y de ahí la tristeza, la horrible tristeza de no ser ingenuos para descubrir las múltiples bellezas de la vida, de la tierra y del cielo, que ven los ojos nuevos en el latido de cada instante.-
                                                                             Alberto CASAL CASTEL.

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