sábado, 10 de enero de 2015

MISTERIO DE LOS ESENIOS / Ernest HAUSER


¿Quiénes fueron en realidad los autores de estos documentos sagrados, y qué papel desempeñaron los cronistas en el cristianismo incipiente?

      EN 1947, un muchacho beduino arrojó una piedra dentro de una de las muchas cuevas de los acantilados que dominan el mar Muerto. Al oír el sonido de algo que se rompe, fue a investigar… y descubrió los Rollos del mar Muerto. Estos manuscritos en cuero y papiro (más de seiscientos) llenan una laguna que había en nuestra Biblia: el periodo intertestamental que se extiende, poco más o menos, entre los años 250 a. de C. y 70 de la era cristiana. También nos permiten atisbar la vida y las creencias de una secta hasta entonces casi desconocida: los esenios, cuyos monjes escribieron los Rollos hace milenios.

      ¿Quiénes fueron los esenios? Aunque la Biblia no los menciona, tenemos cierta fragmentaria información sobre ellos, de unos cuantos autores del siglo I de nuestra era, entre ellos el general e historiador judío Flavio Josefo, quien se sometió a un riguroso periodo de aprendizaje con ellos. Menos numerosos y más extremistas que los fariseos, los esenios probablemente se escindieron de la comunidad principal de los judíos durante el exilio en Mesopotamia (597-538 a. de C.) y poco a poco volvieron a Babilonia en el siglo III o II a. de C. En la época de Jesús, las fuentes informativas nos dicen que su número llegaba a 4,000. No volvemos a oír hablar de ellos hasta alrededor del año 100.

      Los esenios se consagraban a la estricta observancia de la Ley Mosaica. Practicaban la purificación por inmersión del cuerpo, y vivían segregados de los demás judíos. De sus comunidades, dispersas por toda Palestina, sólo conocemos bien Qumran, situada veintiún kilómetros al este de Jerusalén. Los testimonios locales muestran que el lugar estuvo ocupado desde cerca de 150 a. de C. hasta que lo tomaron los romanos, en el año 68 de nuestra era. Al parecer, los monjes apenas tuvieron tiempo de ocultar sus escritos sagrados en las cuevas de los acantilados antes de huir de los romanos.

      Hoy el desierto que circunda a Qumran, a más de trescientos metros bajo el nivel del mar Muerto, se parece mucho a como debió de ser hace 2000 años. Ondulado, color de cuero, con frecuentes dunas, sólo es transitado a veces por rebaños de cabras.

      Las ruinas de Qumran, bajo un sol quemante, han sido exhumadas del todo desde el descubrimiento de los Rollos, y evocan el austero modo de vida que imperaba allí. Las paredes de arcilla y piedra aún muestran algunos resquebrajados fragmentos de yeso. Me asomé a la cocina, al salón de reuniones, y vi la alfarería, los pesebres para los asnos, la lavandería y, con mirada reverente, vi el espacioso scriptorium conventual, donde se dictó el texto de los Rollos a equipos de escribas. Varias cisternas que recibían el agua de la cañada, o wadi, que desciende de las montañas, alimentaban unos baños sumidos, con escaleras divididas en la parte media por una pared, de modo que quienes se habían mancillado pudiesen descender por un lado y volver a salir, limpios, por el otro. No se ha encontrado ninguna morada, lo que hace pensar que los monjes vivían en cabañas de juncos o en tiendas, o en las cuevas cercanas, cuarenta de las cuales parecen haber servido de habitación.

      Según la Regla comunitaria, uno de los Rollos del mar Muerto, la vida comunal estaba estrictamente regulada. Toda propiedad era común. Los novicios se sometían a un largo aprendizaje antes de ser admitidos. El novicio recitaba “un juramento terrible”, de odiar por siempre a los injustos. Los monjes oraban, meditaban, leían las Escrituras y entonaban himnos, muchos de los cuales se han conservado. Como los monjes modernos, practicaban trabajos manuales: curtido de pieles, sastrería, cocina, atención al ganado, cultivo de la tierra. Observaban el Sabbath escrupulosamente; ese día, ni siquiera hablaban del trabajo. Pecados como “reír insensatamente” o quedarse dormido en la asamblea, tocar a un superior o blasfemar contra Moisés, se castigaban con diversas penas; desde racionamiento en la comida o exclusión temporal de las actividades comunitarias, hasta confinamiento (siete años por profanar el Sabbath) y la expulsión.

      Qumran sólo contenía, a la vez, una parte de los esenios. Se supone que no pocos de ellos vivían en Jerusalén, llevando una existencia devota, pero normal, con propiedades privadas y relaciones comerciales con otros judíos y gentiles.

      Fue esta suposición la que hizo al padre Bargil Pixner, monje norteamericano en la Abadía de la Dormición, monasterio benedictino situado en el monte Sión, en Jerusalén, se preguntara si no habría rastros de las habitaciones de los esenios precisamente ante su puerta. El padre Pixner, profesor de arqueología bíblica, notó que el historiador Josefo, al describir los muros de Jerusalén en La guerra de los judíos, menciona una “Puerta de los esenios” en el sector sudoccidental. En 1894, el arqueólogo norteamericano Frederick Jones Bliss practicó excavaciones en ese lugar y dio con lo que consideró la Puerta Esenia. Le llamó la atención la pila de los tres sillares de piedra sobreimpuestos, correspondientes a una gradual elevación del cimiento del camino. Dejó la excavación sin cuidar cuando siguió adelante, y poco después un derrumbe tapó el agujero. Creció allí la hierba, y la puerta volvió a caer en el olvido. Sin embargo, el ojo experto de Pixner notó una indentación en el declive y, tras excavar hasta la profundidad de tres metros, la piqueta tocó una piedra lisa.

      Bajo el abrasador cielo de Jerusalén, Pixner y yo subimos penosamente por la colina hasta llegar a su excavación, que ocupa el terreno virgen de un viejo cementerio protestante. Vi allí tres sillares, todos aún en su lugar, bien trabajados, y dos piedras levantadas, el remanente de las jambas de la puerta; y también un fragmento del muro de la antigua ciudad de los Macabeos. “Allí está todo”, exclamó Pixner, radiante.

      Hombre ponderado, no afirma que lo que ha desenterrado sea, sin duda, la Puerta Esenia. Pero los testimonios están de su parte. La Puerta no es la única clave de la presencia esenia en el monte Sión. Unas excavaciones practicadas dentro de las antiguas murallas han sacado a luz, junto con los cimientos de casas de 2000 años de antigüedad, recuerdos tan reveladores como baños rituales con escaleras de piedra labrada, divididas a la manera de Qumran. Y allí están las letrinas que Josefo menciona, talladas en la roca, fuera de la zona habitada, en acatamiento a las normas esenias.

      La conjetura inteligente es el meollo de la arqueología. Sigamos las deducciones del padre Pixner: en el año 37 a. de C., durante la pugna entre Herodes el Grande y los Macabeos, Qumran ardió hasta los cimientos. Pregunta Pixner: ¿qué sería más natural, sino que sus refugiados se aposentaran cerca de sus compañeros esenios, que ya estaban radicados en Jerusalén?

      Sucede que el monte Sión pronto fue el hogar de otra secta judía: los cristianos. Jesucristo, el primer día de la fiesta del Pan Ázimo, envió a dos de sus discípulos a Jerusalén y les indicó que encontrarían a un hombre que llevaría un cántaro de agua. Siguiéndolo, llegarían a un edificio donde los llevarían hasta una cámara para huéspedes (“una gran sala superior”) preparada para la cena de Pascua. Este personaje, cuyo nombre no se menciona, era un esenio (audaz conjetura del padre Pixner), pues llevar agua, para los demás, trabajo propio de mujer. Y la gran sala superior, característica de las cámaras oficiales para huéspedes en Oriente, ¡se encontraba en la casa –separada—para invitados del monasterio esenio! Es de pensar que Jesús deseaba instituir la Eucaristía donde no lo advirtieran sus enemigos. Sería prudente entrar por la poco utilizada “puerta de atrás” (la Puerta Esenia) y pasar la velada en el oculto salón del sudoeste, donde no era probable que lo buscaran los espías de los principales sacerdotes.

      Hoy, la casa de la Última Cena sigue siendo uno de los más auténticos santuarios cristianos de Jerusalén, identificada por una tradición que se remonta al siglo IV o antes. El edificio de piedra y de dos pisos que visitan los peregrinos es una restauración que data del medievo, pero bajo su suelo se han descubierto los originales cimientos de la época de Herodes, así como letreros de principios de la era cristiana. La estructura se halla en el límite de lo que se cree era el barrio esenio. ¿Acaso era (como cree el padre Pixner) la cámara de los invitados de un monasterio esenio?

      Si aceptamos la teoría del padre Pixner, veremos dos comunidades: la esenia y la cristiana (una de las cuales pronto sería dividida; la otra procedería a conquistar la mitad del mundo), que vivían lado a lado, en un territorio reducido. La doctrina esenia se basaba en el concepto de que el hombre nace justo o injusto: no se podía cruzar la línea. Jesús enseñó lo opuesto: el mensaje de amor. Pero más allá de tal contraste, también los esenios creían en el alma inmortal, amaban la pobreza y practicaban la inmersión ritual. Jesús habla de “los hijos de la luz”, frase esenia, y en el Sermón de la Montaña se vale de un término esenio: “los pobres de espíritu”.

      ¿No es probable que ambas comunidades intercambiaran opiniones en torno al fuego del hogar? ¿Sería asombroso que los esenios, que como secta más antigua, trasmitieran parte de su estructura comunal y parte de su ideología, a la aún mal formada y apenas organizada Iglesia  joven? A su vez, los últimos esenios, ganados por la devoción de sus vecinos al Cristo resucitado, ¿habrán abrazado su fe?


      Hasta hoy, los Rollos del mar Muerto han respondido a  muchas preguntas, y planteado otras muchas. Quedan numerosos textos por descifrar, y una gran cantidad de piedras que revolver, antes de que podamos descifrar cabalmente el misterio de los esenios.

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