¿Quiénes fueron en realidad los autores de estos documentos
sagrados, y qué papel desempeñaron los cronistas en el cristianismo incipiente?
EN 1947, un muchacho beduino arrojó una piedra dentro de una
de las muchas cuevas de los acantilados que dominan el mar Muerto. Al oír el
sonido de algo que se rompe, fue a investigar… y descubrió los Rollos del mar
Muerto. Estos manuscritos en cuero y papiro (más de seiscientos) llenan una
laguna que había en nuestra Biblia: el periodo intertestamental que se
extiende, poco más o menos, entre los años 250 a. de C. y 70 de la era
cristiana. También nos permiten atisbar la vida y las creencias de una secta hasta
entonces casi desconocida: los esenios, cuyos monjes escribieron los Rollos
hace milenios.
¿Quiénes fueron los
esenios? Aunque la Biblia no los menciona, tenemos cierta fragmentaria
información sobre ellos, de unos cuantos autores del siglo I de nuestra era,
entre ellos el general e historiador judío Flavio Josefo, quien se sometió a un riguroso periodo de aprendizaje
con ellos. Menos numerosos y más extremistas que los fariseos, los esenios
probablemente se escindieron de la comunidad principal de los judíos durante el
exilio en Mesopotamia (597-538 a. de C.) y poco a poco volvieron a Babilonia en
el siglo III o II a. de C. En la época de Jesús, las fuentes informativas nos
dicen que su número llegaba a 4,000. No volvemos a oír hablar de ellos hasta
alrededor del año 100.
Los esenios se consagraban a la estricta
observancia de la Ley Mosaica. Practicaban la purificación por inmersión del
cuerpo, y vivían segregados de los demás judíos. De sus comunidades, dispersas
por toda Palestina, sólo conocemos bien Qumran, situada veintiún kilómetros al
este de Jerusalén. Los testimonios locales muestran que el lugar estuvo ocupado
desde cerca de 150 a. de C. hasta que lo tomaron los romanos, en el año 68 de
nuestra era. Al parecer, los monjes apenas tuvieron tiempo de ocultar sus
escritos sagrados en las cuevas de los acantilados antes de huir de los
romanos.
Hoy el desierto que circunda a Qumran, a más
de trescientos metros bajo el nivel del mar Muerto, se parece mucho a como
debió de ser hace 2000 años. Ondulado, color de cuero, con frecuentes dunas,
sólo es transitado a veces por rebaños de cabras.
Las ruinas de Qumran, bajo un sol quemante,
han sido exhumadas del todo desde el descubrimiento de los Rollos, y evocan el
austero modo de vida que imperaba allí. Las paredes de arcilla y piedra aún
muestran algunos resquebrajados fragmentos de yeso. Me asomé a la cocina, al
salón de reuniones, y vi la alfarería, los pesebres para los asnos, la
lavandería y, con mirada reverente, vi el espacioso scriptorium conventual, donde se dictó el texto de los Rollos a
equipos de escribas. Varias cisternas que recibían el agua de la cañada, o wadi, que desciende de las montañas,
alimentaban unos baños sumidos, con escaleras divididas en la parte media por
una pared, de modo que quienes se habían mancillado pudiesen descender por un
lado y volver a salir, limpios, por el otro. No se ha encontrado ninguna
morada, lo que hace pensar que los monjes vivían en cabañas de juncos o en
tiendas, o en las cuevas cercanas, cuarenta de las cuales parecen haber servido
de habitación.
Según la Regla
comunitaria, uno de los Rollos del mar Muerto, la vida comunal estaba
estrictamente regulada. Toda propiedad era común. Los novicios se sometían a un
largo aprendizaje antes de ser admitidos. El novicio recitaba “un juramento
terrible”, de odiar por siempre a los injustos. Los monjes oraban, meditaban,
leían las Escrituras y entonaban himnos, muchos de los cuales se han
conservado. Como los monjes modernos, practicaban trabajos manuales: curtido de
pieles, sastrería, cocina, atención al ganado, cultivo de la tierra. Observaban
el Sabbath escrupulosamente; ese día,
ni siquiera hablaban del trabajo. Pecados como “reír insensatamente” o quedarse
dormido en la asamblea, tocar a un superior o blasfemar contra Moisés, se
castigaban con diversas penas; desde racionamiento en la comida o exclusión
temporal de las actividades comunitarias, hasta confinamiento (siete años por
profanar el Sabbath) y la expulsión.
Qumran sólo contenía, a la vez, una parte de
los esenios. Se supone que no pocos de ellos vivían en Jerusalén, llevando una
existencia devota, pero normal, con propiedades privadas y relaciones
comerciales con otros judíos y gentiles.
Fue esta suposición la que hizo al padre
Bargil Pixner, monje norteamericano en la Abadía de la Dormición, monasterio
benedictino situado en el monte Sión, en Jerusalén, se preguntara si no habría
rastros de las habitaciones de los esenios precisamente ante su puerta. El
padre Pixner, profesor de arqueología bíblica, notó que el historiador Josefo,
al describir los muros de Jerusalén en La
guerra de los judíos, menciona una “Puerta de los esenios” en el sector
sudoccidental. En 1894, el arqueólogo norteamericano Frederick Jones Bliss
practicó excavaciones en ese lugar y dio con lo que consideró la Puerta Esenia.
Le llamó la atención la pila de los tres sillares de piedra sobreimpuestos,
correspondientes a una gradual elevación del cimiento del camino. Dejó la
excavación sin cuidar cuando siguió adelante, y poco después un derrumbe tapó
el agujero. Creció allí la hierba, y la puerta volvió a caer en el olvido. Sin
embargo, el ojo experto de Pixner notó una indentación en el declive y, tras
excavar hasta la profundidad de tres metros, la piqueta tocó una piedra lisa.
Bajo el abrasador cielo de Jerusalén, Pixner
y yo subimos penosamente por la colina hasta llegar a su excavación, que ocupa
el terreno virgen de un viejo cementerio protestante. Vi allí tres sillares,
todos aún en su lugar, bien trabajados, y dos piedras levantadas, el remanente
de las jambas de la puerta; y también un fragmento del muro de la antigua
ciudad de los Macabeos. “Allí está todo”, exclamó Pixner, radiante.
Hombre ponderado, no afirma que lo que ha
desenterrado sea, sin duda, la Puerta Esenia. Pero los testimonios están de su
parte. La Puerta no es la única clave de la presencia esenia en el monte Sión.
Unas excavaciones practicadas dentro de las antiguas murallas han sacado a luz,
junto con los cimientos de casas de 2000 años de antigüedad, recuerdos tan
reveladores como baños rituales con escaleras de piedra labrada, divididas a la
manera de Qumran. Y allí están las letrinas que Josefo menciona, talladas en la
roca, fuera de la zona habitada, en acatamiento a las normas esenias.
La conjetura inteligente es el meollo de la
arqueología. Sigamos las deducciones del padre Pixner: en el año 37 a. de C.,
durante la pugna entre Herodes el Grande y los Macabeos, Qumran ardió hasta los
cimientos. Pregunta Pixner: ¿qué sería más natural, sino que sus refugiados se
aposentaran cerca de sus compañeros esenios, que ya estaban radicados en
Jerusalén?
Sucede que el monte Sión pronto fue el hogar
de otra secta judía: los cristianos. Jesucristo, el primer día de la fiesta del
Pan Ázimo, envió a dos de sus discípulos a Jerusalén y les indicó que
encontrarían a un hombre que llevaría un cántaro de agua. Siguiéndolo,
llegarían a un edificio donde los llevarían hasta una cámara para huéspedes
(“una gran sala superior”) preparada para la cena de Pascua. Este personaje,
cuyo nombre no se menciona, era un esenio (audaz conjetura del padre Pixner),
pues llevar agua, para los demás, trabajo propio de mujer. Y la gran sala
superior, característica de las cámaras oficiales para huéspedes en Oriente,
¡se encontraba en la casa –separada—para invitados del monasterio esenio! Es de
pensar que Jesús deseaba instituir la Eucaristía donde no lo advirtieran sus
enemigos. Sería prudente entrar por la poco utilizada “puerta de atrás” (la
Puerta Esenia) y pasar la velada en el oculto salón del sudoeste, donde no era
probable que lo buscaran los espías de los principales sacerdotes.
Hoy, la casa de la Última Cena sigue siendo
uno de los más auténticos santuarios cristianos de Jerusalén, identificada por
una tradición que se remonta al siglo IV o antes. El edificio de piedra y de
dos pisos que visitan los peregrinos es una restauración que data del medievo,
pero bajo su suelo se han descubierto los originales cimientos de la época de
Herodes, así como letreros de principios de la era cristiana. La estructura se
halla en el límite de lo que se cree era el barrio esenio. ¿Acaso era (como
cree el padre Pixner) la cámara de los invitados de un monasterio esenio?
Si aceptamos la teoría del padre Pixner,
veremos dos comunidades: la esenia y la cristiana (una de las cuales pronto
sería dividida; la otra procedería a conquistar la mitad del mundo), que vivían
lado a lado, en un territorio reducido. La doctrina esenia se basaba en el
concepto de que el hombre nace justo o injusto: no se podía cruzar la línea.
Jesús enseñó lo opuesto: el mensaje de amor. Pero más allá de tal contraste,
también los esenios creían en el alma inmortal, amaban la pobreza y practicaban
la inmersión ritual. Jesús habla de “los hijos de la luz”, frase esenia, y en
el Sermón de la Montaña se vale de un término esenio: “los pobres de espíritu”.
¿No es probable que ambas comunidades
intercambiaran opiniones en torno al fuego del hogar? ¿Sería asombroso que los
esenios, que como secta más antigua, trasmitieran parte de su estructura
comunal y parte de su ideología, a la aún mal formada y apenas organizada
Iglesia joven? A su vez, los últimos
esenios, ganados por la devoción de sus vecinos al Cristo resucitado, ¿habrán
abrazado su fe?
Hasta hoy, los Rollos del mar Muerto han
respondido a muchas preguntas, y
planteado otras muchas. Quedan numerosos textos por descifrar, y una gran
cantidad de piedras que revolver, antes de que podamos descifrar cabalmente el
misterio de los esenios.
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