miércoles, 1 de octubre de 2014

EL SILENCIO DE DIOS / MOELLER (CONCLUSIÓN: ESPIRITUALIDAD DEL SIGLO XX)

                                      II
  
LA SEGUNDA PARTE DE ESTE este libro nos ha mostrado ante el silencio de Dios la vieja tentación romántica: la gnosis forma parte de este romanticismo eterno, que duerme en el corazón de la humanidad.
   Huxley y Simone Weil nos recuerdan fuertemente la preponderancia de ese trascendente que Camus y Gide, y tantos otros ahora, se obstinan en negar. El mensaje de estos dos extranjeros al cristianismo, Huxley y Simone Weil, tiene aquí de valor de testimonio. Muchos cristianos, que lo han recibido todo de manos de su madre espiritual, de manos de su madre carnal, la Iglesia, no le llegan al tobillo a una Simone Weil; y ¡cuántos ignoran los acerados y sutiles caminos de Huxley en busca de la verdad!
   No he pretendido juzgar a las personas. Lo he evitado frente al más ambiguo de nuestros testigos: Gide. A fortiori me abstendría de juzgar a Huxley y a Simone Weil. Pero amicus Plato, magis amica veritas. La verdad cristiana integral me obliga a decir que Simone Weil y Huxley son areonautas sin cargamento. No salvan al mundo, porque lo dejan en tierra.
   Debo decir incluso que su doctrina es una de las mayores tentaciones de nuestro siglo. Las antiguas herejías están siempre vivas; son los autores de manuales los que las han osificado y hecho aparentemente inofensivas. Lo que se oculta en el corazón del pensamiento de Huxley y de Simone Weil es la negación del misterio del amor; es, finalmente, la maldición lanzada sobre un mundo que, evidentemente, más valdría que no existiera. Simone Weil y Husley son aquí descendientes inteligentísimos de la generación romántica, que, después de la crisis revolucionaria, trata de crear un mundo coletamente divino.
   Si hay una verdad cristiana que se deduzca claramente de la segunda parte de este libro, es la originalidad incomparable de la tradición religiosa judeo-cristiana: ésta afirma que el mundo se salva MEDIANTE la transfiguración. Esta transfiguración no aniquila la materia ni la personalidad humana, sino que la salva en la encarnación de Jesús, Dios-Hombre, continuada en el seno de la Iglesia. En Jesucristo, muerto y resucitado, se ha constituido una causa de salvación que es consubstancial al hombre; en otros términos, Cristo, al revestir la condición humana integral, incluyendo en ella la agonía, la muerte y la sepultura, asume una humanidad que sufre y muere, pero que es al mismo tiempo la humanidad de Dios: lo que ha muerto se torna en Jesús vida. Y esta causa de salvación se nos hace asimilable, a la manera de un alimento, de una savia, de un influjo vital, porque la Iglesia, que es Cristo comunicado en el Espíritu Santo, realiza gestos sacramentales que son los mismos de Cristo resucitado. La Eucaristía es en nosotros la humanidad misma de Cristo-Dios, muerto y resucitado, que asegura la salvación de nuestra alma y de nuestro cuerpo. El universo entero, materia y espíritu, participará de esta transfiguración. Era bueno que el mundo existiera, que existiera el hombre; era bueno que fuese libre, porque libremente, en Jesús, Nuevo Adán, el universo reaparecerá poco a poco en la luz divina. Nuevos cielos y nueva tierra aparecerán al fin de los tiempos. Jerusalén descenderá de lo alto.
   El secreto de este prestigioso conjunto de verdades (que no es más que el A B C del catecismo) es el misterio del amor creador: Dios nos crea para darse al mundo. La encarnación salva “lo que estaba perdido”. Dios quiere que haya dos seres: el mundo y él, y que estos dos seres existan, y que sólo existan en la donación que hacen de sí mismos a Dios, en Jesucristo y en todos los que, habiendo sido bautizados en él “han revestido a Cristo”. El mundo “es”, se realiza a sí mismo, en la donación de amor que hace de sí mismo al Señor Eterno, al Padre y creador de todas las cosas.
   El corazón vivo de este universo es la humanidad de Cristo, hipostáticamente unida al Verbo, santificada, glorificada, inserta en el corazón de los espacios por la Iglesia, injertada en la cima de nuestra alma por la gracia y los sacramentos. ¿Cómo pensar aún que el mundo humano no esté salvado en cuanto tal? ¿Cómo embarcarse aún con los aeronautas sin cargamento?
   Todos los cristianos conocen estas verdades. Si vivieran de ellas no se dejarían cazar como moscas en los sofismas de la gnosis. Admiro a Huxley y a Simone Weil. Pero no encuentro a Cristo en sus escritos. Y así pierden para mí todo sabor.
   Estas verdades elementales aparecen con toda claridad por contraste con los errores gnósticos de estos tiempos. La originalidad de la tradición judeo-cristiana se revela tan claramente que constituye por sí misma una apologética.

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