IV
DOS BLOQUES DE VERDADES SE perfilan, pues,
con la ayuda de los testimonios sucesivamente expuestos: el primero se refiere
a ese universo transfigurado que existe en Jesucristo ascendiendo a los cielos;
el segundo incluye las tres virtudes teologales, las que tienen a Dios por autor
y objeto. En alguna parte debe existir el vínculo que una a estos dos bloques
de verdades. Debe haber Alguien que
haya vivido el tránsito de la muerte a la
vida.
Este Alguien es el Cristo de Pascua. El
misterio pascual, muerte y vida, es el lugar geométrico en que se juntan los
dos bloques de verdades que hemos descubierto. Vivir de fe, de esperanza y de
caridad no es otra cosa que vivir en Jesús en la Cruz; es resucitar en
esperanza, es vislumbrar ya los primeros resplandores de la transfiguración del
mundo. Vivir las tres virtudes teologales es vivir el misterio mismo del amor
de Dios, que se ha dado a la muerte por nosotros.
Estas virtudes teologales las tenemos en
nosotros por la gracia: la gracia santificante no es más que la unción del
Espíritu que nos modela a semejanza de la humanidad de Cristo. Así, pues,
creyendo, esperando, sufriendo el martirio por amor de Dios y de los hombres,
vivimos realmente la vida misma de Jesucristo. Salvamos al mundo. Le
proporcionamos la alegría.
Esta alegría se hace casi físicamente
sensible en el mensaje de Bernanos, el más trágico de los que hemos escuchado
y, al mismo tiempo, el más increíblemente robusto, el más inexplicablemente
tierno.
Lo mismo que en Sagesse
grecque et paradoxe chretien, sin pretenderlo, interrogando a testigos
separados por varios siglos de los que habíamos interrogado anteriormente,
llegamos a la misma cumbre: la mañana pascual. Esta convergencia muestra que el
hombre es fundamentalmente el mismo. Muestra sobre todo que Dios no cambia.
Revela que el cristianismo es doctrina de salvación, porque es doctrina de verdad.
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