miércoles, 1 de octubre de 2014

EL SILENCIO DE DIOS / MOELLER (Continuación)

                                                        
                                                                         V
                                                       
   ES AQUÍ DONDE NUESTRA PERSPECTIVA se ensancha repentinamente. Con un sesgo literario, llegamos a las corrientes de pensamiento más importantes, las más ricas de nuestra época. ¿No es el lugar central de la fiesta de Pascua la conclusión mayor en que desembocan los e3sfuerzos conjuntos del ecumenismo, del movimiento litúrgico, del renacimiento patrístico y, finalmente  -- y quizá, sobre todo--, del retorno a la Biblia que se manifiesta por doquier?  El lector me permitirá una confesión: si hay algo que me preocupe, es descubrir los caminos secretos que comunican las verdades teológicas que encuentro en la Biblia, en los Santos Padres y en la liturgia, con esas verdades más directamente humanas que me son enseñadas por el testimonio literario de mis contemporáneos. El hecho de encontrar así, en la encrucijada de este libro, el mundo teológico integral unido a las experiencias más sinceras de algunos de los más grandes de este siglo, proporciona la alegría de la unidad.
   Pero al mismo tiempo, se revela una convergencia más honda con la corriente más oculta, si bien la más viva, de la espiritualidad y de la mística católica del siglo XX. Funiculus triplex difficile rumpitur, una cuerda triple difícilmente se rompe. Puesto que llego aquí al punto más profundamente esclarecedor d este libro, se me permitirá que detalle un poco.
                                                           ***
   En la perspectiva dibujada hasta aquí, en cierto sentido, no es Dios el que “consuela al hombre”  --“la verdad libera primero y consuela después”, decía el cura Torcy--, sino el hombre el que está llamado a “consolar a Jesús”, o mejor, pues no me gustan las metáforas de este género, es el cristiano el que “completa en el cuerpo de Jesús, en la Iglesia, lo que falta a la pasión de Cristo”. Al aceptar esta pasión, rescata al mundo, y después, conoce la alegría. El pensamiento de Bernanos y el de Green coinciden con el de León Bloy y el de Santa Teresita del Niño Jesús.
   Hay un fenómeno que me ha llamado siempre la atención: ver cómo, en plena euforia del siglo XX, aparecen escritores profetas, incomprendidos por su tiempo, pero que, todos ellos, anuncian la venida de un tiempo de catástrofes. Rimbaud había hablado del “tiempo de los asesinos”; y aquí no se trata de poesía, en el sentido banal del término. Joseph de Maistre y sus teorías sobre la guerra, “ley” de la vida humana; Ernest Hello, Huysmans, y sobre todo León Bloy, ese hombre a quien se puede no amar, pero a quien es imposible no encontrar en todas las encrucijadas de la renovación espiritual de nuestro tiempo, todos estos escritores, sin conocerse, han dicho lo mismo: han anunciado una renovación espiritual intensa, entre los grupos selectos; esta renovación saldría de una serie de catástrofes mundiales o nacionales; la espiritualidad se centraría en “el sufrimiento del pobre”; un cristianismo dramático y doloroso sería la herencia de los elegidos. En un lenguaje a veces exasperante, estos testigos anunciaban una renovación pascual.
Cierta espiritualidad “oficial” en el siglo XIX, acuñada por millones de opúsculos, explotaba el tema de los “consuelos de la religión”. Indudablemente, la religión consuela. Pero lo que importa es saber cómo. Los escritores de que hablo anunciaron, por el contrario, una “pasión” de la humanidad y de la Iglesia; esta pasión iría acompañada por tales angustias, que muchos hombres caerían en la desesperación. Pero de estas angustias, saldría una renovación religiosa.
   Todo esto es bastante conocido. Pero lo es mucho menos el lugar que ocupa la santa de Lisieux en este movimiento. La mayoría de los devotos de “la petite Thérese” ignoran la verdadera razón de su esplendor. Se ha confundido su mensaje con una sensiblería ñoña, a propósito para desanimar a los que conocen la Escritura: se ha situado a Teresa de Lisieux en el corazón de la espiritualidad de los “consuelos”. Pues bien, los recientes estudios del abate Combes revelan, al mismo tiempo que fragmentos del texto auténtico de las Lettres y de L’ histoire d’una ame, la verdadera espiritualidad de Teresa: está centrada en la angustia, en el abandono, en la agonía.
   Hubo un vínculo misterioso entre la entrada en religión de Therese Martin y el crimen, célebre entonces, de Pranzini: Teresa estuvo obsesionada, toda su vida, por este personaje; quiso cargar sobre sí el peso de este crimen odioso; se sentía como aplastada por las violencias y los horrores. Teresa comprendió que no debía buscar los consuelos de Jesús, sino asumir los sufrimientos de su agonía, esa agonía que perdura a través de los siglos, en los sufrimientos causados por los pecados. La “muerte de amor” de que habla Teresa no es una muerte “en medio de transportes” (Novissima verba, p. 45). Teresa descubre que la divinización del cristianismo, esa verdad que ella había “descubierto” en los libros de un teólogo oscuro, está unida a la pasión dolorosa, a la agonía. La “pequeña vía” de Teresa es precisamente la que se dirige a “todas las almas que tienen el sentimiento de su debilidad en el pecado e incluso en el crimen” (Moré, p. 69); esto es lo que da a esta espiritualidad un aspecto tan universal. El 11 de julio de 1897, en su lecho de agonía, Teresa declara:
   Tenga por cierto, Madre, que si yo hubiera cometido todos los crímenes posibles, seguiría teniendo la misma confianza, sentiría que esta multitud de ofensas sería una gota de agua en un horno ardiente (Novissima verba, p.61)
   La alegría que Teresa veía en el seno de su pequeñez está por encima de todos los sentimientos humanos. Toda su vida, Teresa tuvo cuidado de manifestar a sus compañeras de claustro una alegría sonriente. Pero, en el fondo de su alma, no conoció nunca más que esta experiencia “del muro” de que he hablado más arriba, al referirme al cura rural de Bernanos. Estamos en la interminable espera de un sol que no vuelve a salir, escribe Marcel Moré: así es, ciertamente, como describe Teresa la Alegría perfecta; en nuestra época, sembrada la desesperación de la ciencia, Teresa ha descubierto la alegría al pie de un muro “donde se fusila a los hombres a bocajarro” (Moré, p. 61). He aquí un texto de L’histoire d’un ame:
   Todo ha desaparecido. Súbitamente, las nieblas que me rodean penetran en mi alma y me encuelvfen de tal manera, que ya no es posible volver a encontrar en mí la imagen tan dulce de mi patria… Todo ha desaparecido…Cuando quiero tranquilizar mi corazón, fatigado de las tinieblas que le rodean, con el recuerdo fortificante de una vida futura y eterna, mi tormento se redobla. Me parece como si las tinieblas, tomando la voz de los impíos, me dijeran burlándose de mí: “Sueñas con la luz, con una patria embalsamada, sueñas con la posesión eterna del Creador de estas maravillas, crees que un día saldrás de estas nieblas en que languideces: ¡avanza…!  avanza…!, alégrate de la muerte, que te dará, no la que tú esperas, sino una noche todavía más honda, la noche de la nada” (p. 159).
   Teresa conoció la tentación de la desesperación ante el silencio de Dios; tuvo la experiencia “del muro”, puesto que escribió, algunas líneas más adelante:
   Y, sin embargo…, no es un velo, es un muro el que se eleva hasta los cielos y cubre el firmamento estrellado.
   Si los cristianos se extenúan en el campo político con fatigas inútiles, ha escrito también Moré, es porque no comprenden bien en qué plano se desarrolla la tragedia contemporánea. Cuando la fe y la esperanza son devastadas en el alma de Teresa, ella se encuentra realmente llamada a vivir místicamente una experiencia que los hombres del siglo XX vivirán en su existencia cotidiana (Moré, p. 59). En cuanto a la alegría en el seno de estas tinieblas, no es la alegría que Teresa mostraba ante sus compañeras, sino la que describe con un vocabulario quizá amanerado (Teresa paga tributo al estúpido siglo XIX), pero cuya auténtica fuerza cristiana no puede ser disminuida por nada, si se prescinde de la forma para llegar hasta el fondo:
  Nada sería capaz de asustar al pajarillo, ni el viento ni la lluvia, y si oscuros nubarrones llegan a ocultar el astro de amor, el pajarillo no cambia de lugar; sabe que, más allá de las nubes, el Sol brilla siempre, y que su fulgor  no podría eclipsarse un solo instante. A veces, es cierto, el corazón de pajarillo se ve asaltado por la tempestad; le parece creer que sólo existen las nubes que le envuelven… Es el momento de la alegría perfecta para el pobre y débil ser. Qué dicha para él permanecer allí, a pesar de todo, y mirar fijamente a la luz invisible que se oculta a su fe (Carta 175, en MORÉ, p.61).
   Es, pues, en su “ausencia” cuando Dios está más presente. La convergencia de estos textos de Sor Teresa con el testimonio de Graham Greene y de Julien Green es asombrosa. Tres textos de Bernanos acabarán de revelarla. El primero es de una carta a su mujer, en 1916-1917:
   Los que no entienden lo que este tiempo tiene de trágico, no a causa de algunos miles de muertos, sino porque marca un límite en la historia del mundo, son unos asnos. No tengo más que una vida que ofrecer; daría diez para que, de este peligro, algunas…(la carta quedó sin terminar)  (SRGB, p.28-29)
En otra carta, de marzo de 1917, dice:
   Y es cierto que nuestras fuerzas morales estás agotadas, y que nunca la más brutal estupidez fue elevada sobre un pedestal más alto. El mundo se debate entre la fuerza ciega y la simpleza liberal. Es aquí donde Dios nos espera (CRGB, p. 32)
Finalmente, en setiembre de 1918, escribe:
   En estos días decisivos, antes del juicio, la Misericordia, impaciente, no solicita ya a las almas: las rapta, las conquista con las armas en la mano. A grandes golpes, el rebaño miserable es conducido a los pies de la Cruz…. De todos sus dones, Dios no nos ha había dejado más que el profundo sentimiento de su ausencia, que es su señal predestinada (CRGB, p. 33-34)
   La ausencia de Dios, señal predestinada de su presencia secreta: Bernanos está aquí, junto con Graham Greene y Julien Green, totalmente de acuerdo con Teresa. Lo está más aún con el misterio pascual, que aparece así como la clave de nuestra fe, la que debemos contemplar muy especialmente en nuestros tiempos de “silencio de Dios”.

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