(Escribe Monseñor Fulton Sheen especial para La Prensa en Lima)
En un primer artículo sobre Teología de la Revolución, se vio la impotencia de los débiles y los hambrientos ante concesiones políticas y militares como una de las razones del surgimiento del espíritu de revolución. Cuando el poder está concentrado en gobiernos que gastan más en armamentos que en las necesidades básicas humanas del ciudadano, y cuando la vida misma se ve amenazada de un apocalípsis nuclear universal se genera un sentido trágico de ineptitud y frustración. Por ejemplo, en “Erogaciones Militares Mundiales” se revela que lo que se gasta globalmente en armas es 40% mayor de lo que se gasta en educación y tres veces más de lo que se invierte en salubridad pública mundial. Hechos como éstos recuerdan el alarde de Pilatos a Cristo ante él: “¿No sabes tú que tengo el poder para condenarte?”
Pero hay tres razones en virtud de las
cuales resulta difícil para algunos comprender por qué el mundo de hoy está en
las angustias del espíritu de revolución.
La primera es que el mundo desarrollado tiene una filosofía de la vida diferente a la que tiene el mundo no desarrollado. La filosofía del mundo opulento se basa en felicidad; cuenta con que la vida sea agradable y con un mínimo de tensiones. Pero las naciones subdesarrolladas (o aquellas a quienes se les llama con eufemismo naciones en desarrollo) tienen una filosofía de la vida basada en el sufrimiento. No cuentan con que la vida sea opulenta ni confortable. Les rodea el hambre como les rodea la atmósfera; la pobreza es su medio ambiente contaminado.
La primera es que el mundo desarrollado tiene una filosofía de la vida diferente a la que tiene el mundo no desarrollado. La filosofía del mundo opulento se basa en felicidad; cuenta con que la vida sea agradable y con un mínimo de tensiones. Pero las naciones subdesarrolladas (o aquellas a quienes se les llama con eufemismo naciones en desarrollo) tienen una filosofía de la vida basada en el sufrimiento. No cuentan con que la vida sea opulenta ni confortable. Les rodea el hambre como les rodea la atmósfera; la pobreza es su medio ambiente contaminado.
Con nosotros, la pobreza es algo fuera de
nosotros; un problema como el del tránsito o el de consumo de drogas. Si se le pasa el dedo por un mapa circular
del mundo a lo largo del paralelo treinta, subiéndolo ligeramente sobre China,
se comprobará que casi todo lo relativo a educación, riqueza y salubridad, está
por encima del paralelo treinta, mientras mucha de la pobreza, ignorancia y
falta de salud están por debajo del paralelo treinta. Esta línea es la
divisoria de dos filosofías y resulta imposible, casi para los que viven en
relativa felicidad, comprender por qué quieren revolución aquellos cuyas vidas
batallan con el hambre y las enfermedades.
El segundo factor, que ciega a algunos hasta
el punto de no comprender el hecho de revolución, es lo que podría llamarse “el
veneno de la contemporaneidad”. Con noticias a todas horas en la hora, con el
desastre de Pakistán seguido del desplome de un avión, con la repetición “stacatto” de acontecimientos sin relación entre ellos,
a excepción de que son “los últimos”, no hay pausa en la que pueda el oyente
reflexionar sobre su responsabilidad. El oído moderno oye en una hora más
tragedias y asesinatos de lo que escucharon los ciudadanos de Atenas en los
días de Pericles en toda una vida.
Al igual que las imágenes siquedélicas en la
televisión que se suceden con rapidez innecesaria, algunos creen que los rumbos
del mundo están de la misma forma desconectados. La mente se satura de tal
forma de imágenes que resulta como una ama de casa a la cual se le arrojan
toneladas de vituallas en el suelo de la cocina a la hora de almorzar. ¿Cómo
puede uno saber que existe el espíritu de revolución en el mundo cuando las
sombras que giran, giran sin la existencia de objetos que provocan sombras?
Como un acontecimiento no se relaciona con otro acontecimiento para indicar un
espíritu, el mundo moderno es como una cámara de películas que cada segundo
capta una imagen diferente pero sin saber uno la historia que desarrollan. Esta
mentalidad siquedélica está endrogada ante la realidad de revolución.
La tercera razón de no percibir en el
horizonte el espíritu de revolución es la declinación de un sentido de
culpabilidad o pecado. Cuando ya no hay pecadores sino pacientes solamente se
hace difícil apreciar que algunos de los que son impelidos por conciencia a
defender al pobre se convierten en lo que los “puros” llaman revolucionarios.
Aún quedan conciencias en el mundo. Para ellas es intolerable tolerar lo
moralmente intolerable.
No todos los que se preocupan por el estado
actual de las cosas están determinados a destruir la sociedad. La conciencia
lleva a sufrir a algunos hombres, no sólo por
una verdad que ellos mismos creen, sino que sufren por la verdad que se
refiere a otros. Cuando jóvenes pecadores recitan estos versos: “Piénsese en la
vida.
Désele a la vida prioridad sobre las cosas. "Sobre la tierra; sobre la ley; sobre las ganancias; sobre las promesas”, hablan
de una conciencia de espíritu público. No está bien que el populacho que, por
alguna de las tres razones mencionadas, ignore la revolución como dijo Charles
Peguy, “la gente que insiste en mantener las manos limpias, lo más probable es
que se encuentren a sí mismas sin manos”.
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