Blog: Entréme donde no supe VI -
06.07.15 | Archivado en
Religión
6.-
Las esperanzas:
Ante
tantas dificultades y tan metidas dentro de nosotros mismos nos puede parecer
que la "experiencia de Dios" no habrá de conseguirse nunca. O
que está sólo reservada a unos pocos privilegiados. Opino todo lo contrario.
Pienso
que la experiencia de Dios, en una u otra medida, está al alcance de todos.
Es cierto y constatable que no todos estamos igualmente dotados, pero es
igualmente cierto que todos podemos crecer, desarrollarnos y dar frutos.
Lo recoge muy bien la "parábola de los talentos" y
concordancias (Mt 25,14 - Lc19,11 – Mt 13,12 - Lc 8,18).
También
es constatable que ese desarrollo de nuestro potencial dependerá en gran medida
de nuestra disposición, es decir, de nuestras opciones personales.
Si acogemos la vida profunda, ésta por su propia esencia brotará y se
expandirá.
Quiero
decir que la propia naturaleza humana, aunque deteriorada y desorientada, está
dotada de un "dinamismo o instinto de vida" que nos
lleva a buscar, a avanzar y a rectificar. Una vez más el "manual de
instrucciones" del ser humano lo recoge: "Buscad y
hallareis, llamad y se os abrirá" (Mt 7,7 - Lc11,9).
Dicho
de otro modo: Desde el mismísimo designio creador la fuerza de Dios está
ahí, en el fondo de nosotros mismos, impulsando ese "dinamismo de
vida" hacia la vida plena, hacia nuestro orden perfecto, hacia nuestro
despliegue total. Ciertamente podemos perdernos, podemos hacer malas opciones,
podemos detenernos en lo inmediato, podemos estar heridos y aturdidos por
nuestra historia o por nuestro ambiente, ahogados por nuestras necesidades o
cegados por nuestras ambiciones.
Pero
siempre, siempre, la atracción de nuestro ser, su "dinamismo de
vida", nos seguirá llamando, lanzando señales.
Esas llamadas se manifestarán por aspiraciones a existir, intuiciones profundas,
invitaciones interiores, imperativos puntuales, determinaciones apremiantes y
reflejos de ser. Lo diré de forma transcendente: la voz de Dios está grabada
en nuestra naturaleza humana, estamos empujados a la plenitud desde el origen.
Lo
visualizaré con la imagen de la mina. Nuestras
riquezas personales, todos nuestros dones y tesoros, están encerrados en lo
profundo de una mina, nuestra mina individual. En ella se abren amplias
galerías que nos comunican con otras minas. Y más allá de nuestros preciosos minerales
(nuestros dones) están los lagos y corrientes de tesoros inagotables. Emiten
tal resplandor, tal música, tal atracción, es tanto el estrépito de la
corriente, que puede percibirse desde la superficie a poco que uno preste oído.
Sin
embargo, muchas veces nos sentamos en la embocadura de nuestra mina y no
acertamos a bajar. Puede, incluso, que nos
hayan facilitado un mapa erróneo (educación y formación). Pero si estamos
atentos, si sabemos escuchar, percibiremos los sonidos, las vibraciones, las
luces de las fuentes subterráneas, de las aguas freáticas.
Si
persistimos en la búsqueda, antes o después nos atreveremos a entrar y bajar.
Puede que el túnel esté derruido o cortado por los bombardeos de nuestra
historia pasada: "heridas del pasado". Puede que las
vigas y traviesas estén descolocadas por los terremotos que hemos provocado o
nos han provocado: "malos funcionamientos" (los
religiosos los llamarían pecados). Puede, incluso, que haya pozos y túneles
falsos que nosotros mismos, en nuestra precipitada ambición, hemos cavado: "malas
opciones pasadas".
Pero
a medida que vamos restaurando, limpiando, ordenando y construyendo galerías
bien orientadas, el descenso será posible.
Y, a medida que descendemos, las vibraciones y los resplandores serán más
intensos y nuestra motivación para descender aumentará más y más.
Allá,
en el fondo de nuestra mina, están los tesoros de nuestra personalidad.
Ellos nos permitirán salir de la indigencia y la inestabilidad de la
superficie. Nos permitirán una seguridad mayor que contrarreste la
ansiedad por cubrir nuestras necesidades materiales.
Pero,
sobre todo, podremos experimentar que, bajo nuestros concretos y limitados
tesoros, existe un océano inmenso que alimenta todos los dones, todos los
colores, todas las músicas y todos los gozos. El encuentro con ese Océano se
produce a nivel profundo pero su intuición, la captación de sus
vibraciones, la visión fugaz de sus resplandores, puede percibirse desde muy
pronto.
Por
eso no se puede hablar de "experiencia de Dios" de forma
unívoca. Hay tantas experiencias de Dios como personas.
Pero además hay experiencias de Dios en distinto grado, en situaciones
diversas, en circunstancias anómalas, en distancias aparentemente insalvables.
Dios se hace el encontradizo muchas veces en nuestra vida.
Puede
que la naturaleza humana esté endurecida pero las ondas que emite esa
Transcendencia que habita nuestro subsuelo siempre permanecen. Los brazos de
luz del Padre se filtran por todos nuestros poros y nos invitan al abrazo, al gozoso
encuentro. Nuestra naturaleza "humana" está construida
para ser sujeto gozoso de ese encuentro.
Muchos
casos lo confirman: la conversión de Pablo, la de André Frossard (1) y
tantísimos otros... Esos encuentros extraordinarios de los santos, que se relatan
como milagros, no son más que la consecuencia de sus búsquedas, de su apertura
-consciente o subconsciente- a ese Dios Torrente que siempre está volcado sobre
nosotros. A poco que ponemos la embocadura de nuestro cántaro boca arriba nos
llega la inundación o el goteo, según el grado de nuestra apertura.
Nuestra
disposición, nuestra búsqueda -"buscad y hallaréis"- nuestra
apertura y nuestra constancia son la puerta que podemos abrir al que siempre
está llamando. El problema está en la volatilidad y la
inconstancia de nuestras decisiones. Eso que la sabiduría popular ha descrito
como "poner una vela a Dios y otra al diablo".
El
problema nunca es decisión de Dios. Él siempre
está, siempre responde, siempre socorre, siempre abraza. No existen las "acciones
extraordinarias" de Dios, eso que llaman "milagros".
Sería muy injusto que a unos se les diera y a otros se les negara. Por eso es
absurdo pedirlos.
Él
siempre se da, siempre se derrama sobre todos, desde siempre y por siempre.
Pero somos nosotros, con nuestras actitudes y nuestras decisiones, los que le
recibimos o le rechazamos, los que nos inundamos del Dios Torrente y hacemos
posible los milagros.
Por
eso Teresa de Jesús insiste que para llegar a la "experiencia de
Dios", a la oración profunda, hay que empezar por una "determinada
determinación" de hacer
oración todos los días. Son, por tanto, nuestra fragilidad, nuestra
inconstancia, nuestra superficialidad y nuestros revoloteos, los que nos
mantienen escondidos en la oscuridad sin exponernos a la luz vivificadora del
Sol. (¡Cuántas culturas religiosas han identificado a Dios con nuestro astro
padre!).
Una
actitud a evitar es la "comparación"
(a veces verdadera envidia). Olvidamos que NO se nos va a medir por nuestros
logros sino por la gestión de nuestros dones, de nuestros talentos (habría
que meditar bien la parábola). Hay personas que ambicionan ideales o
perfeccionismos imposibles para parecerse a tal o cual modelo actual o pasado.
Estas inquietudes desproporcionadas dificultan el humilde descenso hacia el
encuentro.
Hay
un pasaje en el Evangelio en el que hemos meditado poco: "Al verlo,
Pedro preguntó a Jesús: Señor y de éste ¿qué? Contestó Jesús: Y si quiero que
se quede aquí hasta que yo vuelva, ¿a ti qué te importa? Tú sígueme"
(Jn 21,21). Si Dios es Dios, nadie puede pedirle cuentas, ni explicaciones, ni
siquiera pretender comprenderle. No cabe más que inclinar humildemente la
cabeza y, sin buscar comparaciones, exclamar: ¡Heme aquí! ¡Hágase tu
voluntad!.
Y
su voluntad nunca es disparatada, desproporcionada o dolorosa. Se equivocan
quienes nos proponen "heroísmos". Su voluntad es la gozosa
"santidad ordinaria", que cada uno crezca según su ritmo y sus
talentos. ¡Pero si la parábola es clarísima...!
Añadiré
finalmente otra observación consoladora.
Dicen los teólogos que la contemplación es transformante. Destacaré una faceta
de esa transformación: la experiencia de Dios es reparadora. Es decir,
no es necesario haber terminado la puesta en orden de nuestra persona, ni haber
agotado el descenso a nuestra mina interior, para encontrarnos con esa
experiencia, con esa Presencia sanadora. Ya he dicho que hay grados,
intensidades y circunstancias. Ciertamente Dios no espera sino que sale al
encuentro.
Basta
ponerse a buscar, iniciar la restauración de nuestra persona, para comprobar
que en ese trabajo de desescombro y puesta en orden ya hay una mano que nos
ayuda, nos consuela y nos cura.
Conozco
a alguna persona que, llorando ante el Sagrario, ha avanzado espectacularmente
-a solas y a oscuras- en su proceso sicológico de "curación de las
heridas del pasado". Ha experimentado hasta qué punto la "experiencia
de Dios" (aún limitada y pobre) constituye una verdadera relación
de ayuda, una verdadera terapia humana, una experiencia reparadora y restauradora
de toda la persona.
Tengo
la certeza de que esa rauda y permanente Presencia es la que ha suplido,
en muchísimos casos, los defectos de la formación cristiana y los claros
errores de épocas y ambientes.
Intuyo
que son y han sido muchísimos los que se han abierto camino hacia esa Presencia
interior y han sido guiados por Ella, a pesar de un "ambiente
humano" (cultura, principios, métodos, creencias, supersticiones,
ejercicio de la autoridad, etc.) muy deficiente o nefasto, a veces "contra
natura". Esta constatación supone un enorme caudal de esperanza.
Su mano nunca nos suelta y siempre prevalece.
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(1)
Véase: "Dios existe, yo me lo encontré" de André Frossard.
RIALP.
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