miércoles, 22 de julio de 2015

UN ALBERGUE EN EL CAMINO, NÓMADAS DE LA VIDA / Xabier PIKAZA


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Han quedado atrás las luces de la gran Bahía de Buenos Aires, las veredas de la gran ciudad, con miles y miles de "cuadras" para recorrer.
   En ese contexto he pensado que necesitamos un albergue en el camino... Que paren los camellos de Abraham, con sus mujeres sus hijos... Que lleguen las bodas con el ángel Rafael, que cura y bendice las uniones...
   Quizá sólo necesitamos un Albergue, como decía el título de nuestro coloquio: El Cosmos, un Albergue para todos los creyentes... Una casa es quizá demasiado; más que casa fija para asentarnos en ella, el mundo entero es un albergue para seguir caminando, una posada, como decía Teresa de Jesús.
   Más que trashumantes somos nómadas, porque el trashumante vuelve cada año a los mismos pastos, retorna por un tiempo a su choza, pero el nómada no vuelve; sale sabiendo que nunca podrá refugiarse de nuevo en su punto de partida, como Abraham, en el principio (Gen 12, 1-3).
Así somos, nómadas de la vida, en busca de albergue, como Moisés y Séfora, con su hijo Gersón, en el camino de Egipto; hay que tomar una decisión pronto, aunque sea "cortando" una parte de nuestra vieja carne, como hizo Séfora, nuestra matriarca (Ex 4, 25).
   Con estas reflexiones termino por ahora mi ciclo de Ecología (con las dos imágenes de mi libro sobre la Familia en la Biblia; una familia, esa es la mejor ecología). Buen día a todos.
1. Grandeza y riesgo del hombre: animal depredador
   La vida es hermosa, exuberante: ha suscitado una abundancia casi ilimitada de especies vegetales y animales que pueblan el planeta. Pero, al mismo tiempo, ella es elitista e intolerante: miles o millones de especies han desaparecida, porque no se han adaptado o han perdido su oportunidad en el combate de la evolución. En ese plano podemos y debemos afirmar con Nietzsche que la vida no tiene “moral”, ella se eleva por encima del bien y del mal, parece movida por una inmensa “voluntad de poder”, que le hace deslizarse de un modo incesante, sin cansarse jamás, sin cesar en su empeño de seguir existiendo.
   Sobre esa base cósmica y vital han surgido los hombres, como seres capaces de una más alta tolerancia: seres distendidos, abiertos a la Presencia, capaces de dialogar entre sí y adaptarse, a través de la técnica, a las más diversas circunstancias del entorno vital (climas, trabajos, alimentos etc). Pues bien, por una paradoja que marca su historia, ellos han tendido a volverse intolerantes y violentos. En lugar de dialogar entre sí, muchos se han enfrentado desde el principio, convirtiendo su historia en proceso de lucha y opresión. En vez de humanizar el entorno, muchos se han vuelto depredadores del entorno vital. Este doble riesgo (lucha mutua y destrucción ecológica) define, en gran medida, la presencia del hombre sobre el mundo.
   Hemos interpretado el cosmos y el proceso de la vida desde una perspectiva antrópica, como si el conjunto de la realidad y, de un modo especial el despliegue de la evolución de las especies, hubiera tenido un sentido unitario, que desemboca en el hombre (en la línea de Gen 1, 28-29). Esta perspectiva nos parece en principio positiva, pero ante ella se plantean una serie de cuestiones y preguntas que estarán en el fondo de todo lo que sigue. Ciertamente, las formas de existencia del mundo se encuentran de algún modo al servicio del hombre. Pero eso no significa que ellas deban someterse a los intereses comerciales, de producción y consumo instrumental, pues existen otras formas de servicio y comunicación que son muy importantes: la búsqueda intelectual, relación amorosa, el gozo estético...
‒ Paradoja: hombre depredador, ser de comunión. El hombre no ha sido el primero en destruir especies vegetales y animales, pues lo han hecho primero (y lo siguen haciendo por necesidad) los mismos principios de la evolución de las especies; pero el hombre es capaz de destruir de un modo masivo y programado, que puede llevarnos a una gran ruptura ecológica, destruyendo del mismo equilibrio ecológico de la vida actual. Por otra parte, los vivientes anteriores son capaces de formas de vinculación y simbiosis, al servicio del conjunto, de manera que las diversas especies son interdependientes; pero sólo los hombres han podido desarrollar de manera programada, formas de convivencia superior, de altruismo y gozo, al servicio no solamente de propia especie, sino también del mismo entorno vegetal y animal.
‒ ¿Violencia necesaria? El hombre es, sin duda, un gran depredador, un viviente peligroso. Pero si hubiera quedado en un nivel puramente “animal”, como un viviente más entre los otros, habría perecido hace ya tiempo. La misma vida le ha dado inteligencia para buscar y conseguir un lugar especial sobre el planeta, poniendo de algún modo a su servicio el resto de los vivientes y de las realidades del mundo. El despliegue social de la humanidad ha introducido su gran apuesta sobre la vida del planeta: el hombre puede destruir la vida, destruyéndose a sí mismo; o puede elevar a su nivel de vida del conjunto de la tierra, introduciendo en el proceso de la evolución unos elementos nuevos de creatividad y libertad, de comunicación y gratuidad, que antes no existían.
   Esta es la pregunta: ¿Ha sido el hombre un bien para la vida sobre el mundo? ¿Podemos decir que la realidad del planeta tierra es mejor porque han surgido y dominan en ella los humanos? ¿Hubiera sido mejor que los hombres no existieran? En otros tiempos parecía evidente la respuesta, en la línea de las palabras del salmista bíblico, que cantaba admirado: “¡Señor, Dios nuestro, que grande es tu nombre en toda la tierra! Cuando contemplo el cielo, obra de tus manos...” (Sal 8). Pero muchos de los hombres y mujeres de este tiempo han perdido la admiración, han quedado con el miedo.
   Esta es la novedad humana: dentro del mundo ha surgido un viviente peculiar, capaz de asumir y dirigir su propia evolución, enfrentándose con la propia vida de su entorno, utilizando para ello palabra y culto, pensamiento y ciencia, economía y política etc. El hombre sigue siendo un ser cósmico, biológicamente frágil, inmerso en la gran trama de la evolución vital; pero, al mismo tiempo, viene a presentarse como creador, capaz de plasmar su propia identidad, en un nivel de símbolo y organización social, que ha desembocado en el sistema global de la actualidad, con sus grandes posibilidades de vida (y de muerte), es decir, de destrucción ecológica no sólo su vida sino de la vida del entorno y del mismo mundo.
   La evolución anterior (del mundo y de las especies) ha desembocado de alguna forma en el hombre: ha suscitado un viviente capaz de comunicación racional y libertad. De esa manea ha introducido en el mundo un factor de riesgo, un ser que puede enfrentarse con su propia base vital, para negarla o destruirla. Ahora empieza un nuevo camino en la historia, un proceso difícil: ¿Podrá el hombre asumir su tarea en el proceso de la evolución, como viviente en libertad, o se destruirá a sí mismo, aplastado en manos de un sistema cultural que acaba condenándole a la muerte, no sólo a él, sino a las formas de vida que han ido surgiendo en el mundo?
2. Hombre, nómada de la vida. Una lucha a muerte.
Desde ese fondo podemos volver a plantear las grandes preguntas de nuestra existencia. Nos hallamos inmersos en una travesía de vida, somos un camino en el tiempo, como peregrinos de una Presencia que se expresa por nosotros, siempre desbordante. Pero podemos negar esa Presencia convertir nuestro camino en travesía de muerte:
1. ¿Nómadas del futuro? Somos herederos de un largo proceso de vida, que hemos asumido de un modo consciente. Ahora somos nosotros los que avanzamos por ella (dentro de ella). Somos nómadas, pero en busca de una «casa de la identidad», de un hogar donde podamos descubrir nuestra verdad y ser en plenitud, como signos de la gran Presencia, en comunicación de gratuidad. Esto es lo que afirma la tradición monoteísta al afirmar que navegamos (volamos, nos van conduciendo) hacia un puerto o ciudad escatológica, donde se cumpla la esperanza de lo humano, hacia una condición de vida que la Biblia y el Corán definen como paraíso o cielo (pura Presencia universal de vida) .
2. ¿Caminos engañosos? Otros afirman que estamos condenados a seguir fatigosamente por unos caminos sin salida, que se cruzan y vuelven siempre hacia los mismos lugares anteriores engañosos, sin rumbo ni meta, hasta que un día acabemos, dejando ya de respirar por siempre. En esta perspectiva, algunos añaden simplemente que “estamos”: no vamos a ningún sitio, ni venimos de ninguna parte; nuestra vida es señal de una presencia indiferente (abierta quizá a los dioses inmortales, dominada quizá por la pura muerte), por encima de todo posible cambio, pues todos los caminos resultan al fin pura apariencia. Mirado en esta perspectiva, el tiempo no sería más que una mentira.
En este contexto definimos al hombre como ser natal y mortal: es el único viviente que sabe que ha nacido, el único que sabe que muere. Mirada en perspectiva cósmica, la muerte biológica forma parte del despliegue de la vida, pues en la cadena alimenticia (de la que hemos tratado en el apartado anterior) unos vivientes se sustentan de los otros y los nuevos individuos sólo pueden subsistir si van muriendo los antiguos. En ese aspecto, los fracasados y excluidos de esa cadena alimenticia hacen un favor a los que triunfan: sólo a través del sacrificio de los individuos y grupos menos aptos ha podido expandirse la evolución biológica.
   Mirada en ese fondo, la muerte forma parte del proceso de expansión y globalización de una vida donde los triunfadores subsisten y avanza a costa de los derrotados y “comidos”; pero, al fin, también los triunfadores perecen, en manos de una muerte democrática que se impone sobre todos. Eso lo han sabido las diversas religiones y lo han expresado de un modo simbólico, a través del rito de los sacrificios, en los que la muerte de una víctima sirve para el despliegue de la vida. En esa línea puede situarse la eucaristía cristiana.
3. El hombre, ser natal y mortal ¿Aprender a morir dando la vida?
Hasta ahora, el proceso de la Vida, asumido por los hombres de manera religiosa y racional, había conducido al surgimiento de individuos libres, capaces de asumir, transmitir y compartir la vida. Pero ese proceso puede haber entrado en una crisis que se expresa de forma especial en los dos extremos de la vida, en el nacimiento y en la muerte.
1. Este poder de nacimiento viene marcado por nuevas técnicas genéticas, que están ofreciendo a los hombres la posibilidad de regular ciertos aspectos del proceso biológico de la fecundación y de los primeros momentos despliegue del semen fecundado. Esa regulación puede ofrecer resultados muy positivos, poniéndose al servicio de la salud y de la comunicación gratuita entre los hombres, no como un sustituto del «proceso natal», sino como una ayuda para que resulte más libre, más gozoso, más humano. Pero ella puede tener unos efectos destructores para la especie en cuanto tal, es decir, para la libertad humana, haciendo que el hombre no sea ya un ser de Presencia y de Comunicación en gratuidad (persona que nace por gracia de otras personas), sino un artefacto fabricado y dirigido desde fuera de sí mismo.
2. El poder de la muerte ha estado vinculado desde antiguo a la violencia: los hombres han establecido relaciones sociales apelando al poder de matar de un modo programado (ritual y socialmente) a otros humanos. Se ha dicho que hay hombre desde que hay palabra o herramienta o enterramiento. Pero, en otro sentido, podemos afirmar que hay hombres desde el momento en que unos individuos han podido matar y han matado a otros, de un modo simbólico, para así mantenerse ellos mismos. También los animales se han matado entre sí, pero lo han hecho de un modo limitado, por necesidad puramente biológica. Los hombres, en cambio, lo han hecho de un modo religioso a través de sacrificios y guerras sagradas. Ese poder de matar era en otro tiempo muy limitado: los hombres parecían incapaces de «destruirse a sí mismos», pues vivían inmersos en una existencia desbordante, que triunfaba sobre sus debilidades. Ahora, con los inventos técnicos de la “bomba atómica” y con las diversas formas de eutanasia, descubrimos que la violencia puede destruir la vida de todos los hombres sobre este planeta viviente que es la tierra.
   Estos son, a mi entender, los dos riesgos supremos del sistema, que pueden vincularse a los “poderes” clásicos, analizados hace tiempo por S. Freud (eros y thánatos), pero que ahora parecen haber desbordado sus límites antiguos, de manera que nos están conduciendo, más allá de la modernidad racional clásica (de la ilustración europea), a un tipo de pos-modernidad, que vive bajo la amenaza de la destrucción directa de la vida humana (y de su entorno ecológico). Es aquí, en el lugar donde la ciencia puede ponerse al servicio de la muerte (por la bomba o por la manipulación genética no sólo de las plantas y animales, sino de la misma vida humana) donde se expresa el riesgo mayor para la ecología.
   Tenemos en nuestras manos dos bombas de relojería, que nos hacen sentirnos como dioses. La bomba genética podría llevarnos a la destrucción de esta especie humana, definida por la Presencia y la Comunicación vital. La bomba atómica podría llevarnos a la destrucción sin más sobre el planeta. O aprendemos a engendrar en libertad, para la vida, o acabamos destruyendo la humanidad que hemos recibido. O aprendemos a morir dando vida a los otros (en vez de matarles) o nos acabamos destruyendo para siempre, sobre este mundo que había sido creado para la existencia y el amor de los hombres.

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