Han quedado atrás las luces de la gran Bahía de Buenos Aires, las veredas de la gran ciudad, con miles y miles de "cuadras" para recorrer.
En
ese contexto he pensado que necesitamos un albergue en el camino... Que paren
los camellos de Abraham, con sus mujeres sus hijos... Que lleguen las bodas con
el ángel Rafael, que cura y bendice las uniones...
Quizá
sólo necesitamos un Albergue, como decía el título de nuestro coloquio: El
Cosmos, un Albergue para todos los creyentes... Una casa es quizá demasiado;
más que casa fija para asentarnos en ella, el mundo entero es un albergue para
seguir caminando, una posada, como decía Teresa de Jesús.
Más
que trashumantes somos nómadas, porque el trashumante vuelve cada año a los
mismos pastos, retorna por un tiempo a su choza, pero el nómada no vuelve; sale
sabiendo que nunca podrá refugiarse de nuevo
en su punto de partida, como Abraham, en el principio (Gen 12, 1-3).
Así
somos, nómadas de la vida, en busca de albergue, como Moisés y Séfora, con su
hijo Gersón, en el camino de Egipto; hay que tomar una decisión pronto, aunque
sea "cortando" una parte de nuestra vieja carne, como hizo Séfora,
nuestra matriarca (Ex 4, 25).
Con
estas reflexiones termino por ahora mi ciclo de Ecología (con las dos imágenes
de mi libro sobre la Familia en la Biblia; una familia, esa es la mejor
ecología). Buen día a todos.
1.
Grandeza y riesgo del hombre: animal depredador
La
vida es hermosa, exuberante: ha suscitado una abundancia casi ilimitada de
especies vegetales y animales que pueblan el planeta. Pero, al mismo tiempo,
ella es elitista e intolerante: miles o millones de especies han
desaparecida, porque no se han adaptado o han perdido su oportunidad en el
combate de la evolución. En ese plano podemos y debemos afirmar con
Nietzsche que la vida no tiene “moral”, ella se eleva por encima del bien y del
mal, parece movida por una inmensa “voluntad de poder”, que le hace deslizarse
de un modo incesante, sin cansarse jamás, sin cesar en su empeño de seguir
existiendo.
Sobre
esa base cósmica y vital han surgido los hombres, como seres capaces de una más
alta tolerancia: seres distendidos, abiertos a la Presencia,
capaces de dialogar entre sí y adaptarse, a través de la técnica, a las más
diversas circunstancias del entorno vital (climas, trabajos, alimentos etc).
Pues bien, por una paradoja que marca su historia, ellos han tendido a volverse
intolerantes y violentos. En lugar de dialogar entre sí, muchos se han
enfrentado desde el principio, convirtiendo su historia en proceso de lucha y
opresión. En vez de humanizar el entorno, muchos se han vuelto depredadores del
entorno vital. Este doble riesgo (lucha mutua y destrucción ecológica) define,
en gran medida, la presencia del hombre sobre el mundo.
Hemos
interpretado el cosmos y el proceso de la vida desde una perspectiva antrópica,
como si el conjunto de la realidad y, de un modo especial el despliegue de la
evolución de las especies, hubiera tenido un sentido unitario, que desemboca en
el hombre (en la línea de Gen 1, 28-29).
Esta perspectiva nos parece en principio positiva, pero ante ella se plantean
una serie de cuestiones y preguntas que estarán en el fondo de todo lo que
sigue. Ciertamente, las formas de existencia del mundo se encuentran de algún
modo al servicio del hombre. Pero eso no significa que ellas deban someterse a
los intereses comerciales, de producción y consumo instrumental, pues existen
otras formas de servicio y comunicación que son muy importantes: la búsqueda
intelectual, relación amorosa, el gozo estético...
‒
Paradoja: hombre depredador, ser de comunión. El
hombre no ha sido el primero en destruir especies vegetales y animales, pues lo
han hecho primero (y lo siguen haciendo por necesidad) los mismos principios de
la evolución de las especies; pero el hombre es capaz de destruir de un modo
masivo y programado, que puede llevarnos a una gran ruptura ecológica,
destruyendo del mismo equilibrio ecológico de la vida actual. Por otra parte,
los vivientes anteriores son capaces de formas de vinculación y simbiosis, al
servicio del conjunto, de manera que las diversas especies son
interdependientes; pero sólo los hombres han podido desarrollar de manera
programada, formas de convivencia superior, de altruismo y gozo, al servicio no
solamente de propia especie, sino también del mismo entorno vegetal y animal.
‒
¿Violencia necesaria? El hombre es, sin duda, un gran depredador, un viviente
peligroso. Pero si hubiera quedado en un nivel puramente “animal”, como un
viviente más entre los otros, habría perecido hace ya tiempo.
La misma vida le ha dado inteligencia para buscar y conseguir un lugar especial
sobre el planeta, poniendo de algún modo a su servicio el resto de los
vivientes y de las realidades del mundo. El despliegue social de la humanidad
ha introducido su gran apuesta sobre la vida del planeta: el hombre puede
destruir la vida, destruyéndose a sí mismo; o puede elevar a su nivel de vida
del conjunto de la tierra, introduciendo en el proceso de la evolución unos
elementos nuevos de creatividad y libertad, de comunicación y gratuidad, que
antes no existían.
Esta
es la pregunta: ¿Ha sido el hombre un bien para la vida sobre el mundo?
¿Podemos decir que la realidad del planeta tierra es mejor porque han surgido y
dominan en ella los humanos? ¿Hubiera sido mejor que los hombres no existieran?
En otros tiempos parecía evidente la respuesta, en la línea de las palabras del
salmista bíblico, que cantaba admirado: “¡Señor, Dios nuestro, que grande es tu
nombre en toda la tierra! Cuando contemplo el cielo, obra de tus manos...” (Sal
8). Pero muchos de los hombres y mujeres de este tiempo han perdido la
admiración, han quedado con el miedo.
Esta
es la novedad humana: dentro del mundo ha surgido un viviente peculiar, capaz
de asumir y dirigir su propia evolución, enfrentándose con la propia vida de su
entorno, utilizando para ello palabra y culto, pensamiento y ciencia, economía
y política etc. El hombre sigue siendo un ser cósmico, biológicamente frágil,
inmerso en la gran trama de la evolución vital; pero, al mismo tiempo, viene a
presentarse como creador, capaz de plasmar su propia identidad, en un nivel de
símbolo y organización social, que ha desembocado en el sistema global de la actualidad,
con sus grandes posibilidades de vida (y de muerte), es decir, de destrucción
ecológica no sólo su vida sino de la vida del entorno y del mismo mundo.
La
evolución anterior (del mundo y de las especies) ha desembocado de alguna forma
en el hombre: ha suscitado un viviente capaz de comunicación racional y
libertad. De esa manea ha introducido en el mundo un factor de riesgo, un ser
que puede enfrentarse con su propia base vital, para negarla o destruirla.
Ahora empieza un nuevo camino en la historia, un proceso difícil: ¿Podrá el
hombre asumir su tarea en el proceso de la evolución, como viviente en
libertad, o se destruirá a sí mismo, aplastado en manos de un sistema cultural
que acaba condenándole a la muerte, no sólo a él, sino a las formas de vida que
han ido surgiendo en el mundo?
2.
Hombre, nómada de la vida. Una lucha a muerte.
Desde
ese fondo podemos volver a plantear las grandes preguntas de nuestra
existencia. Nos hallamos inmersos en una travesía de vida, somos un camino en
el tiempo, como peregrinos de una Presencia que se expresa por nosotros,
siempre desbordante. Pero podemos negar esa Presencia convertir nuestro camino
en travesía de muerte:
1.
¿Nómadas del futuro? Somos herederos
de un largo proceso de vida, que hemos asumido de un modo consciente. Ahora
somos nosotros los que avanzamos por ella (dentro de ella). Somos nómadas, pero
en busca de una «casa de la identidad», de un hogar donde podamos descubrir
nuestra verdad y ser en plenitud, como signos de la gran Presencia, en comunicación
de gratuidad. Esto es lo que afirma la tradición monoteísta al afirmar que
navegamos (volamos, nos van conduciendo) hacia un puerto o ciudad escatológica,
donde se cumpla la esperanza de lo humano, hacia una condición de vida que la
Biblia y el Corán definen como paraíso o cielo (pura Presencia universal de
vida) .
2.
¿Caminos engañosos? Otros afirman que estamos
condenados a seguir fatigosamente por unos caminos sin salida, que se cruzan y
vuelven siempre hacia los mismos lugares anteriores engañosos, sin rumbo ni
meta, hasta que un día acabemos, dejando ya de respirar por siempre. En esta
perspectiva, algunos añaden simplemente que “estamos”: no vamos a ningún sitio,
ni venimos de ninguna parte; nuestra vida es señal de una presencia indiferente
(abierta quizá a los dioses inmortales, dominada quizá por la pura muerte), por
encima de todo posible cambio, pues todos los caminos resultan al fin pura
apariencia. Mirado en esta perspectiva, el tiempo no sería más que una mentira.
En
este contexto definimos al hombre como ser natal y mortal: es el único viviente
que sabe que ha nacido, el único que sabe que muere. Mirada
en perspectiva cósmica, la muerte biológica forma parte del despliegue de la
vida, pues en la cadena alimenticia (de la que hemos tratado en el apartado
anterior) unos vivientes se sustentan de los otros y los nuevos individuos sólo
pueden subsistir si van muriendo los antiguos. En ese aspecto, los fracasados y
excluidos de esa cadena alimenticia hacen un favor a los que triunfan: sólo a
través del sacrificio de los individuos y grupos menos aptos ha podido
expandirse la evolución biológica.
Mirada
en ese fondo, la muerte forma parte del proceso de expansión y globalización de
una vida donde los triunfadores subsisten y avanza a costa de los derrotados y
“comidos”; pero, al fin, también los triunfadores perecen, en manos de una
muerte democrática que se impone sobre todos. Eso lo han sabido las diversas
religiones y lo han expresado de un modo simbólico, a través del rito de los
sacrificios, en los que la muerte de una víctima sirve para el despliegue de la
vida. En esa línea puede situarse la eucaristía cristiana.
3.
El hombre, ser natal y mortal ¿Aprender a morir dando la vida?
Hasta
ahora, el proceso de la Vida, asumido por los hombres de manera religiosa y
racional, había conducido al surgimiento de individuos libres, capaces de
asumir, transmitir y compartir la vida. Pero ese proceso puede haber entrado en
una crisis que se expresa de forma especial en los dos extremos de la vida, en
el nacimiento y en la muerte.
1.
Este poder de nacimiento viene marcado por nuevas técnicas genéticas, que están
ofreciendo a los hombres la posibilidad de regular ciertos aspectos del proceso
biológico de la fecundación y de los primeros momentos despliegue del semen
fecundado. Esa regulación puede ofrecer resultados muy
positivos, poniéndose al servicio de la salud y de la comunicación gratuita
entre los hombres, no como un sustituto del «proceso natal», sino como una
ayuda para que resulte más libre, más gozoso, más humano. Pero ella puede tener
unos efectos destructores para la especie en cuanto tal, es decir, para la
libertad humana, haciendo que el hombre no sea ya un ser de Presencia y de
Comunicación en gratuidad (persona que nace por gracia de otras personas), sino
un artefacto fabricado y dirigido desde fuera de sí mismo.
2.
El poder de la muerte ha estado vinculado desde antiguo a la violencia: los
hombres han establecido relaciones sociales apelando al poder de matar de un
modo programado (ritual y socialmente) a otros humanos. Se
ha dicho que hay hombre desde que hay palabra o herramienta o enterramiento.
Pero, en otro sentido, podemos afirmar que hay hombres desde el momento en que
unos individuos han podido matar y han matado a otros, de un modo simbólico,
para así mantenerse ellos mismos. También los animales se han matado entre sí,
pero lo han hecho de un modo limitado, por necesidad puramente biológica. Los
hombres, en cambio, lo han hecho de un modo religioso a través de sacrificios y
guerras sagradas. Ese poder de matar era en otro tiempo muy limitado: los
hombres parecían incapaces de «destruirse a sí mismos», pues vivían inmersos en
una existencia desbordante, que triunfaba sobre sus debilidades. Ahora, con los
inventos técnicos de la “bomba atómica” y con las diversas formas de eutanasia,
descubrimos que la violencia puede destruir la vida de todos los hombres sobre
este planeta viviente que es la tierra.
Estos
son, a mi entender, los dos riesgos supremos del sistema, que pueden vincularse
a los “poderes” clásicos, analizados hace tiempo por S. Freud (eros y
thánatos), pero que ahora parecen haber desbordado sus límites
antiguos, de manera que nos están conduciendo, más allá de la modernidad
racional clásica (de la ilustración europea), a un tipo de pos-modernidad, que
vive bajo la amenaza de la destrucción directa de la vida humana (y de su
entorno ecológico). Es aquí, en el lugar donde la ciencia puede ponerse al
servicio de la muerte (por la bomba o por la manipulación genética no sólo de las
plantas y animales, sino de la misma vida humana) donde se expresa el riesgo
mayor para la ecología.
Tenemos
en nuestras manos dos bombas de relojería, que nos hacen sentirnos como dioses.
La bomba genética podría llevarnos a la destrucción de esta especie
humana, definida por la Presencia y la Comunicación vital. La bomba atómica podría
llevarnos a la destrucción sin más sobre el planeta. O aprendemos a engendrar
en libertad, para la vida, o acabamos destruyendo la humanidad que hemos
recibido. O aprendemos a morir dando vida a los otros (en vez de matarles) o
nos acabamos destruyendo para siempre, sobre este mundo que había sido creado
para la existencia y el amor de los hombres.
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