Durante su vida, Alexis
Carrel fue considerado como uno de los más grandes investigadores médicos de
los tiempos modernos, más también se le tenía como una especie de fanático de
la publicidad.
Pese a sus grandes y verdaderas conquistas
científicas --una de las cuales
convirtió las transfusiones de sangre en cosa corriente y sencilla –Carrel fue
objeto de críticas continuas, especialmente en los últimos años de su vida.
Murió en 1944.
Una de las cosas por las cuales fue más
severamente criticado, fueron el haber aceptado un puesto gubernamental en el
régimen francés de Vichy dominado por los nazis y su creencia abierta en la
clarividencia.
Carrel ganó el Premio Nobel de Medicina en
1912 por el método que perfeccionó de suturar los vasos sanguíneos. Fue esta
técnica lo que convirtió a las transfusiones de sangre en el gran “salvavidas”
que son hoy en día.
Fue también el originador de técnicas
quirúrgicas a las que se acredita la salvación de las vidas de millares de
soldados heridos en la Primera Guerra Mundial. Durante este conflicto descubrió
una solución antiséptica que hacía innecesarias muchas amputaciones que,
entonces, se consideraba como remedio único o principal para muchas heridas en
las extremidades.
Carrel nació en Francia en 1873 pero pasó en
los Estados Unidos la mayor parte de su vida adulta. Ingresó a la Universidad
de Chicago en 1905 como investigador científico y al año siguiente pasó a la
Fundación Rockefeller en Nueva York. Permaneció asociado a la fundación hasta
1939, con la única interrupción de los años de la Primera Guerra Mundial antes
de entrar a los Estados Unidos en el conflicto.
En 1912 Carrel inició sus famosos estudios de
los órganos, extrayendo corazones de gallinas y fragmentándolo logrando
conservar los fragmentos vivos y en desarrollo. Estos corazones vivientes se
convirtieron en leyenda popular y hasta se teorizó que podrían sobreponerse a
la Tierra puesto que duplicaban de tamaño cada dos días. Carrel no hizo caso de
tales conjeturas y mantuvo vivo el corazón de una gallina durante 28 años.
En 1936, en combinación con Charles Lindbergh
publicaron, después un libro titulado “El Cultivo de los Órganos”.
El valor de este trabajo está en que dio a las
ciencias la facultad de poder estudiar directamente los procesos que se
desarrollan dentro de los órganos que les permiten cambiar elementos químicos
en compuestos que el cuerpo puede utilizar en todas sus funciones.
Los trabajos del doctor Carrel dieron énfasis
al concepto moderno de que la biología es nombre muy amplio dentro del cual
pueden aplicarse a la vida humana todas las demás ciencias conocidas. Mientras
en un tiempo contábamos con química, física e ingeniería hoy contamos además
con bioquímica, biofísica y hasta bioingeniería.
En 1904 se fue de Francia. El motivo
principal, los problemas que tuvo con algunos colegas. Carrel estaba
impresionado por los milagros y expresó públicamente su intención de estudiar
científicamente las curaciones de Lourdes. Se ganó la enemistad tanto del clero
francés como de los miembros de la
Facultad de Medicina de Lyon.
El Dr. Carrel intrigado por las curaciones
de Lourdes
La Gruta de Lourdes: lugar
de las apariciones de Nuestra Señora de la Inmaculada Concepción
El Dr. Alexis Carrel era un hombre de ciencia
y por haber sido educado en la escuela laica, había perdido por completo la Fe;
pero intrigado por lo que tanto se decía de las maravillosas curaciones de
Lourdes, resolvió investigar por sí mismo lo que pudiera haber de cierto en
ellas.
Él mismo escribió el relato de lo que ahí
presenció, usando en su narración el seudónimo de Lerrac, su mismo nombre leído
al revés, para evitarse la andanada de ataques de sus colegas, de la iglesia
francesa y de la prensa masónica.
Un resumen de su libro fue publicado en el
número del mes de diciembre de 1950, de la Revista “Selecciones del Reader’s
Digest”, nada sospechosa de parcialidad. Ahí encontrará el lector, expuesto con
relativa amplitud, lo que aquí nosotros podemos apuntar tan sólo:
El Dr. Carrel parte para Lourdes
Aprovechando la oportunidad que en el año de
1903 se le presentó, de ocupar el puesto del médico que acostumbra acompañar
las peregrinaciones de enfermos a Lourdes, el Dr. Carrel partió para esta Ciudad,
e invitado por el Abate Bernole, Sacerdote encargado de la peregrinación, se
instaló en el compartimento del tren marcado “Administración”, donde se puso a
trabajar en la clasificación dé las observaciones que acerca de los enfermos
había podido hacer antes de iniciarse la peregrinación, pues como miembro que
era de la Facultad de Medicina de la Universidad de Lyon, había recogido muchos
datos acerca de los enfermos que en el mismo tren iban y estaba así en
circunstancias de poder comprobar la autenticidad de las curaciones de Lourdes.
Pasada la primera noche de camino, encontró
Carrel en el tren al Abate Olivier, Subdirector de la peregrinación, quien le
dijo: “Va ahí una joven a quien me han recomendado cuidar especialmente
agradecería a usted mucho que se encargara de ella. Está tan débil que temo un
desastre”.
El estado de María Ferrand era desesperado.
El Dr. Carrel encontró a esta joven, que se
llamaba María Ferrand, yaciendo sobre un colchón que obstruía completamente la
entrada del compartimiento del tren en que se hallaba, su rostro estaba enjuto
y pálido, sus labios desposeídos de todo color.
Sufro mucho, le dijo, pero me alegro de haber
venido. Las Hermanas no querían darme permiso.
Después de haberle auscultado, dijo Carrel al
Abate Olivier: “No da muchas esperanzas el estado de su enferma”.
Pasada la segunda noche de camino y antes de
que amaneciera, la enfermera voluntaria que se había encargado toda la noche
del cuidado de María Ferrand, mandó; llamar apresuradamente a Carrel.
Parecía que agonizaba con cada parada brusca
del tren le dijo: “yo creía que iba a desmayarse y no sabía qué hacerle”.
El Doctor la encontró tendida en su colchón
casi inconsciente, ¡No llegaré a Lourdes! Dijo suspirando angustiada.
El Doctor la ausculta con cuidado: la piel
del vientre, abultado en exceso, estaba lustrosa y sumamente tensa y a los
lados sobresalían muy pronunciadas las costillas, la hinchazón Parecía causada
por masas sólidas y se percibía una bolsa de fluido bajo el ombligo.
Tenía también las piernas hinchadas,la
temperatura era superior a la normal, el pulso y la respiración acelerados. El
Doctor diagnosticó: un caso típico de peritonitis tuberculoso.
Carrel comprobó entonces lo que le había
informado la monja que llevó a María Ferrand al tren: los padres de la muchacha
habían muerto de males semejantes, María había estado enferma durante toda su
vida; a los 17 años había padecido una tos seca y esputado sangre; a los 18
había sufrido una pleuresía y le habían extraído fluido del pulmón izquierdo.
Nunca había podido restablecerse del todo y desde hacía 8 meses, cuando entró
al Hospital, el abdomen había empezado a hinchársele, se sostenía la fiebre y
el médico le había diagnosticado también peritonitis tuberculoso. Pocos días
antes de la peregrinación se había pensado en operarla, pero el cirujano Jefe
conceptuó que el estado de la joven era demasiado delicado y se resolvió
avisarle a la familia que el caso era desesperado. Pero María se había mostrado
tan decidida a hacer el viaje a Lourdes, que al fin había sido necesario
convenir en ello.
Después de examinar otros pocos pacientes
más, Carrel salió a la calle. Era ya de noche. Al final de la vía alzaba hacia
el cielo su mole la Basílica. Una cadena continua de luces se extendía hasta la
entrada principal. La procesión de antorchas de los peregrinos formaba una
serpentina luminosa, a medida que iban siguiendo las tortuosidades de la vía a
lo largo de la explanada. De todas partes surgían las voces de la inmensa multitud
que cantaba el himno de Lourdes con sus Ave, Ave, Ave, repetidos una y otra
vez. Todo lo que antes había creído se le presentaba ahora al revés. Los
moribundos se curaban en pocas horas. Estas peregrinaciones tenían de suyo un
poder que producía resultados; sobre todo, enseñaban humildad.
Llegó a la gruta en la que permaneció largo
rato sentado, contemplando los cirios que llameando en la obscuridad, lanzaban
en su contorno un resplandor rojo. Miraba fijamente la estatua de la Virgen, la
fila de espitas de cobre de donde salía el agua milagrosa…
Llegó la noche y cuando ya la luna apareció
tras el cerro, todavía Carrel se hallaba en la gruta.
¿Cómo iba a explicar las curaciones de
Lourdes? No se podía negar que era penosamente desagradable verse envuelto en
ese milagro. La mayoría de los médicos se mostraban tan celosos de su
prestigio, que aún cuando hubieran venido a Lourdes y visto lo que ahí pasa, no
se atrevían a admitirlo. Temían que si mostraban algún interés se les tuviera
por fanáticos, cuando no por tontos.
Pero Carrel era demasiado orgulloso para
evadirse de responsabilidades. Determinó seguir adelante costara lo que
costara. Pensaba que antes de que se descubriera que el trueno y el rayo son
fenómenos naturales, los hombres los tenían erradamente como expresión de la
cólera de Dios. Posible era, por lo tanto, que existieran leyes naturales
todavía desconocidas para el hombre, que nos dieran la explicación de fenómenos
tan extraordinarios como son los milagros de Lourdes.
Absorto en sus meditaciones Carrel recorrió
de arriba abajo la terraza amurallada a la entrada de la Basílica. La quietud
de una paz infinita parecía suspendida sobre la campiña. Seguía el conflicto en
el alma de Carrel. Como él no conocía las pruebas de la existencia de Dios,
dudaba de ella, pero se imponía a su razón que de ninguna manera podría
negarla. Se maravillaba de pensar cómo los grandes hombres como Pasteur habían
podido reconciliar su fe en la Religión con la Ciencia. Y llegó a pensar que
tal vez la Religión y la Ciencia tenían cada una su sistema especial y se dio
cuenta de que no es la Ciencia lo que alimenta la vida íntima del hombre, sino
la fe del alma.
Subió los escalones de la Iglesia en medio
del resplandor de las luces, mientras resonaban las notas del órgano y un
millar de voces entonaban cánticos. Sentóse en una silla en la parte posterior
del templo, cerca de un viejo campesino y ahí permaneció por largo tiempo
inmóvil con las manos en la cara escuchando los himnos. Luego, sin darse
cuenta, empezó a rezar.. . “Señor, creo
en Ti. Respondiste a mi súplica con un milagro resplandeciente. Todavía estoy
ciego frente a él, todavía dudo. Pero el gran deseo de mi vida es creer, creer
apasionadamente… Bajo la honda prevención de mi orgullo intelectual persiste un
oculto anhelo. ¡Ay! Todavía no es más que un sueño, pero el más encantador de
todos. Es el sueño de creer en ti y el de amarte con el espíritu
resplandeciente de los hombres de Dios”.
Lentamente regresó Carrel a su cuarto del
hotel y se puso a escribir las observaciones de ese día. Dieron las 3 de la
mañana. La pálida luz de oriente empezó a rasgar el velo de la noche. Carrel
sintió que la serenidad de la naturaleza le invadía dulcemente y le calmaba el
alma. Se desvanecieron todas sus preocupaciones de la vida diaria, todas sus
dudas intelectuales. Creyó tener ya una certidumbre y le pareció sentir la paz
maravillosa que proporcionaba y que desterró hasta la última amenaza de
impertinentes dudas.
En la inefable belleza del amanecer, el sueño
le cerró los ojos.
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