“El Infierno son los otros”, ha escrito Sartre y tal es
el tema que ha llevado al teatro en “A puerta cerrada”, que también fue llevada
a la pantalla cinematográfica.
Cuatro personajes, que han muerto, llegan al infierno.
Esperan hallar diablos, calderas de aceite hirviendo, tridentes. Nada de eso.
Se les encierra en una cámara y no les ocurre ningún mal: solamente que estarán
allí toda la eternidad. Su suplicio es la de vivir, pensar, recordar a los ojos
y las críticas unos de otros, y de reconocer que los otros lo saben todo acerca
de ellos, desde los actos más escondidos hasta los pensamientos que creen más
secretos.
Y esto se hace pronto atroz e intolerable.
La idea no carece de belleza. Es cierto que, sin los
otros, que nos presentan un espejo infalible e implacable, lograríamos a menudo
olvidar nuestras faltas.
Sin duda habrá remordimientos, pero uno los puede
sofocar. Uno formula excusas, las retoca para hacerlas aceptables y representar
un buen papel. Léanse los recuerdos y relatos de los hombres que han
intervenido en los grandes asuntos. Ellos tienen toda la razón, lo previeron
todo, fueron superhombres, están solos en el mundo.
Desafortunadamente, existen los otros, esos otros
diabólicos que nos juzgan, que leen nuestros alegatos con escepticismo y que no
nos permiten gozar en paz de nuestras ilusiones sobre nosotros mismos. El
experto se diente seguro de su genio. |Es tan fácil persuadirse uno mismo!
Hemos sido tan felices y confiados porque nadie nos ha criticado… Pero los
otros no tienen tal indulgencia, y nosotros por nuestra parte tampoco la
tenemos para ellos.
¿Es del todo imposible hacer que cada uno reconozca que
los otros también tienen buenas intenciones? ¿Es imposible comprenderlos? No.
Pero es bien difícil, porque no podemos penetrar en otro espíritu. “Tratad de
comprenderme”, dice un locutor desesperado. “Tratad de entrar en mí, de
imaginar por un instante que sois yo, de ver en mí la misma buena voluntad y
los mismos obstáculos que hay en vosotros”. Ciertamente: ese sería el único
modo de comprenderse. Pero penetrar en otro espíritu no es cómodo. Como dice el
mismo Sartre, los seres humanos son opacos, no transparentes. No dejan pasar la
luz del espíritu. Hay una imposibilidad de comunicar lo que es sensible, por
ejemplo, en ciertas negociaciones en que ambas partes quieren triunfar y por lo
tanto, no muestran el coraje de comprender.
¿Es que hay algún remedio? ¿O estamos realmente
condenados a vivir en el infierno de un insolente egoísmo? En cuanto a mí, creo
que hay un remedio, y uno solo, que es el amor. Entiendo por esto tanto el amor
de un marido, de un amante, de una mujer, como la amistad y ese sentimiento más
general, el amor al semejante, que no lo es sino cuando es amado.
Todos sabemos por experiencia que en un gran amor o en
una grande amistad repentinamente, como por milagro, son levantadas las
barreras, desaparecen las pantallas opacas. Adivinamos los pensamientos, los
deseos de los otros. Madame de Sevigné escribió a su hija: “Estoy sintiendo tu
dolor de pecho”. Nosotros podemos decir con toda sinceridad a aquellos a
quienes amamos: “Sufro con tus desgracias, me regocijo con tus éxitos; soy
atormentado por tus angustias, soy feliz con tus alegrías”.
Para comprender a los otros hay que salir de uno mismo,
abrirse en un gesto receptivo, aceptar las diferencias y hasta gustar de ellas,
asumir las penas de otros. Hay que darles crédito. “Desesperar de cualquiera,
eso es desesperar”. Dudar de la buena fe de otro, esto es volver a la mala fe.
En el amor, en la amistad, los otros nos comprenden, como nosotros los
comprendemos. Uno no choca con el muro de las diferencias sino cuando las cree
infranqueables. En la vida, el infierno de la incomprensión no es
necesariamente eterno.
Tiene un acto final en el que los personajes,
conociéndose los unos a los otros y también porque se conocen mejor, llegan al
perdón y a la amistad.
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