Una nueva obra teatral norteamericana de un
solo personaje revive con su propias palabras a Harry Truman, el franco y
mordaz estadista de Misuri que en 1945 se convirtió en el Presidente número 33
de los Estados Unidos. El autor es amigo de la familia Truman. De los
documentos del Presidente que se conservan en Independence (Misuri), y de otras
fuentes, recogió material para este auténtico monólogo (publicado también en
forma de libro, del cual ofrecemos a continuación algunos extractos).
NUNCA me imaginé a mí mismo como Presidente.
Sucedió que estaba yo en el lugar adecuado en un mal momento.
Siempre he creído
ser un hombre común. Carezco de dotes especiales, y no pierdo el tiempo
preocupándome por mis carencias. Sólo trato de sacar el mayor partido de mis
aptitudes reales. Lo importante no es cómo hacer o decir algo ; lo esencial es
decirlo y hacerlo. Convengo en que heredé este cargo, pero les juro a ustedes
que soy el que manda, ¡y más les vale enterarse!
Apoyé en el Senado
varios proyectos de ley importantes a favor de los trabajadores, y esperaba que
los sindicatos lo recordaran. Descubrí una cosa : en la unión está la fuerza, y
en las uniones o sindicatos de trabajadores la fuerza es mayor. Recordemos el
caso de los ferrocarriles. Me dijeron que 18 de las 20 asociaciones sindicales
estaban dispuestas a aceptar el aumento concedido en los arbitrajes, pero que
de todas maneras interrumpirían el servicio ferroviario. “Bueno, muchachos”,
les contesté, “Dios quizá haya creado el mundo en seis días, pero aquello
ocurrió antes de haber sindicatos. Si creen ustedes que me voy a quedar sentado
aquí y dejar que ustedes paralicen todo el país, están más locos que una cabra.
Les doy 48 horas de plazo para llegar a un acuerdo ; si no, requisaré los
ferrocarriles en nombre del gobierno”.
Mucha gente me
pregunta si me gusta este empleo. Pues sí, está bien pagado. Claro que hay
mucho que hacer. Y, por supuesto, haga uno lo que haga, siempre habrá algún
mentecato que no esté de acuerdo. El mío es, supongo, el cargo más peliagudo
del mundo.
Me critican hasta
mi manera de expresarme. Al parecer, en una reunión una vieja entrometida
dirigente del Partido Demócrata se acercó a Bess a pedirle : “Señora Truman,
¿podría usted evitar que el Presidente siga utilizando la palabra estiércol”” Y
dicen que Bess repuso: “He tardado 40 años en convencerlo que la use”.
¿Los líderes
mundiales? En mi opinión Winston Churchill era un gran estadista ; todo un
caballero ¿Qué decir de Stalin? Eso ya es harina de otro costal
En este mundo hay
tres cosas que pueden arruinar al hombre: el poder, el dinero y las mujeres. Si
es capaz de aceptar el poder como algo transitorio, irá por buen camino. Pero
si cree que el poder reside en él mismo
, está frito. En cuanto al dinero, si ganamos demasiado y muy rápidamente, nos
separará del resto de la raza humana, compuesta de individuos que deben
trabajar casi toda la vida apenas para subsistir. Y si nos comportamos
deslealmente con nuestra familia, estaremos aviados. Porque si logra uno la
compañera apropiada, no tendrá muchas contrariedades en la vida.
Sería posible
hacerse rico en este trabajo si uno verdaderamente se lo propusiera. Pero hace
mucho que comprendí algo : cuando uno se mete a jugar con lña gente pudiente,
siempre le toca perder. Desde luego, en tantos años he favorecido a algunos
amigos, lo mismo que cualquier otro mercachifle de mercedes en Washington, pero
nunca obtuve de ello ningún provecho personal.
Yo me inicié en la
política en forma por demás extraña. Serví en la Guardia Nacional justamente
antes de la primera guerra mundial, y uno de mis compañeros oficiales era Jim
Pendergast, cuyo tío, Tom, dirigía el aparato político de su familia. Jim y yo
llegamos a ser muy buenos amigos. Cuando regresé de la guerra, abrí una
mercería en sociedad con Eddie Jacobson. Algunos de nuestros ex compañeros de la Batería D , entre ellos Jim
Pendergast, solían visitarnos, e intercambiábamos embustes contando cómo
habíamos ganado esa guerra. Nos iba bastante bien, pero la depresión de 1922
nos obligó a cerrar la tienda.
Antes de conseguir
algún empleo me presenté como candidato a juez de distrito de Jackson, cargo
que era más bien administrativo. me apoyaba la maquinaria electoral de los Pendergast,
porque Jim dijo a su tío que yo había sido uno de los pocos oficiales a quienes
sus subordinados no deseaban matar. Yo creo que me eligieron porque tenía más
parientes en el distrito que los otros candidatos. Y como la mayoría de los
votantes estaban en la miseria, naturalmente prefirieron a un compañero del
mismo mal.
Cuando Tom
Pendergast me visitó después de lanzar una emisión de bonos para construir
carreteras, tuve mi primer choque con los contratistas de caminos. Dije a Tom
que sus partidarios no eran muy buenos constructores, y que eso era lo que
realmente me importaba. “Sus cotizaciones eran exageradas, Tom”, añadí, “y los
caminos que construyeron se deshacen
como un merengue. Encargaré el trabajo a una cuadrilla de otro Estado”.
Poco después se
supo que Pendergast era socio secreto de aquellos contratistas, y que mi
decisión le hizo perder una suma considerable. Pero jamás me importunó, ni en
esa ocasión ni nunca; ni siquiera cuando se encontró en situación muy difícil y
necesitaba dinero con verdadera urgencia.
En 1940 ya estaba
yo en el Senado, y debía decidir si presentaría mi candidatura para un segundo
período. Deseaba hacerlo, pero tenía pocas probabilidades de triunfar, porque
la maquinaria política de los Pendergast ya no funcionaba. A Tom lo habían
metido a la cárcel por no pagar impuestos, y el jefe de mi partido, el
presidente Franklin Delano Roosvelt, me hostilizaba porque yo apoyaba una ley
que impediría a los presidentes ser reelegidos más de una vez. Roosvelt, por supuesto,
planeaba presentar su candidatura por
tercera vez, y decidió apoyar a un hombre llamado Lloyd Stark, que era
gobernador de Misuri. Starck contaba con el apoyo de todos los demócratas
influyentes. Pues bien, me quedaban dos caminos: levantar el campo o luchar
endiabladamente para ganar. Me decidí por este último. Telegrafié a Roosvelt
que me presentaría como candidato aunque sólo obtuviera un voto : el mío.
Llega un momento en
la vida de todos los hombres en que se deben definir, pase lo que pase. Por
supuesto, si de ello resultaba algo práctico al mismo tiempo, tanto mejor.
En aquellos días teníamos en Misuri unos dos millones de
mulas, cada una de las cuales valía alrededor de 90 dólares, y 245.000 negros,
que para mucha gente no valína nada. Esto era injusto, y el 15 de junio de 1940
yo me puse de pie y así lo dije en la escalinata del edificio de los tribunales
de Sedalia. Esta ciudad era una fortaleza del Ku Klux Klan, y no había un solo
rostro negro entre la multitud.
“Amigos y vecinos”,
les dije: “quiero quitarme un peso de encima. Yo creo en la fraternidad entre
todos los hombres, y no sólo en la de los hombres blancos. Y ustedes estarán
conmigo, si creen en la
Declaración de Derechos y en la Constitución de los Estados Unidos. Todos sabemos que en años recientes la emigración de los negros
del campo a las ciudades se ha acelerado mucho, y que eso se debe a los
linchamientos, palizas y desmanes cometidos por turbas de blancos. Pero desde
que entraron en las grandes ciudades, se les ha hecho muy poco caso, salvo para
obligarlos a vivir en barrios
miserables. Carecen de lo más necesario y no tienen oportunidad de conseguir
empleo. En su calidad de hombres libres, tienen derecho a algo mejor. Algunos
de ustedes no están de acuerdo conmigo, pero deben reconocer que, si empujamos
al negro al abismo de la degradación, el blanco caerá en la abyección junto con
él”.
Obtuve el triunfo
de aquella elección por 8000 votos.
hay muchas cosas
malas en derredor, pero yo pienso que la peor invención del hombre es la
guerra. Todos sufren a causa de ella, y los presidentes no son una excepción.
No sólo los ataca el enemigo, sino también su propios generales.
Ciertamente me vi
en dificultades con uno de ellos: el general Douglas MacArthur. No le entraba
en la cabeza lo dicho por Clemenceau, que fue primer ministro francés durante
la primera guerra mundial: “La guerra es una cuestión demasiado grave para
dejarla en manos de los generales”.
Mis problemas con
MacArthur surgieron inmediatamente después de la rendición de los japoneses.
Siempre tuve el mayor respeto por su habilidad militar, y hasta comprendí el
papel que representaba ante los orientales : el de un dios. Pero él pensaba que
toda nuestra política con Japón debía decidirla él en Tokio, y no dejaba de
hacer declaraciones sobre nuestra política de ocupación sin consultar antes al
gobierno. Debo confesar que, en mi calidad de presidente de los Estados Unidos,
me resultaba sumamente molesto enterarme de lo que estábamos haciendo allá por
los diarios de la mañana.
Durante la guerra
de Corea me pareció que ya había hecho cuanto estaba en mi poder para tratar de
entenderme bien con el general MacAr6thur. Volé incluso con este objeto hasta
la isla de Wake a 26.000
kilómetros de distancia. Al llegar, vi que su avión
volaba sobre la isla esperando que yo descendiera primero. Me informó que tenía
dificultades mecánicas, pero yo sabía bien que estaba representando una
comedia. Por eso ordené a mi piloto que le dijera al suyo que aterrizara
inmediatamente con ese maldito avión, y obedeció. MacArthur me esperaba tocado
con una gorra vieja, gafas contra el sol, pipa y camisa desabrochada.
“General”, le dije, “en realidad me importa un comino lo que piense usted de mí
como Harry Truman, pero sí me importa mucho como Presidente de los Estados
Unidos… porque, ¡maldita sea, eso es precisamente lo que soy!”
MacArthur repuso
que las tropas estarían de vuelta en casa en navidad. Pero no contaba con los
chinos, que atacaron en esa fecha. Hicieron llover el infierno sobre nosotros.
Naturalmente, MacArthur anunció públicamente que los habría derrotado si yo le
hubiera permitido realizar sus planes.
Casi perdimos a
Corea, pero aguantamos, y a la postre pudimos iniciar una contraofensiva con el
Octavo Ejército. Lenta, penosamente, y a costa de muchas vidas, fuimos
avanzando por la península hasta que surgió la perspectiva de un armisticio. Yo
inicié, por intermedio de las Naciones unidas, las negociaciones para concertar
una tregua. MacArthur, no obstante habérsele ordenado repetidas veces que me
consultara antes, hablaba con todos, menos conmigo. Pretendía que se bloqueara
a China continental. Quería bombardear sus centros industriales. En fin, yo no
podía permitir que continuara esa insubordinación. Con ello, habría entregado
las riendas del gobierno civil a los militares, ¡y yo no estaba dispuesto a
hacerlo!
Destituir a
MacArthur me hizo pasar un mal rato. Su problema estribaba en no comprender que
no se enfrentaba a Harry Truman, sino al Presidente de los Estados Unidos.
Jamás entendió la importancia de su actitud desde el punto de vista
constitucional.
Otro de mis
quebraderos de cabeza fue Joseph McCarthy. Naturalmente, yo atacaba a este
lamentable error del Todopoderoso siempre que se presentaba la ocasión, y debía
hacerlo, pues él afirmaba que en mi gobierno había hombres y mujeres con labios
traidores. Y si uno pasa por alto tal enormidad, la democracia simplemente deja
de funcionar. Tenía que vencer a ese hombre de lengua viperina, y deseaba
elegir el lugar : Boston, donde McCarthy era muy popular.
Cuando entré
aquella noche el Symphony Hall, les
aseguro que iba preparado a dar un concierto infernal. “El comunismo”, declaré,
“es una amenaza que todos debemos tener presente, pero que nunca debe hacernos
perder la confianza en nosotros o en los demás. Si hay comunistas en mi
gobierno, serán arrojados de él en cuanto se pruebe que lo son. Pero no serán
despedidos sin pruebas y sin el debido proceso de la ley”.
¿Qué puedo decir
del futuro? No tengo la menor idea al respecto. No soy profeta.
Una cosa diré, sin
embargo : debemos alentar el entusiasmo de la juventud de nuestra nación. Los
jóvenes tienen que sentirse orgullosos de su historia y de sus posibilidades
futuras. Los chicos de las escuelas de segunda enseñanza se portan bien, pero
algunos estudiantes universitarios piensan que lo saben todo, y no me empeño en
convencerlos de que lo que realmente cuenta es lo que se aprende después de
creer saberlo todo.
Y bien, me ha
llegado el momento de abandonar este cargo, este empleo, este honor que ustedes
me han conferido. Uno de los fundadores de nuestra nación, Benjamín Franklin,
se refirió a esta circunstancia con las siguientes palabras : “En una sociedad
libre, los gobernantes son los servidores y el pueblo es su mandante y
soberano. Por tanto, para los primeros, volver a la condición del segundo no
constituye un demérito, sino un ascenso”.
Mi ascenso consiste
en ser un ciudadano más entre ustedes.
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