lunes, 12 de noviembre de 2012

CENICIENTA ESPAÑOLA DE LA ÓPERA. Por Raúl VÁSQUEZ DE PARGA


El fabuloso ascenso de Montserrat Caballé a la cúspide de la ópera se sustenta en una férrea voluntad y en un inextinguible anhelo de la perfección.
                                                CUANDO se refieren a la soprano Montserrat Caballé, los críticos musicales no escatiman la más florida prosa. En la ciudad de México su voz era “como un sol”; en Buenos Aires, “como un rubí en el centro del escenario”; en Nueva York, “una rosa carmesí”. Y un crítico de Vancouver escribió : “¿Ha sentido usted alguna vez un éxtasis musical tan intenso que le hiciera pensar en quedarse para siempre con un temblor en la espina dorsal? Ese efecto produce Montserrat Caballé.
   Rolliza, afable, Montserrat Caballé es actualmente una de las estrellas de primera magnitud de la ópera, En 1967 inauguró la temporada de la prestigiosa Compañía Metropolitana de Ópera de Nueva York. Tiene firmados contratos con teatros de ópera de ciudades tan distantes entre sí como Tokio y Moscú. Canta anualmente en unas 90 representaciones operísticas y en 30 conciertos, y sus discos son siempre un gran acontecimiento musical.
   Juan Antonio Pamias, director general y empresario del Gran Teatro del Liceo, en Barcelona, ciudad natal de Montserrat, afirma : “Es la más excelsa y bella voz española del siglo. En cuanto a técnica vocal, se puede considerar la mejor del mundo. Algunos cantantes sobresalen en ciertos papeles; ella descuella en todos”.
   En diciembre de 1965 la Asociación Norteamericana de Ópera recurrió a Monserrat para poner en escena la casi desconocida ópera de Donizetti Roberto Devereux, extenuante pieza que impone a los intérpretes un aria tras otra, y que la mayoría de los cantantes eluden como el veneno. En la versión de concierto de esta obra, sin escenografía ni atuendo de época, la soprano electrizó al público neoyorquino. He aquí la crónica de Time : “Al terminar el segundo acto demostró tener la pasta de las grandes prima donnas; sostuvo la aguda nota final más tiempo que nadie y, con gesto de estupenda arrogancia, salió de la escena cantando aún con toda su potencia”.
   El objeto de tantos halagos es una guapa mujer de ojos negros, devorada por una inefable pasión por la música. Domina un extraordinario repertorio de 85 óperas y es capaz de aprenderse una partitura en menos de una semana. Impulsada por el afán de contribuir a la revitalización de la ópera, recorre los grandes museos del mundo revolviendo papeles viejos en busca de composiciones olvidadas. Ha rescatado obras de Donizetti, Bellini, Rossini y otros maestros, que espera representar y grabar en discos en un futuro próximo.
   La fama no llega fácilmente a los cantantes de ópera. Pero el ascenso de Monserrat hacia la cúspide rivalizaría con el de la Cenicienta. Nació el 12 de abril de 1933, con dos vueltas del cordón umbilical enrolladas al cuello, por lo cual faltó poco para que se asfixiara. Durante varias horas la niña estuvo amoratada por falta de oxígeno. Mientras los médicos luchaban  para salvarle la vida, su madre la bautizó con el nombre que lleva en honor de la Virgen de Monserrat, patrona de Cataluña.
   La Caballé está convencida de que nació para cantar. A los cinco años de edad gorjeaba al unísono con los discos de su padre, Carlos, químico industrial y gran aficionado a la ópera, que la llevó al Teatro del Liceo a la edad de ocho a ver su primera obra : Aída. En ese mismo año empezó a tomar lecciones de piano en y solfeo en el Conservatorio del Liceo.
   Aprendió y cantó algunas arias de ópera en la intimidad del hogar, pero en el programa de estudios del Conservatorio no hubo lecciones de canto hasta que la jovencita cumplió 14 años. Entonces las incorporó alegremente a su paln de studios, ya atiborrado de asignaturas. Asistía a la escuela pública por la mañana, y después, de las 3 de la tarde a las 9 de la noche, se encerraba en el Conservatorio. Muchas veces se abismaba tanto en sus ejercicios de dicción que el guarda nocturno la amenazaba con apagar la luz.
    En el verano de 1949 se produjo en su casa una crisis que estuvo a punto de interrumpir definitivamente su carrera. Carlos Caballé tuvo que dejar el trabajo a causa de una enfermedad cardiaca. Su mujer se puso  a reparar medias y fue el único proveedor de la familia, en la que se contaba también el hermano menor de Monserrat, Carlos. “No podía seguir estudiando”, relata la soprano. “Mi familia pasaba hambre, así que decidí ponerme a trabajar”.
   Alarmados ante la amenaza de perder un talento tan prometedor, los maestros del Conservatorio instaron a Monserrat a que acudiera a José Antonio Bertrán, millonario barcelonés y conocido aficionado a la ópera.
   -No pareces muy fuerte –dijo Bertrán a la frágil y flacucha jovencita.
   -Necesita comer –replicó la madre-. No podemos alimentarla bien
   Bertrán ofreció pagar todos los gastos de sostenimiento y los estudios de la muchacha, pero en realidad hizo mucho más, y no sólo fue un bienhechor, sino un amigo íntimo de la familia. Envió los mejores médicos al padre de Monserrat y le consiguió un empleo que no requería mucho esfuerzo físico. La primera Navidad pasada al amparo del millonario fue la más emocionante en la vida de la joven. “Llegó un chofer a casa con enormes canastas repletas de jamones, fruta, vinos y turrones”, recuerda. “Fue la primera vez en muchos años que disfrutamos de una cena especial de nochebuena. ¡Como un cuento de hadas!
   Al graduarse en el conservatorio en 1954, premiaron a Monserrat con la Medalla de Oro de la escuela, el más alto galardón que la ciudad de Barcelona otorga a los cantantes. Pasó tres años más estudiando con maestros particulares, todavía con el patrocinio de Bertrán, y luego marcho a Roma con la esperanza d hacerse cantante profesional. Tras una audición un representante pontificó. “Vuelve a casa y dedícate a la cocina. No sirves para cantar”. La soprano salió de la sala de audiciones bañada en lágrimas, y quedó tan abatida que tuvo que permanecer en cama durante dos semanas.
   A continuación fue a probar suerte en Basilea (Suiza), donde se le quebró la voz en la frase culminante del aria Vissi d´arte, de la ópera Tosca. El incidente no influyó en el representante local de artistas, que sabía reconocer una buena voz, y le consiguió un contrato de tres años con la Ópera de Basilea. En 1957 Monserrat se presentó ante el público en Basilea, en el papel de Mimí, de La Bohème, y en el curso de los seis años siguientes –en que tuvo contratos con la Ópera de Bremen (Alemania), y cantó en otros muchos escenarios- se convirtió en una de las más solicitadas sopranos de Europa.
   Durante todo ese tiempo la acompañaron la madre, el padre y el hermano. “Sin ellos hubiera muerto de nostalgia”, confiesa la soprano. Volvió a Barcelona en la Navidad de 1962 para ensayar su inminente presentación en el Liceo, en el siguiente mes de enero, con Arabella de Strauss. “Esa presentación fue un enorme triunfo personal para mí”, relata. Y agrega : “El público de mi ciudad natal me aceptó”.
   Pero aquella no constituyó su noche más emotiva. Meses después, hizo el papel de Cio-cio-san en Madame Butterfly, al lado de un apuesto tenor, Bernabé Martí, que hacía el del teniente Pinkerton. “En el primer acto me besó con tal pasión que el resto de la noche no supe más de mí”, declara. En agosto de 1964 ella y Bernabé contrajeron matrimonio. “Creo ser la primera Cio-cio-san que se casa con su Pinkerton”, comenta.
   Aparte de la noche del beso de Bernabé, su interpretación más memorable fue el 20 de abril de 1965, en el Carnegie Hall de Nueva York. Llamaron apresuradamente a Monserrat para que sustituyera a la mezzosoprano Marilyn Horne, que debió renunciar al papel de Lucrezia Borgia por estar encinta. La española ensayó en su casa el difícil papel durante cuatro días, al cabo de los cuales consideró que podría representarlo bien ante los exigentes neoyorquinos.
   El éxito que obtuvo en esa ocasión es ya legendario en Nueva York. Al terminar la primera aria aquella soprano virtualmente desconocida, el público interrumpió la función durante cinco minutos con sus vítores y aplausos. A partir de ese momento fue objeto de una ovación tras otra.
   La fama internacional de Monserrat subió como espuma de la noche a la mañana. Pero una cantante no puede dormirse en sus laureles. “Su capacidad de trabajo es pasmosa”, cuenta  Miguel Zanetti, el pianista español que la acompaña en los conciertos. “En cierta ocasión fui a recibirla al aeropuerto, al cabo de varias semanas de gira agotadora; la acompañé al hotel, y en diez minutos ya estaba junto a mi piano pidiéndome que ensayáramos”.
   La soprano se preocupa obsesivamente hasta por los más nimios detalles de sus representaciones. Para preparar la parte de Cio-cio-san pidió a un japonés amigo suyo centenares de diapositivas de geishas en diferentes actitudes. Su Aída del Liceo fue la culminación de un año de investigaciones personales. Después de leer varios tratados de etnografía, decidió que Aída, esclava Abisinia en la corte egipcia, debía tener un color negro dorado. Se probó centenares de maquillajes faciales de París. Londres y Nueva York, pero a la postre halló lo que buscaba en una reservación de indios cheroquíes cerca de Asheville, en el Estado norteamericano de Carolina del Norte. Por último trazó a lápiz unos bosquejos de los tres trajes de Aída para su sastre de Barcelona, Jorge Suriñá, quien pasó semanas en busca de los tonos de anaranjado, rojo y azul que había indicado la diva.
   “¡Jorge es maravilloso!” exclama la artista. “Me hace aparecer diez kilos más delgada”. Esta ilusoria pérdida de peso es todo cuanto Monserrat se permite en su figura. “No quiero dietas”, asegura jovialmente mientras se da palmaditas en la gruesa cintura. “Son demasiados los cantantes que han perdido la voz por querer perder peso. Yo como con la conciencia tranquila”. Sin embargo, reconoce que su silueta la descorazonaba mucho cuando empezó a salir con Bernabé. “Solía detestar los espejos”, recuerda. Pero el tenor insistió en que comiera cuanto quisiera. “Antes de conocer a Monserrat”, explica éste, “prefería a la chicas delgadas. Ahora, en cambio, me gustan gordas”.
   La cantante asegura que, si no fuera por su marido, no pasaría tanto tiempo lejos de su país. Él ha renunciado virtualmente a su propia carrera y sólo canta cuando el agente de ambos obtiene un doble contrato para una misma producción. Sin embargo, ella sigue telefoneando todas las noches a su madre, a su padre y a sus dos hijos (Monserrat,  de dos años, y Bernabé de siete) desde cualquier sitio en que se encuentre.
   Tras los modales habitualmente tranquilos de la soprano arde en rescoldo el fogoso temperamento que distingue a la mayoría de las divas. El 22 de enero de 1971, en una representación del Il Trovatore, en Niza, el público empezó a abuchear al tenor que cantaba con ella. El cantante perdió la serenidad a tal punto que siguió cometiendo errores, lo cual acreció la rechifla. De pronto Monserrat calló a la orquesta, avanzó hasta el frente del escenario y preguntó en voz alta : “¿Quieren ustedes que cantemos?” El público, que al principio había enmudecido estupefacto, empezó a aplaudir. La ópera prosiguió y el tenor lo hizo tan bien que al final la gente se puso en pie para aplaudirlo.
   La española proyecta retirarse dentro de unos cinco años. “Quiero dejar la escena con dignidad ; con la voz todavía intacta”, declara. “No hay nada más triste que una diva decadente”. Ama su carrera, pero suspira por el día “en que puede estar en casa tranquilamente con los suyos”.
   Y aconseja a quienes se inician en el canto de ópera: “Ten fe ciega en lo que quieres lograr ; esa fe te dará la fuerza necesaria para alcanzarlo”. Y sin duda alguna esta filosofía ha sido fecunda para Monserrat Caballé.

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