El fabuloso ascenso de
Montserrat Caballé a la cúspide de la ópera se sustenta en una férrea voluntad
y en un inextinguible anhelo de la perfección.
CUANDO se refieren a la soprano Montserrat Caballé, los
críticos musicales no escatiman la más florida prosa. En la ciudad de México su
voz era “como un sol”; en Buenos Aires, “como un rubí en el centro del
escenario”; en Nueva York, “una rosa carmesí”. Y un crítico de Vancouver
escribió : “¿Ha sentido usted alguna vez un éxtasis musical tan intenso que le
hiciera pensar en quedarse para siempre con un temblor en la espina dorsal? Ese
efecto produce Montserrat Caballé.
Rolliza, afable,
Montserrat Caballé es actualmente una de las estrellas de primera magnitud de
la ópera, En 1967 inauguró la temporada de la prestigiosa Compañía
Metropolitana de Ópera de Nueva York. Tiene firmados contratos con teatros de
ópera de ciudades tan distantes entre sí como Tokio y Moscú. Canta anualmente
en unas 90 representaciones operísticas y en 30 conciertos, y sus discos son
siempre un gran acontecimiento musical.
Juan Antonio
Pamias, director general y empresario del Gran Teatro del Liceo, en Barcelona,
ciudad natal de Montserrat, afirma : “Es la más excelsa y bella voz española
del siglo. En cuanto a técnica vocal, se puede considerar la mejor del mundo.
Algunos cantantes sobresalen en ciertos papeles; ella descuella en todos”.
En diciembre de
1965 la Asociación
Norteamericana de Ópera recurrió a Monserrat para poner en
escena la casi desconocida ópera de Donizetti Roberto Devereux, extenuante pieza que impone a los intérpretes un
aria tras otra, y que la mayoría de los cantantes eluden como el veneno. En la
versión de concierto de esta obra, sin escenografía ni atuendo de época, la
soprano electrizó al público neoyorquino. He aquí la crónica de Time : “Al terminar el segundo acto
demostró tener la pasta de las grandes prima
donnas; sostuvo la aguda nota final más tiempo que nadie y, con gesto de
estupenda arrogancia, salió de la escena cantando aún con toda su potencia”.
El objeto de tantos
halagos es una guapa mujer de ojos negros, devorada por una inefable pasión por
la música. Domina un extraordinario repertorio de 85 óperas y es capaz de
aprenderse una partitura en menos de una semana. Impulsada por el afán de
contribuir a la revitalización de la ópera, recorre los grandes museos del
mundo revolviendo papeles viejos en busca de composiciones olvidadas. Ha
rescatado obras de Donizetti, Bellini, Rossini y otros maestros, que espera
representar y grabar en discos en un futuro próximo.
La fama no llega
fácilmente a los cantantes de ópera. Pero el ascenso de Monserrat hacia la
cúspide rivalizaría con el de la Cenicienta.
Nació el 12 de abril de 1933, con dos vueltas del cordón
umbilical enrolladas al cuello, por lo cual faltó poco para que se asfixiara.
Durante varias horas la niña estuvo amoratada por falta de oxígeno. Mientras
los médicos luchaban para salvarle la
vida, su madre la bautizó con el nombre que lleva en honor de la Virgen de Monserrat,
patrona de Cataluña.
Aprendió y cantó
algunas arias de ópera en la intimidad del hogar, pero en el programa de estudios
del Conservatorio no hubo lecciones de canto hasta que la jovencita cumplió 14
años. Entonces las incorporó alegremente a su paln de studios, ya atiborrado de
asignaturas. Asistía a la escuela pública por la mañana, y después, de las 3 de
la tarde a las 9 de la noche, se encerraba en el Conservatorio. Muchas veces se
abismaba tanto en sus ejercicios de dicción que el guarda nocturno la amenazaba
con apagar la luz.
En el verano de
1949 se produjo en su casa una crisis que estuvo a punto de interrumpir
definitivamente su carrera. Carlos Caballé tuvo que dejar el trabajo a causa de
una enfermedad cardiaca. Su mujer se puso
a reparar medias y fue el único proveedor de la familia, en la que se
contaba también el hermano menor de Monserrat, Carlos. “No podía seguir
estudiando”, relata la soprano. “Mi familia pasaba hambre, así que decidí
ponerme a trabajar”.
Alarmados ante la
amenaza de perder un talento tan prometedor, los maestros del Conservatorio
instaron a Monserrat a que acudiera a José Antonio Bertrán, millonario barcelonés
y conocido aficionado a la ópera.
-No pareces muy
fuerte –dijo Bertrán a la frágil y flacucha jovencita.
-Necesita comer
–replicó la madre-. No podemos alimentarla bien
Bertrán ofreció
pagar todos los gastos de sostenimiento y los estudios de la muchacha, pero en
realidad hizo mucho más, y no sólo fue un bienhechor, sino un amigo íntimo de
la familia. Envió los mejores médicos al padre de Monserrat y le consiguió un
empleo que no requería mucho esfuerzo físico. La primera Navidad pasada al
amparo del millonario fue la más emocionante en la vida de la joven. “Llegó un
chofer a casa con enormes canastas repletas de jamones, fruta, vinos y
turrones”, recuerda. “Fue la primera vez en muchos años que disfrutamos de una
cena especial de nochebuena. ¡Como un cuento de hadas!
Al graduarse en el
conservatorio en 1954, premiaron a Monserrat con la Medalla de Oro de la
escuela, el más alto galardón que la ciudad de Barcelona otorga a los
cantantes. Pasó tres años más estudiando con maestros particulares, todavía con
el patrocinio de Bertrán, y luego marcho a Roma con la esperanza d hacerse
cantante profesional. Tras una audición un representante pontificó. “Vuelve a
casa y dedícate a la cocina. No sirves para cantar”. La soprano salió de la
sala de audiciones bañada en lágrimas, y quedó tan abatida que tuvo que
permanecer en cama durante dos semanas.
A continuación fue
a probar suerte en Basilea (Suiza), donde se le quebró la voz en la frase
culminante del aria Vissi d´arte, de
la ópera Tosca. El incidente no
influyó en el representante local de artistas, que sabía reconocer una buena
voz, y le consiguió un contrato de tres años con la Ópera de Basilea. En 1957
Monserrat se presentó ante el público en Basilea, en el papel de Mimí, de La Bohème , y en el curso de los seis años
siguientes –en que tuvo contratos con la Ópera de Bremen (Alemania), y cantó en
otros muchos escenarios- se convirtió en una de las más solicitadas sopranos de
Europa.
Durante todo ese
tiempo la acompañaron la madre, el padre y el hermano. “Sin ellos hubiera
muerto de nostalgia”, confiesa la soprano. Volvió a Barcelona en la Navidad de 1962 para
ensayar su inminente presentación en el Liceo, en el siguiente mes de enero,
con Arabella de Strauss. “Esa presentación
fue un enorme triunfo personal para mí”, relata. Y agrega : “El público de mi
ciudad natal me aceptó”.
Pero aquella no
constituyó su noche más emotiva. Meses después, hizo el papel de Cio-cio-san en
Madame Butterfly, al lado de un
apuesto tenor, Bernabé Martí, que hacía el del teniente Pinkerton. “En el
primer acto me besó con tal pasión que el resto de la noche no supe más de mí”,
declara. En agosto de 1964 ella y Bernabé contrajeron matrimonio. “Creo ser la
primera Cio-cio-san que se casa con su Pinkerton”, comenta.
Aparte de la noche
del beso de Bernabé, su interpretación más memorable fue el 20 de abril de
1965, en el Carnegie Hall de Nueva York. Llamaron apresuradamente a Monserrat
para que sustituyera a la mezzosoprano Marilyn Horne, que debió renunciar al
papel de Lucrezia Borgia por estar
encinta. La española ensayó en su casa el difícil papel durante cuatro días, al
cabo de los cuales consideró que podría representarlo bien ante los exigentes
neoyorquinos.
El éxito que obtuvo
en esa ocasión es ya legendario en Nueva York. Al terminar la primera aria
aquella soprano virtualmente desconocida, el público interrumpió la función
durante cinco minutos con sus vítores y aplausos. A partir de ese momento fue
objeto de una ovación tras otra.
La fama internacional de Monserrat subió como
espuma de la noche a la mañana. Pero una cantante no puede dormirse en sus
laureles. “Su capacidad de trabajo es pasmosa”, cuenta Miguel Zanetti, el pianista español que la
acompaña en los conciertos. “En cierta ocasión fui a recibirla al aeropuerto,
al cabo de varias semanas de gira agotadora; la acompañé al hotel, y en diez
minutos ya estaba junto a mi piano pidiéndome que ensayáramos”.
La soprano se
preocupa obsesivamente hasta por los más nimios detalles de sus
representaciones. Para preparar la parte de Cio-cio-san pidió a un japonés
amigo suyo centenares de diapositivas de geishas
en diferentes actitudes. Su Aída del
Liceo fue la culminación de un año de investigaciones personales. Después de
leer varios tratados de etnografía, decidió que Aída, esclava Abisinia en la
corte egipcia, debía tener un color negro dorado. Se probó centenares de
maquillajes faciales de París. Londres y Nueva York, pero a la postre halló lo
que buscaba en una reservación de indios cheroquíes cerca de Asheville, en el
Estado norteamericano de Carolina del Norte. Por último trazó a lápiz unos
bosquejos de los tres trajes de Aída para su sastre de Barcelona, Jorge Suriñá,
quien pasó semanas en busca de los tonos de anaranjado, rojo y azul que había
indicado la diva.
“¡Jorge es
maravilloso!” exclama la artista. “Me hace aparecer diez kilos más delgada”.
Esta ilusoria pérdida de peso es todo cuanto Monserrat se permite en su figura.
“No quiero dietas”, asegura jovialmente mientras se da palmaditas en la gruesa
cintura. “Son demasiados los cantantes que han perdido la voz por querer perder
peso. Yo como con la conciencia tranquila”. Sin embargo, reconoce que su
silueta la descorazonaba mucho cuando empezó a salir con Bernabé. “Solía
detestar los espejos”, recuerda. Pero el tenor insistió en que comiera cuanto
quisiera. “Antes de conocer a Monserrat”, explica éste, “prefería a la chicas
delgadas. Ahora, en cambio, me gustan gordas”.
La cantante asegura
que, si no fuera por su marido, no pasaría tanto tiempo lejos de su país. Él ha
renunciado virtualmente a su propia carrera y sólo canta cuando el agente de
ambos obtiene un doble contrato para una misma producción. Sin embargo, ella
sigue telefoneando todas las noches a su madre, a su padre y a sus dos hijos
(Monserrat, de dos años, y Bernabé de
siete) desde cualquier sitio en que se encuentre.
Tras los modales
habitualmente tranquilos de la soprano arde en rescoldo el fogoso temperamento
que distingue a la mayoría de las divas. El 22 de enero de 1971, en una
representación del Il Trovatore, en
Niza, el público empezó a abuchear al tenor que cantaba con ella. El cantante
perdió la serenidad a tal punto que siguió cometiendo errores, lo cual acreció
la rechifla. De pronto Monserrat calló a la orquesta, avanzó hasta el frente
del escenario y preguntó en voz alta : “¿Quieren ustedes que cantemos?” El
público, que al principio había enmudecido estupefacto, empezó a aplaudir. La
ópera prosiguió y el tenor lo hizo tan bien que al final la gente se puso en
pie para aplaudirlo.
La española
proyecta retirarse dentro de unos cinco años. “Quiero dejar la escena con
dignidad ; con la voz todavía intacta”, declara. “No hay nada más triste que una
diva decadente”. Ama su carrera, pero suspira por el día “en que puede estar en
casa tranquilamente con los suyos”.
Y aconseja a
quienes se inician en el canto de ópera: “Ten fe ciega en lo que quieres
lograr ; esa fe te dará la fuerza necesaria para alcanzarlo”. Y sin duda alguna
esta filosofía ha sido fecunda para Monserrat Caballé.
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