martes, 27 de noviembre de 2012

ALBERTO DURERO, PINTOR DE LA CREACIÓN. Por Ernest HAUSER


Durero, uno de los artistas más multiformes de todos
los tiempos, llegó a la conclusión de que “nadie,
sino Dios, puede decir qué es la belleza”.
   En mayo de 1966 se descubrieron accidentalmente, en una casa de Nueva York, dos retratos pequeños pintados por Alberto Durero : los habían adquirido por 500 dólares y hoy están valorados en un millón. La noticia causó sensación, especialmente en Alemania. Se puede decir que los alemanes crecen en contacto con el arte de Durero. Casi no hay sala donde no cuelgue una reproducción de su famoso Lebratillo, su estudio de las Manos de apóstol en oración, o alguna de sus escenas de la Biblia. Hay imágenes suyas que incluso adornan el papel moneda de Alemania. Figura señera del Renacimiento, ocupa un lugar entre los más grandes artistas europeos de todos los tiempos.
  
 La historia de Durero es la de un incesante busca de perfección. Una vez cabalgó de Venecia a Bolonia –largo y azaroso viaje en aquel entonces-, porque alguien le había dicho que en esta última ciudad encontraría quien pudiera enseñarle el secreto de la perspectiva. En otra ocasión se dio a importunar a un artista italiano con inclinaciones científicas para que le enseñara a construir por medios geométricos una figura humana perfecta. Como el artista no le dijera nada, quizá porque nada sabía, Durero empezó a investigar por cuenta propia, y por último logró diseñar un cuerpo humano con curvas y rectas, sirviéndose de reglas y compás. Publicó un tratado ilustrado de las proporciones humanas e inventó una máquina para dibujar una perspectiva correcta por medios mecánicos.

   Su padre, orfebre, había emigrado de Hungría para establecerse en Nuremberg. Alberto nació en el mes de mayo de 1471, tercero de 18 hijos. Después de asistir algunos años a la escuela parroquial, ingresó en el taller paterno y aprendió a manejar los exigentes instrumentos del joyero. Sin embargo, al poco tiempo, las extraordinarias dotes artísticas del chico persuadieron al padre a colocarlo como aprendiz con el pintor principal de la ciudad. Después, a los 18 años, Alberto se echó la alforja al hombro y emprendió camino hacia la Renania, a vivir sus años errabundos.

   Cuando hubo gastado el poco dinero que llevaba en el bolsillo, se empleó con editores e impresores. Sus ilustraciones para libros le ganaron fama de hábil dibujante.

   Cuatro años más tarde Durero volvió a Nuremberg, ya en aquel tiempo ciudad rica, culta y extraordinariamente activa. Y sin embargo, los pintores que ejercían en ella –todos alemanes-, insistían en cultivar un tosco y casi gélido estilo medieval. En Italia, el Renacimiento estaba en plena floración, pero los Alpes, como una muralla de hielo, impedían el soplo de la brisa austral. En 1494 Durero, entonces de 23 años, saltó la barrera.

   Al igual que Cristóbal Colón dos años antes, Durero descubrió un nuevo mundo. Con las pupilas centelleantes, el joven alemán recorrió las marmóreas calles de la marinera Venecia, con el cuaderno de apuntes siempre a la mano. Lo que vio en los estudios le produjo asombro. Ahí brillaban suntuosos colores. Había ahí auténticas figuras humanas que se movían por el espacio como sostenidas por un torrente de aire. Poco a poco se poseyó Durero del “revolucionario” modo de ver y pintar de los italianos. Su propio arte no volvería a ser el mismo.

   Era una época de progreso irresistible. De vuelta en su ciudad natal, Durero quedó seducido con las nuevas técnicas del blanco y negro en la xilografía y el grabado. volcando su genio en el nuevo medio, pronto se convirtió en el primer artista gráfico del mundo e hizo de su firma (una A, grande y bajo ésta una D) una de las extraordinarias marcas en la historia del arte.

   Sus temas abarcaban desde lo sublime hasta lo ridículo. Cuando en una granja nació un cerdo con ocho patas, hizo un grabado del fenómeno y lo vendió muy bien. Mientras tanto, sus xilografías del Apocalipsis, aparecidas cuando tenía 27 años, difundieron su fama. Los artistas de todas partes se inspirarían en aquellas vigorosas composiciones.

   Casi siempre con el cuaderno a la mano, Durero se solía detener para dibujar una flor o un hierbajo, o extraía cuidadosamente del suelo un terrón, con toda su microscópica selva, para dibujarlo amorosamente en casa. Sus minuciosos y encantadores  estudios de flores silvestres y hojas de hierba –nunca hasta entonces considerados objetos dignos de particular atención por un artista de Occidente- muestran a estas criaturas con sencilla devoción, como parte de la Creación divina.

   Durero llegó a ser el más importante retratista alemán, e inmortalizó a los poderosos en una serie de imágenes que constituyen un Quién es quién de una época recia y viril. Era tan proteico su genio que el emperador alemán Maximiliano I le pagó un sueldo anual por una serie de tareas muy diversas, como ilustrar su devocionario, diseñar armaduras, decorar un arco de triunfo.
  
 Durero murió en 1528, víctima del paludismo. “Qué sea la belleza, lo ignoro”, escribió al fin de su vida. “Nadie puede saberlo, sino Dios”.

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