A causa de la contracción económica provocada por la crisis financiera actual,
el número de hambrientos ha saltado, según la FAO, de 860 millones a 1.200
millones. Tal hecho perverso impone un desafío ético y político. ¿Cómo atender
las necesidades vitales de estos millones y millones de personas?
Históricamente
este desafío siempre ha sido grande, pues la necesidad de satisfacer las
demandas de alimento nunca ha podido ser plenamente atendida, sea por razones de
clima, de fertilidad de los suelos o de desorganización social. A excepción de
la primera fase del paleolítico cuando había poca población y superabundancia de
medios de vida, siempre ha habido hambre en la historia. La distribución de
alimentos ha sido casi siempre desigual.
El flagelo del
hambre no es propiamente un problema técnico. Existen técnicas de producción de
extraordinaria eficacia. La producción de alimentos es superior al crecimiento
de la población mundial, pero están pésimamente distribuidos. El 20% de la
humanidad dispone para su disfrute del 80% de los medios de vida. El 80% de la
humanidad debe contentarse con solo el 20% de ellos. Aquí reside la
injusticia.
Lo que ocasiona
esta situación perversa es la falta de sensibilidad ética de los seres humanos
hacia sus semejantes. Es como si hubiésemos olvidado totalmente nuestros
orígenes ancestrales de la cooperación originaria que nos permitió ser
humanos.
Este déficit de
humanidad resulta de un tipo de sociedad que privilegia al individuo sobre la
sociedad, valora más la apropiación privada que la coparticipación solidaria,
más la competición que la cooperación, que da más centralidad a los valores
ligados a lo masculino (en el hombre y en la mujer) como la racionalidad, el
poder, el uso de la fuerza, que a los valores ligados a lo femenino (también en
el hombre y en la mujer) como la sensibilidad hacia los procesos de la vida, el
cuidado y la disposición a la cooperación.
Como se deduce,
la ética vigente es egoísta y excluyente. No se pone al servicio de la vida de
todos y de su necesario cuidado, sino que está al servicio de los intereses de
algunos individuos o grupos con exclusión de otros.
En la raíz del
flagelo del hambre hay una inhumanidad básica. Si no se fortalece una ética de
la solidaridad, del cuidado de unos a otros no habrá modo de superarla.
Es importante
considerar que el desastre humano del hambre es también de orden político. La
política tiene que ver con la organización de la sociedad, con el ejercicio del
poder y con el bien común. Desde hace siglos en Occidente, y hoy de manera
globalizada, el poder político es rehén del poder económico, articulado en la
forma capitalista de producción. La ganancia no es democratizada en beneficio de
todos, sino privatizada por aquellos que detentan el tener, el poder y el saber;
sólo secundariamente beneficia a los demás. Por tanto, el poder político no
sirve al bien común, crea desigualdades que representan una real injusticia
social, y hoy mundial. A consecuencia de esto, para millones y millones de
personas apenas sobran las migajas que no dan para cubrir sus necesidades
vitales. O simplemente mueren como consecuencia de las enfermedades derivadas
del hambre, en su mayoría criaturas inocentes.
Si no se
produce una inversión de valores, si no se instaurara una economía sometida a la
política y una política orientada por la ética y una ética inspirada en una
solidaridad básica no habrá posibilidad de solución para el hambre y la
subnutrición mundial. Gritos desgarradores de millones de hambrientos suben
continuamente a los cielos sin que vengan respuestas eficaces de parte alguna y
hagan callar ese clamor.
Por último, hay
que reconocer que el hambre resulta también del desconocimiento de la función de
las mujeres en la agricultura. Según la evaluación de la FAO ellas son las que
producen gran parte de lo que se consume en el mundo : el 80% – 98% en el África
subsahariana, el 50% – 80% en Asia y el 30% en Europa central y del este. No
habrá seguridad alimentaria sin mujeres agricultoras, si no se les da más poder
de decisión sobre los destinos de la vida en la Tierra. Ellas representan el 60%
de la humanidad. Por su naturaleza de mujeres están más ligadas a la vida y a su
reproducción. Es absolutamente inaceptable que por el hecho de ser mujeres se
les nieguen los títulos de propiedad de tierras y el acceso a los créditos y a
otros bienes culturales. Sus derechos reproductivos tampoco son reconocidos y se
les impide el acceso a los conocimientos técnicos concernientes a la mejora de
la producción de alimentos.
Sin estas
medidas sigue siendo válida la crítica de Gandhi: «el hambre es un insulto;
envilece, deshumaniza y destruye el cuerpo y el espíritu… si no la propia alma ;
es la forma de violencia más asesina que existe».
- Leonardo BOFF / 2-Noviembre-12
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