Novelista, ensayista,
poeta, periodista, orador y hombre de ingenio, G. K. Chesterton sólo pedía que
lo escucharan…, cosa que un mundo encantado no ha dejado de hacer desde
entonces.
INTRIGADO por los constantes
saludos y sonrisas de los transeúntes con quienes se cruzaban, un visitante
forastero, en el Londres de la época de Eduardo VII, se volvió hacia su
gigantesco acompañante y comentó :
-Todo el mundo parece conocerle a usted.
El hombrón se acomodó bien en la nariz los deslizantes
quevedos, pegó en el suelo con el bastón-espada que empuñaba siempre, y asintió
:
-Sí… Y si no me conocen preguntan quién soy.
Gilbert Keith Chesterton habría
destacado entre la multitud en cualquier momento de la historia. Con más de 1,83 metros de
estatura, sobrepasaba los 127 kilos de peso. Cuando estaba de moda el pelo corto, él lo
llevaba largo y suelto. No faltaba en su atavío de todos los días un sombrero
de ala ancha y una capa de amplio vuelo que le daban aire de espadachín.
Famoso por su
ingenio, sonreía al oír que se referían a su voluminosa persona como a “un tipo
de gran empaque”. Pero la grandeza de Chesterton distaba mucho de ser meramente
física.
Para el común de
las personas, G. K. (estas iniciales bastaban para identificarlo al instante)
fue un periodista ingenioso y cáustico, y después un brillante comentarista de
radio. Los políticos lo toleraban como una molesta espina clavada en la carne.
Los amantes de la literatura lo aclamaron como autor de unos 90 libros. Los
lectores de poesía lo consideraron un poeta sobresaliente y aun quienes no
gustaban de ella se regocijaban con su improvisados epigramas. Entre la gente
que nunca leyó un solo verso suyo, se hizo famoso por sus novelas policiacas
que protagoniza el “Padre Brown”.
Los barqueros de
los canales sabían que él había ayudado a derrotar a los legisladores que
quisieron quitarles los hijos a quienes vivían permanentemente en las barcazas.
Los católicos de habla inglesa lo acogieron como a uno de los más importantes
conversos. Y sus amigos lo querían por bullicioso, amable y ocurrente. Cierta
vez escribió una comedia para que un conocido suyo, cesante, se la propusiera a
un gerente de teatro y éste lo empleara en la producción de la obra.
G. K siempre tenía
a flor de labios la frase apropiada en el momento oportuno. Cuando le preguntaron qué libro llevaría
consigo a una isla desierta, respondió : “Un manual de construcción de barcos”.
Sus agudezas aplastaban a los impertinentes. Durante la primera guerra mundial se subió a
hablar en una plataforma, pues los médicos lo habían rechazado para el
servicio, incluso como agente de la policía militar. Una mujer le gritó:
-¿Por qué no ha salido usted al frente?
Chesterton se miró el abdomen:
-Si quiere tomarse el trabajo de dar una vuelta en torno
mío, señora, verá qué salido estoy.
Autor de miles de ensayos y artículos
escribió en trenes, autobuses, salones de té y hasta en la calle, apoyando el
papel en alguna pared. Nunca se detuvo a comprobar un dato, pues prefería
confiar en su memoria, y jamás hizo copias de sus escritos : no tenía tiempo
para colocar las hojas de papel carbón. Si se perdía un original, podía volver
a escribirlo al instante.
Unos amigos suyos
temblaron al encontrarlo aplicando la técnica de escribir a vuela pluma a la
composición de un libro sobre Santo Tomás de Aquino, el teólogo medieval cuya
vida y obra habían sido, en el trascurso de los siglos, objeto de concienzudos
tratados escolásticos. Chesterton impávido, cruzó a grandes zancadas el estudio
de su casa de Beaconsfield, en Buckinghamshire, y dictó la mitad de su libro a
impulso de su inspiración. Entonces, a pesar de ser quien era, sintió la
necesidad de consultar algunas autoridades, y pidió a su secretaria que le
consiguiera algunos libros.
-¿Qué clase de libros? le preguntó la muchacha.
Chesterton se encogió de hombros y respondió :
-Los que usted quiera.
Con la ayuda de un
sacerdote, la secretaria logró que le prestaran un rimero de libros sobre Tomás
de Aquino y los colocó delante de su jefe. Él, que podía absorber el contenido
de un libro “como una aspiradora”, según decía un asombrado amigo suyo, hojeó a
toda prisa los volúmenes, los apartó con decisión y terminó su dictado sin
siquiera consultarlos de nuevo una sola vez. Cuando apareció su obra Santo Tomás de Aquino, Etienne Gilson,
distinguido profesor de filosofía, exclamó : “Chesterton es desesperante. He
estudiado a Santo Tomás de Aquino toda mi vida, y nunca podría haber escrito yo
un libro como el suyo. Sólo un genio es capaz de esta hazaña”.
A pesar de los
constantes elogios, el escritor nunca perdió su profunda humildad. Entre sus novelas figuran dos obras
maestras de la ficción : The Man Who Was
Thursday (“El hombre que fue jueves”) y The
Napoleon of Notting Hill (“El Napoleón of Notting Hill”) ; en ambas
anuncia, decenios antes Aldous Huxley y George Orwell la creciente amenaza de
un “Hermano Mayor” en un Estado todopoderoso. Sin embargo, él se calificaba a
sí mismo de “periodista” ; nunca de “escritor”.
Durante más de 30
años se lo disputaban como conferenciante y polemista, tanto en Europa como en
Estados Unidos. En cuanto comenzaba a hablar, nada podía detener el torrente de
su verbosidad. Una vez que hablaba sentado en un mitin, se levantó
tranquilamente cuando su endeble silla comenzó a hundirse ; un amigo le puso
otra detrás de él, y volvió a sentarse sin mirar atrás y sin perder un instante
el hilo de su argumentación.
Como en sus
escritos, trataba una variedad muy amplia de temas en sus conferencias. En un invierno habló de cuestiones tan
dispares como la guerra justa, el elemento romántico en la moralidad y las
bandas de músicos. Con frecuencia expresaba opiniones tan de minoría que enfurecían
a sus oyentes ; pero su popularidad nunca decayó : la gente reconocía que la
base esencial de todo lo que él trataba era su firme convicción de que la vida
es buena y el mal se puede corregir combatiéndolo.
Chesterton nació el
29 de mayo de 1874, en Campden Hill (Londres) ; fue el primogénito de un agente
de bienes raíces de una empresa cuyos anuncios pintados de “Se vende” todavía
pueden verse en la fachadas de Londres. Cuando a los cinco años de edad,
dijeron a Gilbert que tenía un hermanito recién nacido, Cecil, declaró con
obvia satisfacción : “Ahora tendré público siempre “. Pero a Cecil también le
gustaba hablar, y los dos muchachos emprendían largas discusiones sin levantar
nunca la voz, escuchando cada cual en cortés silencio hasta que le llegaba el
turno. Se volvían ciegos a todo lo que les rodeaba. Los dos hermanos
adolescentes, en una fiesta familiar en Lowestoft, se enfrascaron en un debate
sin precedente que a sus confundidos padres les pareció interminable y que
duró, sin interrupción, desde el desayuno hasta las 2:30 de la madrugada del
siguiente día, o sea, 18 horas y 13
minutos.
Gilbert asistió a la Escuela de San Pablo, que
entonces estaba en Hammersmith. Era un niño introvertido que se esforzó poco en
aprender. Sus padres, preocupados, lo llevaron a un médico, quien declaró que
el muchacho tenía el cerebro más grande y sensible que hubiese visto. El chico,
anunció el facultativo, llegaría a ser “un genio o un idiota”. Sus maestros
estaban igualmente perplejos sobre el futuro de su corpulento y desaliñado
discípulo de voz chillona, que muchas veces hablaba consigo mismo y otras reía
sin motivo aparente.
Pocos advertían que
lo que hacía era recitar largos pasajes de Dickens y Shakespeare aprendidos de
memoria, y que su risa era el primer indicio de su agudo sentido de lo
ridículo, que pronto haría a naciones enteras reír con él.
Después de estudiar
tres años en la escuela de arte, Chesterton trabajó seis como auxiliar de un
editor por una libra esterlina a la semana. Deseaba casarse, por lo cual tenía
que ganar más, y empezó a colaborar en diferentes revistas y diarios. Al fin
había iniciado, sin saberlo, la carrera que le daría fama.
Inmediatamente
abandonó su indolencia congénita. De ahí en adelante vivió cumpliendo plazos y
no consideró nada extraordinario escribir en una semana 13,000 palabras de un
libro, un artículo para The Illustrated
London News y gran parte del G. K.´s Weekly,
su propio periódico, fundado en el decenio que empezó en 1920, y encima dar una
o dos conferencias en la provincia para aprovechar sus tardes libres. Como
recuerda Maisie Ward en su libro Gilbert
Keith Chesterton, rodeó de un aura romántica su cortejo con Frances Blogg, una de tres hermanas de una
familia bulliciosa que vivía en la sección occidental de Londres y cuya casa él
frecuentaba. Dando la primera noticia de sus esponsales, escribió a un amigo
suyo : “Esta mañana, tras levantarme de la cama, lavé cuidadosamente las botas
en agua caliente y me embetuné el rostro…Vertí el café en las sardinas y puse
mi sombrero a hervir al fuego. Estas torpezas te darán idea de mi estado de
ánimo”. El día de su boda llevó consigo un revólver y luego explicó que era para
proteger a su esposa “contra los piratas que sin duda infestan a Norfolk
Broads, adonde pensamos ir”.
Él y su mujer
amaban a los niños hasta el punto de que, no teniendo hijos, en un viaje en
tren escogieron un vagón lleno de locuaces chicos. Deseando tener un hijo
propio, Frances se sometió a cierta operación en una clínica. Una tarde el médico
que la atendía fue llamado por el ama de llaves para que hablara con el señor
Chesterton. “Lo encontré sentado en la escalera”, se quejó el facultativo, “en
donde había permanecido por espacio de dos horas incomodando mucho a los que
subían y bajaban, y sordo a todas las súplicas de que se apartara de allí”. El
abstraído personaje estaba entregado a pulir un soneto con que deseaba
obsequiar a su esposa a la hora del té.
El escritor se
regocijaba ostensiblemente en sus debates públicos con Shaw, amigo íntimo suyo
y su más vehemente contrincante en todos los temas concebibles. Fueron
polémicas lucrativas, pues éste procuraba que su amigo recibiera la parte
económica correspondiente. Chesterton, por él mismo, se habría considerado
pagado con que lo dejaran hablar. Indiferente al dinero nunca aprendió a
administrarlo. Conservaba los cheques en sus bolsillos hasta que se le ajaban.
Los billetes de banco y las monedas las gastaba, los daba a los mendigos o los
esparcía por el pavimento. Cuando tenía que pagar a un taxista, alargaba el
brazo con la palma de la mano llena de monedas de plata e invitaba al cochero a
tomar la cantidad que le debiera.
Con frecuencia
vendía su obra por un precio irrisorio, aceptando inflexiblemente 100 libras esterlinas
por los derechos de autor de un libro que le podría haberle producido mucho
más. Se negaba a regatear y no guardaba rencor por haber sido timado. “Que yo
sepa, sólo tengo una virtud”, escribió una vez ; “yo podría realmente perdonar
hasta setenta veces siete”. A la postre dejó en manos de Frances la
administración de sus asuntos pecuniarios, y ella le daba para sus gastos
personales dos chelines y seis peniques cada vez.
La mayoría de las
dificultades económicas de G. K, derivaban de su abstracción, que a su vez procedía
de su capacidad para concentrarse tanto en su trabajo que desatendía con
frecuencia los aspectos triviales de la vida.
Monseñor John O´Connor, al que Chesterton tomó de modelo para su padre
Brown, apuntó : “Jamás olvidó algo que hubiese escuchado o leído, pero nunca
recordaba qué día era o si todavía no había almorzado”.
Una vez bregó para
abrir la puerta de su casa con un sacacorchos mientras tenía el llavín en la
otra mano. En otra ocasión marchó en coche a una estación de ferrocarril y
pidió muy serio en la taquilla una taza de café. Los organizadores de sus
conferencias se consideraban afortunados si encontraba la sala en que había de
hablar. En una célebre ocasión telegrafió quejumbrosamente a su esposa : “Estoy
en Market Harborough. ¿Dónde debería estar?” Sabiendo que no podría efectuar un viaje campo traviesa y llegar a su destino, Frances decidió que la única
solución era hacerlo regresar a la base para comenzar de nuevo : “En casa”, le
respondió.
Su distracción
incorregible fue el origen de su atuendo y aspecto tan peculiares. En una época
en que se ponía especial atención a llevar ropa adecuada para cada
circunstancia, él se presentaba a dar sus conferencias con pantalón bombacho y
el frac que le había pedido prestado a un amigo suyo, media talla menor que él…
y hablaba asombrado del milagro de que su chaqueta hubiera encogido tanto o de
que él hubiera engordado hasta tal punto. Desesperando de que se arreglara
bien, Frances decidió darle un aspecto pintoresco. Cubrió su desorden con la
larga capa y el sombrero de ala ancha, en un estilo que él adoptó encantado
como un distintivo personal y cómodo que ocultaba su desaliño.
Durante toda su
vida estuvo consciente de lo maravilloso de los objetos triviales. Escribió
ensayos sobre el fuego, un pedazo de tiza o la morralla que encontraba en sus
bolsillos. Podía mirar un objeto común y ver en él posibilidades que ninguna
otra persona habría considerado. Su explicación de que las carreteras de su
país rara vez sean rectas se convirtió en una de sus frases más citadas : “El
zigzagueante carretera inglesa”.
Como trabajaba
febrilmente, era inevitable que, a veces, su prosa dejara mucho que desear. Se
esforzó más en la composición de algunas de sus poesías, y una de ellas, The Ballad of the White Horse (“La
balada del caballo blanco”), escrita lenta y amorosamente en el transcurso de
muchos años, es una obra de gran mérito. Al describir la lucha del rey Alfredo
contra los invasores daneses, La
Balada celebra la característica tenacidad inglesa que en
1940 brilló como el espíritu de Dunkerque.
Chesterton no
flaqueó nunca en su profundo patriotismo, aunque sus ideas políticas pasaron
por muchos avatares. En diferentes épocas de su vida fue liberal, socialista,
partidario de los bóers (actitud que adoptó por amor a Inglaterra y por su
deseo de verla actuar como él pensaba que debía hacerlo) y nacionalista
irlandés. Finalmente, él y su amigo Hilaire Belloc idearon un camino intermedio
entre el capitalismo y el socialismo, que denominaron distribucionismo. Con el ideal de “Una casa para cada hombre, un
campo para cada hombre”, el distribucionismo tendía a convertir a todos los
campesinos felices, como Chesterton y Belloc creían que lo fueron en la mítica
edad de oro.
Sus argumentos
resultaban tan persuasivos que incluso quienes consideraban impracticables las
ideas de Chesterton acababan luchando temporalmente a su lado, convencidos de
que la verdadera fuerza que lo impulsaba era una profunda simpatía hacia el
humilde contra el poderoso. En su periódico ayudó a combatir ciertos proyectos
de ley que habrían aumentado el poder del Estado sobre el individuo. Quizá por
ello comentó el crítico James Agate : “Chesterton comprendía a su prójimo”.
Acaso el mayor
secreto de G. K. haya sido que no maduró nunca una parte de él. Confesó él mismo tender una “fijación
idólatra” hacia los títeres que había visto de niño cerca de su casa, y jamás
estuvo demasiado ocupado para jugar a fingir situaciones o para participar en
funciones teatrales de aficionados. Reverenciaba la infancia como una edad de
imaginación e inocencia. Y aunque empleó millones de palabras para influir en
las mentes, dejó plasmados en un libro de estampas infantiles estos cálidos
versos:
Levántate y mantén tu
espíritu infantil;
lee todos los largos
escritos y
críticas de los
pedantes, pero
no creas en nada
que no pueda
expresarse con
estampas coloreadas.
Poco antes de
morir, en junio de 1936, escribió : “He hablado con estadistas y me reuní con
la mayoría de los grandes poetas y prosistas de mi tiempo… he viajado tras el rastro de los torbellinos
y terremotos ocurridos en los confines del mundo… Pero todo eso significa menos
para mí que los títeres de Campden Hill”.
-John ENNIS
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