lunes, 12 de noviembre de 2012

ARISTÓTELES, GALILEO, MI PADRE Y YO. Por William ABBOTT, hijo


Consideremos un momento la celeridad con que pasan los años de nuestra existencia y el abrir y cerrar de ojos que fue la vida de nuestros antepasados.
                                               EN OCTUBRE del año pasado hizo 82 años que mi padre vino al mundo en el apacible barrio de una ciudad de Nueva Inglaterra. En el curso de su vida nuestro país ha pasado por cinco guerras y ha tenido 16 presidentes. Mi progenitor llegaba ya a la edad madura cuando Lindbergh realizó la proeza más heroica de este siglo. Ha presenciado el advenimiento del coche sin caballos, el de las máquinas voladoras, la radio y la televisión ; ha sido testigo de genocidios, holocaustos nucleares, asesinatos : ha visto de todo. Con los cansados ojos esperaba ver que el hombre pusiera la planta en la Luna : sus hijos fueron los testigos a quienes tocó ver ese portento con asombro e incredulidad.
   No obstante, el autor de mis días no es hombre fuera de lo común. Hay actualmente millones de personas de más de 80 años de edad, muchas de ellas no menos dinámicas y productivas de lo que fueron hace cuatro y aun ocho lustros. Y la mayoría de ellas nos dirán que aquellos barrios del siglo XIX existían todavía no hace mucho tiempo ; que los días y los años que han vivido trascurrieron con vertiginosa celeridad.
   Comprendamos qué es el tiempo y qué representan las edades del hombre. Resulta difícil imaginar que un individuo con la edad actual de mi padre, y que murió el día en que éste nació, vio la luz un año después que James Madison sucedió en la presidencia  de Estados Unidos a Thomas Jefferson (en 1809). Y un hombre de 80 años de edad, que moría cuando el joven  Jefferson redactaba la Declaración de Independencia de Estados Unidos, había venido al mundo en la época en que Rebecca Nurse era condenada a la horca en la vieja ciudad de Salem, acusada de “bruja”. Con todo, en aquel tiempo un recatado profesor de la Universidad de Cambridge publicaba sus clásicos Principia, en los que establecía con todo rigor las leyes fundamentales del movimientos de la gravedad. Coincidencia notable : el propio Newton había nacido el mismo año en que falleció Galileo, como si hubiera sido algún relevo astronómico que, tomando de las manos de aquél el bastón de Copérnico, siguiera su carrera hacia la conquista de la inmortalidad en el Olimpo científico.
   Hablamos ahora de 1564, año prodigioso y decisivo, pues no sólo nacía en Pisa (Italia) el brillante Galileo, sino que en aquel mismo año nacía en Inglaterra el más grande filósofo, dramaturgo, poeta, historiador y sicólogo ; el más extraordinario artífice de la palabra que ha conocido el mundo : William Shakespeare. Y aunque éste no lo supo, en el momento en que él iniciaba su más espléndido impulso creador, un melancólico anciano de 88 años de edad, que había reinado artísticamente en casi todo el Renacimiento como un coloso, contemplaba por última vez su imponente obra maestra : los frescos de la bóveda de la Capilla Sixtina.
   Así, en un rápido recorrido retrospectivo por el tiempo, en sólo seis lapsos brevísimos de la historia hemos llegado desde la edad atómica hasta el final de la edad media ; desde mi padre hasta Miguel Ángel. Un hombre de 82 años, que ha visto trascurrir su vida como un suspiro, comprenderá que el tiempo de su existencia, multiplicado por diez, no estaría muy lejano ; y no obstante, este salto nos trasportaría más allá de Ricardo Corazón de León y la tercera cruzada ; multiplicado por 15, nos trasladaría al nacimiento de Carlo Magno ; por 30, a la Atenas de Platón y Aristóteles ; y por último, cosa inconcebible, sólo han transcurrido 65 de esos breves períodos vitales desde que cierto desconocido genio sumerio, arrodillado en aquel yermo delta de Mesopotamia, talló laboriosamente el primer intento de que se tenga noticia para registrar el destino del hombre… 3300 años antes del nacimiento de Jesucristo.
    Nuestro más remoto antepasado, erguido, de brazos cortos y largos pulgares, logró llegar tambaleante a alguna oscura y neblinosa llanura hace unos tres millones de años. Endeble, angustiada, aquella criatura, la única que tenía siempre la dolorosa certeza de su propia muerte, estuvo condenada a vagar por la Tierra como un ser transitorio y sin intelecto durante más de dos de aquellos millones de años. Si consideráramos que todos los años que el hombre ha existido en la Tierra hubiesen ocurrido durante una año de 365 días, aquel anónimo sumerio comenzó a escribir la historia en las primeras horas de esta tarde ; Jesucristo fue crucificado al iniciarse el crepúsculo vespertino ; la prodigiosa vida de Shakespeare terminó hace sólo media hora ; y henos aquí a medianoche del día número 365, aún erguidos, orgullosos de nuestras obras, multiplicándonos terriblemente, sobrevivientes  precarios, pero absurdamente esperanzados.
   En algún momento de la lejanísima infinitud futura, cuando se haya escrito la última palabra de la historia del paso del hombre por la Tierra, acaso dediquen una breve página a todas las civilizaciones que se encumbraron para luego decaer ; los últimos historiadores hablarán de los egipcios y de los hebreos, romanos, franceses, ingleses e italianos ; de los rusos y norteamericanos, de los chinos, japoneses, indostanos y africanos. Mencionarán brevemente a Ramsés II, a Aristóteles y a Jesucristo, a Carlomagno y a Miguel Ángel, a Shakespeare y a Thomas Jefferson. Y acaso hablen de mi padre, del lector y de mí… ¡Y sabrán que todos los hombres somos contemporáneos!

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