Consideremos un
momento la celeridad con que pasan los años de nuestra existencia y el abrir y
cerrar de ojos que fue la vida de nuestros antepasados.
EN OCTUBRE del año pasado hizo 82 años que mi padre vino al
mundo en el apacible barrio de una ciudad de Nueva Inglaterra. En el curso de
su vida nuestro país ha pasado por cinco guerras y ha tenido 16 presidentes. Mi
progenitor llegaba ya a la edad madura cuando Lindbergh realizó la proeza más heroica
de este siglo. Ha presenciado el advenimiento del coche sin caballos, el de las
máquinas voladoras, la radio y la televisión ; ha sido testigo de genocidios,
holocaustos nucleares, asesinatos : ha visto de todo. Con los cansados ojos
esperaba ver que el hombre pusiera la planta en la Luna : sus hijos fueron los
testigos a quienes tocó ver ese portento con asombro e incredulidad.
No obstante, el
autor de mis días no es hombre fuera de lo común. Hay actualmente millones de
personas de más de 80 años de edad, muchas de ellas no menos dinámicas y
productivas de lo que fueron hace cuatro y aun ocho lustros. Y la mayoría de
ellas nos dirán que aquellos barrios del siglo XIX existían todavía no hace
mucho tiempo ; que los días y los años que han vivido trascurrieron con
vertiginosa celeridad.
Comprendamos qué es
el tiempo y qué representan las edades del hombre. Resulta difícil imaginar que
un individuo con la edad actual de mi padre, y que murió el día en que éste
nació, vio la luz un año después que James Madison sucedió en la
presidencia de Estados Unidos a Thomas
Jefferson (en 1809). Y un hombre de 80 años de edad, que moría cuando el
joven Jefferson redactaba la Declaración de
Independencia de Estados Unidos, había venido al mundo en la época en que
Rebecca Nurse era condenada a la horca en la vieja ciudad de Salem, acusada de “bruja”.
Con todo, en aquel tiempo un recatado profesor de la Universidad de
Cambridge publicaba sus clásicos Principia,
en los que establecía con todo rigor las leyes fundamentales del movimientos de
la gravedad. Coincidencia notable : el propio Newton había nacido el mismo año
en que falleció Galileo, como si hubiera sido algún relevo astronómico que,
tomando de las manos de aquél el bastón de Copérnico, siguiera su carrera hacia
la conquista de la inmortalidad en el Olimpo científico.
Hablamos ahora de
1564, año prodigioso y decisivo, pues no sólo nacía en Pisa (Italia) el
brillante Galileo, sino que en aquel mismo año nacía en Inglaterra el más
grande filósofo, dramaturgo, poeta, historiador y sicólogo ; el más
extraordinario artífice de la palabra que ha conocido el mundo : William
Shakespeare. Y aunque éste no lo supo, en el momento en que él iniciaba su más
espléndido impulso creador, un melancólico anciano de 88 años de edad, que
había reinado artísticamente en casi todo el Renacimiento como un coloso,
contemplaba por última vez su imponente obra maestra : los frescos de la bóveda
de la Capilla Sixtina.
Así, en un rápido
recorrido retrospectivo por el tiempo, en sólo seis lapsos brevísimos de la
historia hemos llegado desde la edad atómica hasta el final de la edad media ;
desde mi padre hasta Miguel Ángel. Un hombre de 82 años, que ha visto
trascurrir su vida como un suspiro, comprenderá que el tiempo de su existencia,
multiplicado por diez, no estaría muy lejano ; y no obstante, este salto nos
trasportaría más allá de Ricardo Corazón de León y la tercera cruzada ;
multiplicado por 15, nos trasladaría al nacimiento de Carlo Magno ; por 30, a la Atenas de Platón y Aristóteles
; y por último, cosa inconcebible, sólo han transcurrido 65 de esos breves
períodos vitales desde que cierto desconocido genio sumerio, arrodillado en
aquel yermo delta de Mesopotamia, talló laboriosamente el primer intento de que
se tenga noticia para registrar el destino del hombre… 3300 años antes del
nacimiento de Jesucristo.
Nuestro más remoto
antepasado, erguido, de brazos cortos y largos pulgares, logró llegar
tambaleante a alguna oscura y neblinosa llanura hace unos tres millones de años.
Endeble, angustiada, aquella criatura, la única que tenía siempre la dolorosa
certeza de su propia muerte, estuvo condenada a vagar por la Tierra como un ser
transitorio y sin intelecto durante más de dos de aquellos millones de años. Si
consideráramos que todos los años que el hombre ha existido en la Tierra hubiesen ocurrido
durante una año de 365 días, aquel anónimo sumerio comenzó a escribir la
historia en las primeras horas de esta tarde ; Jesucristo fue crucificado al
iniciarse el crepúsculo vespertino ; la prodigiosa vida de Shakespeare terminó
hace sólo media hora ; y henos aquí a medianoche del día número 365, aún
erguidos, orgullosos de nuestras obras, multiplicándonos terriblemente,
sobrevivientes precarios, pero
absurdamente esperanzados.
En algún momento de
la lejanísima infinitud futura, cuando se haya escrito la última palabra de la
historia del paso del hombre por la
Tierra , acaso dediquen una breve página a todas las
civilizaciones que se encumbraron para luego decaer ; los últimos historiadores
hablarán de los egipcios y de los hebreos, romanos, franceses, ingleses e
italianos ; de los rusos y norteamericanos, de los chinos, japoneses,
indostanos y africanos. Mencionarán brevemente a Ramsés II, a Aristóteles y a
Jesucristo, a Carlomagno y a Miguel Ángel, a Shakespeare y a Thomas Jefferson.
Y acaso hablen de mi padre, del lector y de mí… ¡Y sabrán que todos los hombres
somos contemporáneos!
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