lunes, 5 de noviembre de 2012

CAMINO SEGURO HACIA LA FELICIDAD. June CALLWOOD


La conquista de una dicha serena y duradera es el anhelo más antiguo e invencible de la humanidad.
No es la ventura fruto del azar ni don de los dioses, sino algo que cada cual debe lograr por sí mismo.
                                              LA CONDICIÓN más rara, valiosa y, al mismo tiempo, menos comprendida del hombre, es la felicidad. En realidad, la dicha duradera depende de la madurez que un hombre haya logrado alcanzar… y una parte de esa madurez proviene de sentirse en ocasiones desesperadamente desdichado. Es el fruto de cierto grado, por lo menos, de educación y formación espiritual, pues la dicha exige la posesión de una mentalidad relativamente rica. Está unida a la posibilidad y a la voluntad de trabajar, y al interés por las cosas y las personas que nos rodean. Y también a la capacidad de atribuir, sin temores, su justo valor al ocio fecundo y a la saludable soledad.

   La estrecha relación entre la felicidad y la madurez contradice el argumento que aducen muchas personas al acercarse a la vejez, de que la dicha consiste en ser jóvenes y que lógicamente disminuye con el paso del tiempo. Puede ser feliz cualquiera que sobrepase los 20 años. Los niños rara vez son dichosos ; tienen arranques de alegría, pero su impotencia en un mundo de limitaciones hecho por los mayores los mantiene en un estado cercano al desaliento. Hasta que se estabilice su personalidad (proceso que por lo común termina después de los 35 años) es muy posible que el ser humano se sienta acosado por dudas respecto a sí mismo y descorazonado por su íntima confusión.

   Los adultos más jóvenes pueden declararse “felices”, pues esta es una palabra útil para proteger su vida privada, pero muchos de ellos se desesperan por el rápido trascurso del tiempo, que comienza a hacerse sentir. Perciben que los años pasan sin que ellos hayan realizado nada importante o satisfactorio. Lamentando sus equivocaciones y sus errores de decisión, se ponen sombreros de papel  para divertirse, organizan fiestas ruidosas, beben demasiado, hablan mucho y dicen muy poco. Miran la vejez como una catástrofe, la última broma pesada que el destino se complace en hacer al sueño engañoso de la felicidad.

   Sin embargo, en todo el mundo, hombres y mujeres, la mayoría entre los 30 y los 40 años, vuelven un recodo desconocido y se quedan alelados ante el milagro de sentirse felices. Nada ha cambiado en la habitación donde se encuentran, ni en su familia ; nada es diferente… pero todo parece distinto.  La personalidad ha acumulado experiencia suficiente para formular juicios sensatos, bastante vitalidad para amar, unos pocos puñados de lucidez y valor, y una considerable capacidad de autocrítica. Silenciosamente se da vuelta a una llavecita y se entra en un estado de felicidad sereno y firme y duradero.

   La verdadera felicidad es inconfundible. Una mujer la comparó con la cualidad característica de los dolores de parto. “Cuando una lleva en las entrañas su primer hijo”, explicó, “se pregunta a menudo cómo serán los dolores del alumbramiento, y cada vez que siente un calambre o una punzada piensa si habrá llegado la hora. Pero cuando llega y se sienten los verdaderos dolores de parto, ya no se tiene la menor duda y los reconocemos inmediatamente. Pues bien, alcanzar la felicidad es lo mismo. Durante la vida se piensa de vez en cuando que se es feliz, pero en el momento en que la dicha realmente llega, la reconoce uno de inmediato”.

   Nadie nace feliz. “La dicha no es un don de los dioses”, dice el sicoanalista Erich Fromm. Es una conquista ; el fruto de un íntimo esfuerzo creador. Las personas logran ser felices en la misma forma que tienen éxito en el amor, cuando, por razones auténticas, aprenden a estimarse a sí mismas. Las personas vacías, que no están seguras de su valía y desconocen la propia estimación, no tienen nada que dar a los demás, lo cual constituye un estado profundamente infeliz. Deben recurrir a estratagemas para ser queridas y admiradas por ellas mismas, y no pueden estar seguras d conservar ese cariño y esa admiración de los demás.

   Los seres desdichados casi nunca se echan la culpa de esa situación, sino que la achacan a su trabajo, a su infortunado matrimonio, a la maldad de sus padres o a la injusticia del destino. Pero la verdadera causa es la vida incoherente que llevan ; confuso e infecundos, no tienen entusiasmo para dar, trabajar, divertirse y amar. Esperan un estado de apatía la visita de un Hada Madrina imaginaria ; y mientras tanto tratan de alejar su atención del abismo de esterilidad y hastío que llevan dentro. Lo último que se les ocurriría pensar sería en mejorar su suerte mediante la valerosa decisión de reformarse algo a sí mismos.

   “La persona más feliz es la que tiene pensamientos más interesantes”, afirmó Timothy Dwight cuando era rector de la Universidad de Yale. Y William McDougall, uno de los sicólogos más respetados del mundo, ha hecho una reflexión análoga : “Cuanto más rica, más desarrollada y más armónica sea la personalidad del individuo, tanto mayor será su capacidad para gozar de una dicha continua, a pesar de las penalidades de toda índole que le sobrevengan”. Aristóteles creía que la esencia de la felicidad consiste en bastarse a sí mismo, idea que halla un eco casi matemático en la frase que Spinoza escribió hace tres siglos : “La felicidad consiste en lo siguiente : que el hombre pueda conservar su propio ser”.

   No hay nada en la tierra que aleje más la felicidad que tratar de encontrarla. El historiador Will Durant ha relatado cómo buscó la dicha en el conocimiento y sólo halló la desilusión ; cómo la buscó luego en los viajes y encontró el hastío ; en la riqueza, y halló preocupación y discordia ; cuando buscó la felicidad en su labor de escritor, sólo descubrió el cansancio. Un día vio a una mujer que aguardaba en un automóvil pequeño con un niño dormido en brazos ; un hombre bajó de un tren, se aproximó y besó dulcemente a la madre, y luego a la criatura, con suavidad para no despertarla. Esa familia se alejó en su automóvil y Durant se quedó estupefacto al ver que había comprendido la verdadera esencia de la felicidad. Desde entonces vio la vida con serenidad y descubrió que “toda función normal de la vida encierra algún deleite”.

   Cuando el almirante Richard Byrd creía estar a punto de morir en las heladas regiones de la Barrera de Ross, escribió algunos pensamientos acerca de la felicidad. “Comprendí entonces por primera vez”, dice, “que las cosas sencillas, diarias y humildes de la vida son las más importantes. El hombre que logra forjar suficiente armonía dentro de sí mismo y en el ámbito de su hogar, conquista la paz. en último análisis sólo dos cosas tienen real importancia para la persona, sea quien sea : el cariño y la comprensión de su familia”.

   Un escritor declaró que había sido hombre feliz durante el trascurso de su vida adulta. Desde luego, confesó, hubo días en que había estado hambriento y sin empleo, días de dolor, días de disgusto y de enfermedad, pero en cada uno de ellos había podido comunicarse con el estrato más profundo de su ser, que seguía vibrando sin interrupción, sano y feliz. Un estado permanente de felicidad cabal es raro, pero el mundo abunda en personas que saben conseguir porciones cada día mayores.

   Un sicólogo que interrogó a 500 jóvenes para determinar su grado de dicha, descubrió, no inesperadamente por cierto, que la felicidad y la buena salud generalmente van de la mano. Las personas felices se enferman con menos frecuencia, se restablecen más rápidamente y, al parecer, hasta sus tejidos y sus huesos sanan mejor. Además, la gente feliz parece envejecer más despacio ; tiene mejor color, cutis más brillante y postura más erguida que casi todos sus coetáneos, quienes sufren la senil atrofia inherente a la depresión y a la ansiedad. “El aumento de la circulación da brillo a la mirada”, dijo Darwin, “el color se aviva, pasan rápidamente ideas animadas por la mente y cobra calor la capacidad afectiva”.

   Por curioso que resulte, la risa tiene poco o nada que ver con el estado de felicidad. Una dicha plena y tranquila rara vez ríe o grita : posee suficiente equilibrio para no necesitar de los medios de expresión que usan quienes viven en tensión. Consiste en el dominio del descontento consigo mismo y en la sinceridad de la propia afirmación.

    Un pensador francés afirmó que los hombres sabios son felices con cosas pequeñas, pero que nada satisface a los insensatos. Sin embargo, todo hombre sabio ha sido antes insensato, y su transformación responde a una clave ; a saber :
   Recuerda los dones que posees : solamente los mentecatos se atormentan con pesadumbres y recriminaciones. Detente para disfrutarlos : Goethe, que fue un artífice de la felicidad, explicó que ésta no es un goce transitorio, sino una longevidad de secreta fuerza. Aguza la mente cuando mires al hombre y la naturaleza : pues la comprensión de la belleza y la energía incomparables que hay en todos los seres vivientes constituye la esencia misma de la felicidad. No temas nunca agotar tu espíritu : el gran elixir de la vida, según George Bernard Shaw, es para apurarlo íntegro antes de arrojarlo al rincón de las cosas inútiles, y hay que ser  “una fuerza de la naturaleza, en vez de un montecito agitado y egoísta de achaques físicos y de motivos de queja”. 

   Nunca aplaces nada : la desdicha se alimenta del hábito de ir postergando la vida para un imaginario e hipotético futuro.

   “La felicidad es una prueba del éxito total o parcial en el arte de vivir”, proclama el Dr. Fromm. Hay pocos triunfos completos, pero el de vivir no es un arte inalcanzable. No ; nunca lo será.

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