Así canta nuestro pueblo, en mangas de camisa, sin mucho color ni vestuario para atracción turística...
Se ha dicho que la música es
la única lengua universal, pues todos los seres humanos la comprenden
independientemente de su idioma, raza, religión o color.
Pero en cambio también se ha dicho que “es más
fácil comprender a una nación por su música que por su lengua”. Es decir, la música es, a la vez, universal y local;
signo de la fraternidad humana y el instrumento de su nacionalidad.
Es en el mundo hispanoamericano, quizás, donde
esta doble y aparente contradictoria valoración de la música se hace más
evidente. Si los salvadoreños y mexicanos, venezolanos y puertorriqueños hablan
el mismo castellano, beben de las mismas fuentes espirituales de la lengua, basta
que entonen una canción, que rasguen una guitarra, para que emerjan, plenas y
noblemente diferenciadas, sus almas nacionales.
“Dime cómo cantas y te diré quién eres”. Pero
esta “nacionalidad de la música”, este patriotismos de la canción”, es el único
que no ha creado conflictos entre los diferentes grupos humanos que son sus
intérpretes y protagonistas. La música es única en sus fuentes de inspiración y
diversa en sus formas y maneras de expresarse; hay en ella, unidad y
diversidad, todo y parte, medio y fin.
La música es el vehículo que conduce, del
individuo a la humanidad; de lo limitado a lo infinito. La música es la única
curva creada por el hombre paralela a la parábola dibujada por la Divinidad.
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