MELPÓMENE
Silencio: llega Melpómene, musa de la tragedia, grave
mujer de noble aspecto, coronada con rico tocado la cabeza, que alza en una
mano cetros y coronas mientras la otra sostiene un puñal desenvainado, la
sombría musa que eleva con bellos coturnos su estatura, se acerca lentamente y
grita con trágico acento para cantar los infortunios de los hombres. Guardan
silencio en el aire sus hermanas y escuchan sus palabras melodiosas.
Cabezas
Era el cierre de otra
temporada. Para el último concierto se acostumbra hacer una obra grande y esa
vez tocamos la Salomé de Strauss. Una obra violenta y delirante como nuestra
época, donde literal y figuradamente tanta gente pierde la cabeza
.
Lunes. Primer ensayo:
tumultuoso. El foro está repleto y casi no cabemos. Hay nueve cantantes en el
proscenio y la orquesta está reforzada con músicos extras. La partitura demanda:
19 maderas, 15 metales, 5 timbales, una variada percusión, 2 arpas, celesta,
órgano, armonio y una cuerda de 60 instrumentos, muy subdividida. La más alta
potencia orquestal alcanzada hasta entonces (la obra es de 1905). En medio del
estruendo es difícil escucharse. Durante su lectura varios músicos se pierden y
entran a destiempo. Yokanán se enfermó y su parte la hace el director de
escena, que sabe cada rol y puede dirigir a los solistas mientras canta. Un
genio. Sobresale del conjunto la soprano. Se ve que disfruta su papel, con
todos ríe y hace bromas. Al entrar a escena se puso a bailar con los solistas.
Me divierte que traiga a los ensayos su mascota: un yorkie miniatura del tamaño
de una ardilla que parece de peluche. Lo carga bajo el brazo, en una bolsa de
mano, como si fuera parte de su maquillaje. Pero no es una bolsa común: uno de
los lados es de malla para que respire. Y contiene juguetes. Alcanzo a
distinguir una pelota.
Martes.
Para calmar la tempestad sonora, el director nos dice que Strauss pedía que
Salomé se tocara como el “Sueño de una noche de verano” de Mendelssohn. Con esa
misma transparencia. El autor llegó a describir la obra como un scherzo con
final trágico. Claro que todo esto es ridículo: Salomé dista mucho de ser un
scherzo y Strauss decía eso sólo para evitar una interpretación demasiado
histérica.
Salomé es una ópera en un
acto. Consta de siete secciones con dos interludios orquestales: 1)
Introducción, 2) El enfrentamiento entre Salomé y Yokanaan, 3) Herodes y
Salomé, 4) Quinteto de los judíos, 5) Herodes y Salomé, con la danza de los
siete velos, 6) El monólogo de Salomé ante la cabeza del Bautista, 7) La muerte
de Salomé. La sección central, el Quinteto de los judíos, actúa el eje de
simetría, alrededor del cual se estructura la obra. Describe una disputa
teológica e intenta ser humorístico. Es un scherzo con un final ‘fugato’
deliberadamente ruidoso y molesto. En Salomé casi no hay movimientos escénicos
ni diálogos. Esto hace posible una versión de concierto como la que estamos
realizando. Es un poema sinfónico con cantantes. Cada personaje tiene un tema
musical característico (‘leitmotiv’), equivalente sonoro de su pasión. La rica
orquestación logra crear un ambiente exuberante y cargado de sensualidad. Hay
pocas intervenciones masivas de la orquesta. Strauss intenta una textura
diáfana, por momentos camerística, para no ahogar a las voces.
Se molesta el director porque
nos ve cansados y distraídos hacia el final del ensayo. “Todavía me quedan
cinco minutos” reclama, cuando ya muchos queremos salir a respirar aire fresco.
Es sofocante el teatro Regina cuando está repleto. Y es abrumadora esta música
tan saturada. Strauss escribía demasiado.
Miércoles.
Ahora ensayamos en Bellas Artes, que es mucho más amplio. Siempre a partir del
miércoles los ensayos son en el Palacio, nuestra sede. Hay lámparas teatrales
en los atriles porque se proyectará una imagen en el ciclorama: una gran luna
que acompañará la acción. Por fin tocamos la partitura sin interrupción de
principio a fin. El resultado: todos nos perdemos. Ni siquiera estamos pudiendo
igualar la afinación. Es un desastre.
El Evangelio casi no
menciona a Salomé y sólo dice que “bailó ante Herodes la hija de Herodías”. La
tradición atribuyó a su madre la maldad, que utiliza a la princesa como
instrumento de venganza. El arte occidental siguió esta línea interpretativa,
al menos hasta la Revolución Francesa y sus guillotinas. Salomé adquirió
entonces una personalidad propia y se volvió la protagonista del relato. En las
manos de Oscar Wilde es una heroína depravada, la antítesis del heroísmo.
Utiliza sus dardos, pero Yokanán es inaccesible a la seducción de su belleza.
El amor despechado de la princesa pasa a ser el móvil del asesinato. Su
narcisismo herido se transforma así en un vértigo homicida. Obtiene la cabeza
del Bautista como un trofeo, la prenda de su triunfo sobre la violencia del
deseo. Besará los labios sin vida de la cabeza cercenada, porque el “misterio
del amor es más fuerte que la muerte”. Su necrofilia de personaje hedónico y
egoísta, simboliza la pureza perdida y extraviada: pierde su inocencia no en la
consumación del amor, sino en su destrucción. Su encuentro con el profeta no
culmina en una conversión sino en un crimen. Encarnación del arquetipo negativo
de la feminidad. Es la feminidad cuestionada y transgredida. Una mujer que
quita la vida en vez de darla. Como la diosa Kali hindú, ella transmite la
muerte con su danza. Salomé es un mito de la modernidad. De ahí su éxito. Y los
personajes que giran a su alrededor no son menos irracionales. Herodes desea a
su hijastra con violencia, el jefe de la guardia se suicida por el deseo
insatisfecho, Herodías desea la muerte del profeta: es una jauría de perros
hambrientos. En este elenco de dementes el Bautista es el único sensato. Es la
voz de la verdad que todos quieren sofocar, la voz que debe morir para que
triunfe el deseo.
Jueves.
Un movimiento de maestros disidentes amenaza con tomar el Zócalo. Protestan
contra una reforma educativa. En los jardines de la Alameda veo cómo un enorme
contingente de policías antimotines va armando formaciones defensivas. Deben
evitar el paso de la multitud magisterial al Zócalo. Granaderos hombres y
mujeres son casi indistinguibles entre sí, enfundados como están en sus cascos,
chalecos antibalas y altas espinilleras que les dan un aspecto de escarabajos.
Se espera que la marcha de maestros llegue hacia el mediodía; a la hora en que paso
el parque está vacío. Detrás de sus escudos y sin romper filas, varios agentes
consumen sus ‘box lonches’ en silencio. Es la hora del desayuno. La tensa calma
parece preludiar una batalla campal. Otra valla policial rodea el Palacio:
custodia el inmueble para evitar actos vandálicos.
Durante el ensayo es un
placer oír a los cantantes. Ajenos al entorno hostil, actúan relajados y hacen
chistes entre ellos. Lástima la coreografía. La danza de los siete velos que
hace la cantante es como ver bailar a un oso panda. Su movimiento no está al
nivel de la excelencia de su voz. Strauss concibió una danza oriental extática
y casi inmóvil, en el “espacio de una alfombra de oración”. Pero dejó a la
sensibilidad de la intérprete el frenético final. Dijo que ese final le parecía
tan inescrutable como la naturaleza femenina.
El ensayo se interrumpe
porque hubo un incidente con la policía. Alguien andaba grabando a los
granaderos y tuvo un enfrentamiento con ellos. Trabajadores de Bellas Artes
salieron a defenderlo y se agarraron a golpes. La policía entró al interior del
Palacio a buscarlos y en la gresca fracturaron a uno de los empleados. El
sindicato detuvo el ensayo argumentando que no había condiciones de seguridad
para trabajar y pidió la cancelación del concierto. Se arma entonces una
tremenda discusión; pero al final votamos porque el programa se llevara a cabo.
Viernes.
Ayer no marcharon los maestros, pero sigue vigente su amenaza. La valla
policial se colocó ahora a una prudente distancia del Palacio para evitar otro
incidente como el de ayer. Se hace el ensayo general sin los cantantes, que
guardan su voz para la noche. Sólo participan la soprano suplente y el genial regisseur. El director trabaja con
cuidado cada detalle de la partitura. De una manera obsesiva. A cambio de esto,
no contagia ninguna emoción. Pero al menos es preciso dando las entradas.
Concluyó el ensayo felicitando a la sección de cornos e invitándolos al coctel
que habrá en la noche, al final del concierto, en la terraza del Palacio.
Noche.
Finalmente los maestros no marcharon sobre el Zócalo. El despliegue policial
los disuadió y no hubo el temido enfrentamiento. La inquietud surge ahora al
interior de nuestra orquesta. Hay molestia por el retraso de un pago
retroactivo. El instituto había acordado pagar con cheques, pero ahora ofrece
vales de despensa. Es el típico final de temporada: los problemas estallan
justo antes de salir de vacaciones. Se convoca a una asamblea atrás del foro y
el concierto se retrasa. El público aplaudía exigiendo que empezara la función.
Pero nosotros queremos que rueden cabezas: exigimos la destitución del
subdirector de asuntos financieros. Nuestro director, ya desesperado, también
ofrece su cabeza: renunciará si no se resuelve el problema ese mismo fin de
semana. Aparece finalmente un funcionario, acompañado por el secretario general
del sindicato. La orquesta se les echa encima y los increpa. No acepta las
disculpas oficiales. El cumplimiento a los acuerdos es considerado un atropello
a la dignidad del músico. Se reclama este nuevo ultraje que se suma a muchos
otros. Acordamos tocar bajo protesta. Sindicato y autoridades se quedan
discutiendo hasta el final de la función.
De manera que entramos
exaltados al escenario. El público agradece con aplausos nuestra aparición.
Estamos tensos por la discusión y por la partitura que tenemos enfrente. La
opinión general es que es la obra más difícil que jamás hemos tocado. Para
realizarla habremos de apelar a todas nuestras energías. Se hace la oscuridad y
la música comienza. Su magia nos absorbe. Los acordes iniciales y los
solos de madera describen una noche
calurosa bajo el hechizo embriagador del plenilunio…
Acabada la función, una
lluvia torrencial inunda la calle. Corrí hasta el Metro y las ruedas de los
trenes me parecían cabezas rodantes. Estaba agotado. En la Estación Bellas
Artes, decorad con copias de piezas arqueológicas, me llama siempre la atención
el bajorrelieve maya de una decapitación: un sacerdote sostiene por los pelos
una cabeza en una mano, mientras la otra eleva al cielo el puñal sacrificial.
La víctima yace sangrante a sus pies.
Esto no está lejos de las
noticias cotidianas. En estos días, en que tantas bandas delictivas asolan
pueblos y regiones, las ejecuciones son frecuentes. Cuerpos decapitados
aparecen a diario. Y entonces me pregunto si toda esta violencia es un fenómeno
reciente, producto de nuestra descomposición como sociedad, o una corrupción
humana de la que nunca podremos liberarnos.
El héroe
Fue hace mucho tiempo y
puedo equivocarme, pero creo que esa semana tocábamos Una vida de héroe de Strauss. Durante el primer ensayo nos
sobresaltó un estallido de disparos y un aullido de sirenas provenientes de la
calle.
En el descanso conocimos lo
ocurrido: hubo un tiroteo en la otra cuadra y fue asesinado un policía. Al
parecer alguien estaba asaltando un microbús. Los pasajeros logran dar aviso y
un agente, aprovechando el lento tráfico de esa hora, subió al vehículo. Pero
el asaltante disparó su arma contra el policía y trató de huir robando el coche
a un transeúnte. El policía herido bajó como pudo del microbús y corrió tras
él, logrando dispararle antes de caer muerto en la banqueta, justo frente a una
taquería. El ladrón alcanzado por los disparos acabó chocando contra los autos
estacionados y fue capturado por otros policías que llegaron al lugar. La zona
fue acordonada y se llenó rápidamente de patrullas.
De estos detalles nos
enteramos por un compañero de la orquesta que estaba en un café próximo y fue
testigos de los hechos. Al regresar al ensayo estábamos conmocionados y la
partitura de Strauss tenía otro significado. Era difícil concentrarse, pero era
necesario. En medio de tanta violencia, la música nos recuerda lo mejor del ser
del hombre.
Al día siguiente en la calle
aun perduraba un rastro de sangre, señalando el camino que recorrió el agente
hasta su destino final. Días después una placa rendía un mínimo homenaje al
policía abatido, por eso recuerdo su nombre: “Gustavo Flores, 27 años, caído en
el cumplimiento de su deber“. Cuando remodelaron la calle Isabel La Católica,
años después, incluso esa pequeña placa desapareció y hoy no queda rastro de su
hazaña.
Los héroes verdaderos son
como los ángeles: no dejan huella. Hacen todo el bien que pueden y se van.
Polvo enamorado
Muchos miembros de la
orquesta ya se han ido. Suavemente nos acostumbramos a su ausencia. Un telón de
silencio cayó sobre ellos. Ahora habitan el otro lado del aire, son un recuerdo
sutil e intangible, casi un suspiro. Sus sillas vacías son ocupadas por nuevos
integrantes y volvemos a estar completos.
Somos secuencia y sucesión,
y corremos como el agua. Cuando ya no podemos más, otros llegan con entusiasmo
renovado. Tocamos nuestra parte y dejamos el atril como un corredor que entrega
la estafeta. Otros músicos desconocidos vendrán a sentarse en nuestra silla,
pero la música seguirá sonando espléndida y grandiosa, flama que no se
extingue, para conmover el aire humano.
La música nos consume como
Cronos a sus hijos. Velamos para que su flama siga ardiendo eternamente. Somos
el oxígeno de su fuego, la carne de su espíritu. Ella estaba allí mucho antes
de que yo llegara, y seguirá vibrando cuando me haya ido. La música: lenguaje
donde termina todo lenguaje, la invisible y fugitiva: sólo ella permanece y
dura.
El año 1905
Es el título de la undécima
sinfonía de Shostakovich. La obra conmemora el episodio conocido como “domingo
sangriento”: una manifestación de obreros y campesinos que fuera masacrada por
el ejército zarista. Agradó mucho a las autoridades soviéticas su estilo fácil
y directo y obtuvo muchos importantes premios. El prestigio de su autor quedó
asegurado a partir de este momento.
El primer ensayo, nuestro
director intentó explicarnos por qué programó esta sinfonía, pero se enredó en
una maraña de fechas y nombres. Supongo que debe haber algún sadismo en dirigir
esta cosa. Retengo de sus palabras que la obra fue escrita en 1957, tras la
primavera húngara y su brutal aplastamiento; y que Shostakovich pensaba que
muchas veces, de una manera atroz e inexorable, la historia se repite.
El tiempo se dilata durante
el ensayo y parece agrandarse. Es tan relativo. Los minutos se convierten en
horas y las horas en días. Entonces me siento inmovilizado y solo en una cama
de hospital, mientras el doctor-director receta indicaciones y habla del genial
y neurótico sinfonista. Más tarde habré de pasar horas en mi casa aprendiendo
los pasajes difíciles para imprimirles la requerida furia.
Shostakovich tenía una firma
musical: D-S-C-H (Re, Mi b, Do y Si natural, en la nomenclatura alemana). Este
motivo con dos segundas menores, que tanto repite en sus cuartetos y sinfonías,
le sirve para crear progresiones armónicas circulares, retrato musical de una
paranoia. Toda la sinfonía es opresiva, circular y claustrofóbica. Es una
música aterradora. Durante el ensayo general entraron a escucharnos niños de
una escuela.
Después de la desolada calma del tercer movimiento, el brutal
inicio del cuarto hizo que algunos gritaran por el sobresalto. Esto provocó
risas entre la orquesta. Pero no hay humor en esta música.
Hace algunos años tocamos el
ciclo completo de las quince sinfonías. Fue una temporada estresante y
agotadora. Una maratón por la espeluznante historia soviética, como una gira
artística por los círculos infernales o una visita guiada a los confines del
Gulag. Acabo mal cuando toco esta música.
La undécima sinfonía es una
exhalación del infierno. Se tocan sin interrupción los cuatro movimientos, de
manera que es un viaje de más de una hora por los sótanos de un terror
impersonal y absoluto. Duele tocarla. El cuarto movimiento me entristece hasta
las lágrimas. Nuestro director lo hace de una manera violenta y obsesiva. Desde
mi atril lo veo sudar y enfurecer. Veo la partitura y veo su rostro contrayéndose.
Él acaba empapado en sudor, con la mirada encendida y el gesto desfigurado por
una rara satisfacción del psicópata que acaba de cometer un crimen.
Dice que de todos los
ambiguos finales de las sinfonías de Shostakovich, éste es el más ambiguo. Parece
una celebración barata del octubre rojo, pero quienes conocieron al compositor
dicen que se trata de un grito desesperado. Después de tocarlo entiendo: es el
grito de alguien que contempla el asesinato de toda esperanza, el grito de
alguien que sabe con certeza que no habrá jamás una salida.
Confesión
Hay música que me hace mirar
el reloj continuamente durante el ensayo. Obras desagradables que toco
resignadamente sólo porque es mi obligación hacerlo. Tal es el caso de “La
confesión de Isobel Gowdie”, del escocés james MacMillan (n. 1959).
Es un
Réquiem para una bruja. Efectiva y efectista, oscura y agresiva, como su
temática. Consta de tres secciones: una elegía a cargo de la cuerda basada en
cantos gregorianos; una áspera y violenta parte central, retrato de la histeria
colectiva de la época, del juicio y la tortura; el final es un regreso a la
atmósfera doliente del principio, ahora puntuada por explosivos ataques de la
orquesta. La pieza termina en un larguísimo crescendo sobre un Do al estilo del
Wozzeck de Alban Berg.
Isobel Gowdie fue una mujer
procesada por brujería en 1662. Su confesión es famosa como un documento que
retrata el folclore y las creencias escocesas de su época. Los historiadores se
preguntan si la confesión fue producto de una psicosis, o del deseo de obtener
la misericordia del tribunal, o si tuvo algún otro propósito. El hecho es que
se sabe que no fue sometida a tortura. Ni siquiera hay registro de que la mujer
fuese ejecutada. Pero a nadie parece importante la verdad histórica. Lo que
importa es la ideología: una ideología de género que reivindica la brujería
como una sabiduría femenina víctima del “patriarcado opresor”.
El adefesio de MacMillan fue
un éxito inmediato. Acaso porque muchas veces la corrección política prevalece
sobre el gusto estético. Un crítico dijo que logró en su estreno una ovación
como no se veía en Gran Bretaña desde los días de Britten.
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