De la fuente Hipocrene, huella amable del Caballo hijo de
Medusa, se adelanta ahora la festiva Talía, musa de la comedia, haciendo ruido
al caminar como los antiguos cómicos calzando suecos en los pies, joven de
rostro alegre y atractivo, coronada de hiedra la cabeza sosteniendo en la mano
una máscara ridícula, ella cantará ahora para divertirnos con la representación
que hace de personajes risibles y ridículos.
La diva
Durante el primer ensayo, la
pianista, de cuyo nombre no quiero acordarme, se mostraba molesta ante
cualquier falla que surgiera. Miraba con reprobación al director o al músico
desatento e interrumpía constantemente el ensayo. Se levantaba, mostraba la
partitura al director, le daba indicaciones precisas, señalaba alguna sección
de la orquesta y volvía a sentarse a tocar de mala gana.
Para el segundo ensayo
estaba realmente furiosa. A cada repetición se ponía más histérica. Aunque
poníamos nuestro mayor empeño, un empeño reconocido por muchos otros solistas,
todo era inútil. Su insatisfacción iba en aumento. También nuestro nerviosismo.
Así transcurrió el ensayo general: el director tratando de complacer sus
exigencias, nosotros tocando una y otra vez los pasajes que pedía, ella molesta
con lo que escuchaba y nosotros con sus gestos. Al cabo de una hora de tensión,
la solista azotó la tapa del piano y salió del escenario bruscamente.
Se rehusaba a continuar. El
director estaba avergonzado, nosotros irritados con aquellos desplantes. Se nos
informó que la solista no estaba dispuesta a tocar esa noche. Se encerró en su
camerino como una niña emberrinchada y ya no quería salir. Creo que entre su
manager y su esposo lograron convencerla de tocar. No sé qué le dirían. Las
agencias suelen encargarse de todo. No supe cómo estaba la relación con su
esposo, ni cuál sería el destino de su matrimonio.
Nada especial recuerdo de
aquella noche más que mi deseo de que pronto se acabara. Ella tuvo éxito con su
concierto y nunca más volvimos a verla.
Rata
Durante la gira de una
orquesta mexicana por China, un chino comentó: “A los mexicanos les encanta la
rata”. “¿Por qué dice eso?”, preguntaron, pensando que aludía a un caso de
corrupción. “Porque ya se la acabaron”-dijo, señalando la mesa del bufet.
La musa futbolera
Tuvimos una vez como
invitado a un director coreano apasionado del futbol. Aunque en realidad, los
términos ‘coreano’ y ‘apasionado del futbol’ casi son sinónimos. Dicen que en
Corea los monjes pueden llegar a usar estatuas de Buda para marcar las
porterías. No lo dudo. La pasión borra la frontera entre lo sacro y lo profano.
Este director tenía de veras un estilo de entrenador deportivo para trabajar.
Disfrutamos mucho esa semana con aquel hombre alegre que contagiaba su
entusiasmo por la música.
Para nuestro día de
descanso, el sábado, organizó un partido de futbol con miembros de la comunidad
coreana. Nos reunimos en las canchas del Comité Olímpico. Ellos tenían la
costumbre de jugar cada fin de semana, de manera que constituían unos rivales
formidables para unos pobres músicos sedentarios y panzones. No obstante,
afrontamos con seriedad el compromiso. Esa tarde corrí como loco tratando de
contener a sus veloces delanteros y acabé esguinzado de un tobillo. Logramos al
menos sacar un empate.
Al día siguiente el
entusiasmo deportivo de nuestro huésped se desbordó más allá de lo imaginable.
Al término del concierto, animado por el nutrido aplauso, salió a agradecer
llevando una bandera mexicana y una bolsa repleta de balones. Para sorpresa de
todos, los fue lanzando hacia el público con la mano y con el pie. Eran
certeros sus disparos. El último balón lo colocó en el segundo piso con la
precisión de un experto cobrador de penales.
Nuestro director titular de
entonces también era apasionado del futbol. Compuso una obra que describe un
partido entre las selecciones de Francia y de Brasil. El encuentro al que hace
referencia tuvo lugar en el mundial del 86 y acabó en victoria francesa. Es un
pastiche que incluye citas de los respectivos himnos nacionales, música de
Bizet y Villa-Lobos, enfrentamientos entre porras y un Dies Irae irónico que señala la derrota sudamericana. No es una
gran obra pero es divertida. La tocamos muchas veces y siempre fue bien
recibida por el público.
Durante un campeonato
mundial, coincidió nuestro ensayo con un partido de la selección. Nuestro
director, quizá preocupado con el programa de esa semana, decidió igual
llevarlo a cabo. Muy obedientes todos acudimos a la cita esa mañana a Bellas
Artes.
Las calles estaban desiertas
y la ciudad paralizada. Como una travesura escolar, alguien se las ingenió para
esconder una tele entre los estuches
de los violines segundos. De esa manera pudimos seguir de reojo las incidencias
del partido, aunque las distracciones eran cada vez más frecuentes. Una sorda
trepidación sacudió a la orquesta cuando México anotó el primer gol. Hubo
muchos comentarios en voz baja y risas disfrazadas como toses. De cualquier
manera, seguimos ensayando como si no pasara nada. Pero cuando cayó el segundo
gol, un golazo desde fuera del área, la emoción fue incontenible. El director
tuvo que rendirse y suspender el ensayo hasta que el partido terminara. Él
también quería verlo.
No hacer
Era la primera lectura de un
aria de Puccini, toda en cuatro cuartos, muy fácil de dirigir. El tenor comenzó
a cantar, pero el director tuvo que hacer malabares para seguirlo: marcaba, se
detenía, miraba al cantante, volvía a marcar y se contorsionaba como un
guerrero ninja. Al finalizar la lectura, comenzó a dar indicaciones a su
orquesta:
-Bien, aquí en el compás
tal, agreguen una corchea. En el siguiente quiten un tiempo. En tal número de
compás, bajen la afinación un poco, pero en el número tal, súbanla. En tal
pasaje, aceleren el tempo, pero después hagan ‘rallentando’. Y mientras el
director hablaba, los músicos iban anotando con lápiz las partituras.
Cuando por fin acabaron las
indicaciones, el tenor preguntó con su gran voz:
- ¿Y yo qué hago, maestro?
- Nada- dijo el director: -usted haga exactamente lo que
acaba de hacer.
Aire libre
Detesto los conciertos al
aire libre. Son una forma de populismo musical. La música de concierto está
destinada a ser tocada y oída en una sala cerrada, donde te envuelve el sonido
natural de los instrumentos y cada nota puede escucharse con claridad. Una
plaza municipal llena de ruido y de gente no es más que un evento político.
Además uno imagina que los costos del concierto han sido inflados y que gran
parte d ese dinero irá a parar a las cuentas bancarias de los organizadores. Es
un negocio entre empresarios y funcionarios de gobierno.
Un concierto al aire libre
implica tocar bajo una lona donde el viento hace volar las partituras. Hay que
fijar las hojas al atril con pinzas, pero eso dificulta la vuelta de las
páginas. El sol, aunque pega de manera indirecta, puede llegar a rajar los
instrumentos de cuerda. Me ha tocado ver eso. De manera que no puedes llevar tu
mejor instrumento a un evento de esa clase. Y la sonorización no siempre es
eficiente. Lo común es que el ingeniero de sonido no sepa de música o que sus
ayudantes coloquen mal los micrófonos.
Se pierden los matices y el
sonido resultante suele ser defectuoso: demasiado metálico, o demasiado opaco,
o muy reverberante. Si no hay monitores no logras escuchar al resto de la
orquesta. Tocas sin saber qué diablos está saliendo allá afuera.
El único concierto al aire
libre que recuerdo con agrado fue uno que hicimos en Uxmal. Tocamos en la zona
arqueológica en medio de la selva: la verde espesura se extendía hasta el
horizonte. Éramos parte de un espectáculo de luz y sonido para una cumbre de
presidentes iberoamericanos. Llegamos al atardecer para una prueba acústica. El
calor y la humedad eran agobiantes, pero “La noche de los mayas” sonaba
grandiosa en la amplitud de aquella plaza flanqueada de pirámides. Sus blancas
piedras daban un marco solemne a la música. Pero cuando cayó la noche empezó el
verdadero espectáculo. Cientos de murciélagos comenzaron a salir de ocultos
nidos entre las ruinas. Volaban a gran velocidad entre nosotros y sobre
nuestras cabezas. Era imposible observarlos: sólo sentías una agitación en el
aire y el paso de una sombra como augurio funesto. Fue un concierto inquietante
entre aleteos fugaces como suspiros.
Acoso
Un director acosaba a una
joven clarinetista. Al final del ensayo el maestro pidió a la joven que fuera a
su camerino para darle indicaciones. Al poco rato ella acudió muy obediente y
encontró al director esperándola en bata. En cuanto entró la joven él se quitó
la bata y se mostró desnudo. Tras un momento de sorpresa y dando un rápido
vistazo, ella dijo:
-Maestro, usted se equivoca:
yo toco el clarinete, no el píccolo. Y salió dando un portazo.
Director
¿Cómo es para mí un buen
director? Es el que te hace sentir que estás tocando una parte de tu vida. El
que te involucra en la recreación de una partitura más allá de los aspectos
técnicos (notas, ritmo, afinación, dinámica).
Nunca sobre marca, no golpea
los tiempos, sólo acompaña el fluir del discurso haciendo sentir el pulso
interno. Señala con claridad las entradas, sin apresuramiento, respira con las
frases y deja latir la obra con su ritmo natural. Le basta una mirada y todo
parece flotar.
Despierta todo aquello que dormía a la espera del beso
enamorado. La música surge con nobleza entre sus manos. Te deja tocar. No
persigue el error como el policía al delincuente, sino que busca siempre algo
que se encuentra más allá del texto: la belleza innombrable, la indecible
poesía, nostalgia de un paraíso perdido y anhelado.
El buen director te hace
sentir que el momento del concierto es una oportunidad única de participar en
un acontecimiento irrepetible. Antes de empezar, su batuta ya contiene la
energía poderosa que irá desplegando a lo largo de la ejecución. Y el silencio
tras la música temblará aun conmovido, como el aire impregnado de una fragancia
persistente.
Indios
Era un director despótico.
Dirigía la orquesta como un señor feudal mandando sobre sus vasallos. Solía
además ser vulgar en sus comentarios. Se creía gracioso. Tenía una mala fama de
patán muy bien ganada.
Durante un ensayo no le
estaba gustando cómo tocaba un pasaje el dúo de clarinetes. Paró a la orquesta
y les dijo:
- ¡Tocan como indios!
Y se puso a imitar sus
movimientos, exagerándolos, ridiculizándolos. Los aduladores del director se
rieron.
La respuesta de los
clarinetes no fue inmediata, pero sí contundente: al día siguiente llegaron al
ensayo con plumas en la cabeza.
¿Para qué?
Toda clase de propósitos
pueden llevarte a tocar en una orquesta. Hay quien toca porque admira el
repertorio, porque disfruta el trabajo en equipo, o por simple necesidad. O
como dice un compañero muy gracioso: “Lo que hace el hambre”. Una vez conocí a
un violinista que tocaba en la orquesta porque quería comprar una cocina
integral para una casa que estaba construyendo en Tepoztlán.
Jerarquías
Durante el ensayo había un contrabajista
que no daba una. Su sección tuvo que repetir el mismo pasaje una y otra vez;
pero él siempre se atoraba en el mismo lugar. Finalmente el director, irritado,
lo increpó desde el podio:
- Mire maestro: cuando un violinista no toca muy bien,
mejor se pasa a tocar la viola. Lo mismo ocurre
con los violoncelos: cuando no son muy buenos, se pasan a los contrabajos.
Usted Ya está en los contrabajos. No puede caer más bajo. Dígame: ¿Qué piensa
hacer ahora?
- Ser director de orquesta –dijo, provocando la carcajada
general.
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