martes, 6 de septiembre de 2016

DESDE EL ATRIL: TALÍA / Horacio PUCHET



De la fuente Hipocrene, huella amable del Caballo hijo de Medusa, se adelanta ahora la festiva Talía, musa de la comedia, haciendo ruido al caminar como los antiguos cómicos calzando suecos en los pies, joven de rostro alegre y atractivo, coronada de hiedra la cabeza sosteniendo en la mano una máscara ridícula, ella cantará ahora para divertirnos con la representación que hace de personajes risibles y ridículos.

La diva
Durante el primer ensayo, la pianista, de cuyo nombre no quiero acordarme, se mostraba molesta ante cualquier falla que surgiera. Miraba con reprobación al director o al músico desatento e interrumpía constantemente el ensayo. Se levantaba, mostraba la partitura al director, le daba indicaciones precisas, señalaba alguna sección de la orquesta y volvía a sentarse a tocar de mala gana.

Para el segundo ensayo estaba realmente furiosa. A cada repetición se ponía más histérica. Aunque poníamos nuestro mayor empeño, un empeño reconocido por muchos otros solistas, todo era inútil. Su insatisfacción iba en aumento. También nuestro nerviosismo. Así transcurrió el ensayo general: el director tratando de complacer sus exigencias, nosotros tocando una y otra vez los pasajes que pedía, ella molesta con lo que escuchaba y nosotros con sus gestos. Al cabo de una hora de tensión, la solista azotó la tapa del piano y salió del escenario bruscamente.

Se rehusaba a continuar. El director estaba avergonzado, nosotros irritados con aquellos desplantes. Se nos informó que la solista no estaba dispuesta a tocar esa noche. Se encerró en su camerino como una niña emberrinchada y ya no quería salir. Creo que entre su manager y su esposo lograron convencerla de tocar. No sé qué le dirían. Las agencias suelen encargarse de todo. No supe cómo estaba la relación con su esposo, ni cuál sería el destino de su matrimonio.
Nada especial recuerdo de aquella noche más que mi deseo de que pronto se acabara. Ella tuvo éxito con su concierto y nunca más volvimos a verla.

Rata
Durante la gira de una orquesta mexicana por China, un chino comentó: “A los mexicanos les encanta la rata”. “¿Por qué dice eso?”, preguntaron, pensando que aludía a un caso de corrupción. “Porque ya se la acabaron”-dijo, señalando la mesa del bufet.

La musa futbolera
Tuvimos una vez como invitado a un director coreano apasionado del futbol. Aunque en realidad, los términos ‘coreano’ y ‘apasionado del futbol’ casi son sinónimos. Dicen que en Corea los monjes pueden llegar a usar estatuas de Buda para marcar las porterías. No lo dudo. La pasión borra la frontera entre lo sacro y lo profano. Este director tenía de veras un estilo de entrenador deportivo para trabajar. Disfrutamos mucho esa semana con aquel hombre alegre que contagiaba su entusiasmo por la música.

Para nuestro día de descanso, el sábado, organizó un partido de futbol con miembros de la comunidad coreana. Nos reunimos en las canchas del Comité Olímpico. Ellos tenían la costumbre de jugar cada fin de semana, de manera que constituían unos rivales formidables para unos pobres músicos sedentarios y panzones. No obstante, afrontamos con seriedad el compromiso. Esa tarde corrí como loco tratando de contener a sus veloces delanteros y acabé esguinzado de un tobillo. Logramos al menos sacar un empate.

Al día siguiente el entusiasmo deportivo de nuestro huésped se desbordó más allá de lo imaginable. Al término del concierto, animado por el nutrido aplauso, salió a agradecer llevando una bandera mexicana y una bolsa repleta de balones. Para sorpresa de todos, los fue lanzando hacia el público con la mano y con el pie. Eran certeros sus disparos. El último balón lo colocó en el segundo piso con la precisión de un experto cobrador de penales.

Nuestro director titular de entonces también era apasionado del futbol. Compuso una obra que describe un partido entre las selecciones de Francia y de Brasil. El encuentro al que hace referencia tuvo lugar en el mundial del 86 y acabó en victoria francesa. Es un pastiche que incluye citas de los respectivos himnos nacionales, música de Bizet y Villa-Lobos, enfrentamientos entre porras y un Dies Irae irónico que señala la derrota sudamericana. No es una gran obra pero es divertida. La tocamos muchas veces y siempre fue bien recibida por el público.

Durante un campeonato mundial, coincidió nuestro ensayo con un partido de la selección. Nuestro director, quizá preocupado con el programa de esa semana, decidió igual llevarlo a cabo. Muy obedientes todos acudimos a la cita esa mañana a Bellas Artes.

Las calles estaban desiertas y la ciudad paralizada. Como una travesura escolar, alguien se las ingenió para esconder una tele entre los estuches de los violines segundos. De esa manera pudimos seguir de reojo las incidencias del partido, aunque las distracciones eran cada vez más frecuentes. Una sorda trepidación sacudió a la orquesta cuando México anotó el primer gol. Hubo muchos comentarios en voz baja y risas disfrazadas como toses. De cualquier manera, seguimos ensayando como si no pasara nada. Pero cuando cayó el segundo gol, un golazo desde fuera del área, la emoción fue incontenible. El director tuvo que rendirse y suspender el ensayo hasta que el partido terminara. Él también quería verlo.

No hacer
Era la primera lectura de un aria de Puccini, toda en cuatro cuartos, muy fácil de dirigir. El tenor comenzó a cantar, pero el director tuvo que hacer malabares para seguirlo: marcaba, se detenía, miraba al cantante, volvía a marcar y se contorsionaba como un guerrero ninja. Al finalizar la lectura, comenzó a dar indicaciones a su orquesta:

-Bien, aquí en el compás tal, agreguen una corchea. En el siguiente quiten un tiempo. En tal número de compás, bajen la afinación un poco, pero en el número tal, súbanla. En tal pasaje, aceleren el tempo, pero después hagan ‘rallentando’. Y mientras el director hablaba, los músicos iban anotando con lápiz las partituras.

Cuando por fin acabaron las indicaciones, el tenor preguntó con su gran voz:
-      ¿Y yo qué hago, maestro?
-      Nada- dijo el director: -usted haga exactamente lo que acaba de hacer.

Aire libre
Detesto los conciertos al aire libre. Son una forma de populismo musical. La música de concierto está destinada a ser tocada y oída en una sala cerrada, donde te envuelve el sonido natural de los instrumentos y cada nota puede escucharse con claridad. Una plaza municipal llena de ruido y de gente no es más que un evento político. Además uno imagina que los costos del concierto han sido inflados y que gran parte d ese dinero irá a parar a las cuentas bancarias de los organizadores. Es un negocio entre empresarios y funcionarios de gobierno.

Un concierto al aire libre implica tocar bajo una lona donde el viento hace volar las partituras. Hay que fijar las hojas al atril con pinzas, pero eso dificulta la vuelta de las páginas. El sol, aunque pega de manera indirecta, puede llegar a rajar los instrumentos de cuerda. Me ha tocado ver eso. De manera que no puedes llevar tu mejor instrumento a un evento de esa clase. Y la sonorización no siempre es eficiente. Lo común es que el ingeniero de sonido no sepa de música o que sus ayudantes coloquen mal los micrófonos.
Se pierden los matices y el sonido resultante suele ser defectuoso: demasiado metálico, o demasiado opaco, o muy reverberante. Si no hay monitores no logras escuchar al resto de la orquesta. Tocas sin saber qué diablos está saliendo allá afuera.

El único concierto al aire libre que recuerdo con agrado fue uno que hicimos en Uxmal. Tocamos en la zona arqueológica en medio de la selva: la verde espesura se extendía hasta el horizonte. Éramos parte de un espectáculo de luz y sonido para una cumbre de presidentes iberoamericanos. Llegamos al atardecer para una prueba acústica. El calor y la humedad eran agobiantes, pero “La noche de los mayas” sonaba grandiosa en la amplitud de aquella plaza flanqueada de pirámides. Sus blancas piedras daban un marco solemne a la música. Pero cuando cayó la noche empezó el verdadero espectáculo. Cientos de murciélagos comenzaron a salir de ocultos nidos entre las ruinas. Volaban a gran velocidad entre nosotros y sobre nuestras cabezas. Era imposible observarlos: sólo sentías una agitación en el aire y el paso de una sombra como augurio funesto. Fue un concierto inquietante entre aleteos fugaces como suspiros.

Acoso
Un director acosaba a una joven clarinetista. Al final del ensayo el maestro pidió a la joven que fuera a su camerino para darle indicaciones. Al poco rato ella acudió muy obediente y encontró al director esperándola en bata. En cuanto entró la joven él se quitó la bata y se mostró desnudo. Tras un momento de sorpresa y dando un rápido vistazo, ella dijo:

-Maestro, usted se equivoca: yo toco el clarinete, no el píccolo. Y salió dando un portazo.

Director
¿Cómo es para mí un buen director? Es el que te hace sentir que estás tocando una parte de tu vida. El que te involucra en la recreación de una partitura más allá de los aspectos técnicos (notas, ritmo, afinación, dinámica).

Nunca sobre marca, no golpea los tiempos, sólo acompaña el fluir del discurso haciendo sentir el pulso interno. Señala con claridad las entradas, sin apresuramiento, respira con las frases y deja latir la obra con su ritmo natural. Le basta una mirada y todo parece flotar.

Despierta todo aquello que dormía a la espera del beso enamorado. La música surge con nobleza entre sus manos. Te deja tocar. No persigue el error como el policía al delincuente, sino que busca siempre algo que se encuentra más allá del texto: la belleza innombrable, la indecible poesía, nostalgia de un paraíso perdido y anhelado.

El buen director te hace sentir que el momento del concierto es una oportunidad única de participar en un acontecimiento irrepetible. Antes de empezar, su batuta ya contiene la energía poderosa que irá desplegando a lo largo de la ejecución. Y el silencio tras la música temblará aun conmovido, como el aire impregnado de una fragancia persistente.

Indios
Era un director despótico. Dirigía la orquesta como un señor feudal mandando sobre sus vasallos. Solía además ser vulgar en sus comentarios. Se creía gracioso. Tenía una mala fama de patán muy bien ganada.

Durante un ensayo no le estaba gustando cómo tocaba un pasaje el dúo de clarinetes. Paró a la orquesta y les dijo:

-       ¡Tocan como indios!

Y se puso a imitar sus movimientos, exagerándolos, ridiculizándolos. Los aduladores del director se rieron.

La respuesta de los clarinetes no fue inmediata, pero sí contundente: al día siguiente llegaron al ensayo con plumas en la cabeza.

¿Para qué?
Toda clase de propósitos pueden llevarte a tocar en una orquesta. Hay quien toca porque admira el repertorio, porque disfruta el trabajo en equipo, o por simple necesidad. O como dice un compañero muy gracioso: “Lo que hace el hambre”. Una vez conocí a un violinista que tocaba en la orquesta porque quería comprar una cocina integral para una casa que estaba construyendo en Tepoztlán.

Jerarquías
Durante el ensayo había un contrabajista que no daba una. Su sección tuvo que repetir el mismo pasaje una y otra vez; pero él siempre se atoraba en el mismo lugar. Finalmente el director, irritado, lo increpó desde el podio:

-       Mire maestro: cuando un violinista no toca muy bien, mejor se pasa a tocar la viola. Lo mismo ocurre con los violoncelos: cuando no son muy buenos, se pasan a los contrabajos. Usted Ya está en los contrabajos. No puede caer más bajo. Dígame: ¿Qué piensa hacer ahora?

-     Ser director de orquesta –dijo, provocando la carcajada general.

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