martes, 20 de septiembre de 2016

DESDE EL ATRIL: POLIMNIA / Horacio PUCHET



POLIMNIA

Se oyen himnos: es Polimnia, musa de los cantos sacros, que desciende toda vestida de blanco y coronada la cabeza con perlas y joyas de colores deslumbrantes, la que mientras pronuncia un discurso persuasivo eleva al cielo el dedo índice y sostiene en la otra mano un libro abierto, son sus dotes servirse de la buena disposición, la memoria y la pronunciación, inspiración de los oradores, señala todo con su mano, atención: ahora habla Polimnia.

Perdido

Esa noche interpretábamos la octava de Mahler, la de dos mil. El escenario rebosaba de gente entre músicos y cantantes. La orquesta estaba reforzada con extras y la presencia de cuatro coros. La sala también estaba repleta. Las localidades agotadas.

Para esta ocasión, la disposición de la orquesta era un poco diferente a la habitual. Estamos adelantados en el foro para dar cabida a los coros. La sección de maderas quedaba a la altura del telón de cristal.  Construido por la casa Tiffany de Nueva York, su paisaje volcánico es un rompecabezas de miles de piezas de colores. Fue puesto ahí como una protección para aislar el escenario en caso de incendio.  Funciona como las mamparas del Titanic. Sentado bajo su estructura, que corta el foro en dos mitades, siento sobre mí una guillotina de 22 toneladas. Es un muro que pende sobre nuestras cabezas como la legendaria espada de Damocles.

Todo empezó muy bien, “Veni creator spiritus” resonaba grandioso y monumental, pero después de unos minutos el director marcó un silencio general que no existía en la partitura. Enseguida advirtió su error pero continuó moviendo los brazos sin sentido. Nosotros seguimos tocando, como si no pasara nada, tratando de cubrir el bache mientras él perseguía a la orquesta. Lo veíamos sudando y empalidecido. Por fin, después de muchos compases (muchos), llegamos a una cadencia en donde se pudo agarrar y todos sentimos un alivio.  Fue como un avión que toca tierra tras un vuelo turbulento. Esto ya lo había pasado durante los ensayos, pero él, vanidoso, no quiso sacar la partitura para dirigir el concierto e insistió en dirigir de memoria. Al final nos agradeció encarecidamente que hubiéramos seguido tocando durante su laguna. Lo habíamos salvado.

El nivel de nuestra crítica musical quedó en evidencia al día siguiente. El crítico del Reforma se deshacía en elogios al director mientras que a nosotros nos llenaba de vituperios.

La mala leche

“No existe nada que odien más los mediocres que la superioridad de talento”, decía Stendhal. La envidia anida en el corazón humano como una bestia agazapada en su guarida. El genio y la inspiración  son algo imperdonable.

En una orquesta, donde todos estamos escuchando, nada pasa desapercibido, ni lo bueno ni lo malo. Una multitud atenta de oídos entrenados es un tribunal que juzga y no perdona. Sus sentencias son inapelables. La perfección es obligada y menos que eso es despreciable. La murmuración, la difamación, la puñalada por la espalda, el veneno secreto que se ofrece en alimento, son el pan nuestro cotidiano.

Desde la escuela se nos educó para criticar, no para despertar el entusiasmo. Había que perseguir el error como la policía persigue al delincuente. Se nos educó para alertar la consciencia, no para suscitar el auto aprecio o el respeto. Había que desconocer el mérito, para no envanecerse y dejar por ello de esforzarse. Se nos educó para competir y prevalecer, no para alegrarnos por el logro propio o el ajeno.
“Cuando alguien toca bien nadie lo reconoce, me decía un compañero. Por ejemplo: un solo. Pero si alguien se equivoca, enseguida cae la crítica como una guillotina”.

Es cierto. Pero eso no es todo. También hay gente generosa. La humanidad trasciende la mala educación. Como el lirio acuático florece en los estanques, la nobleza habita entre la mezquindad. Cuando he hecho algo bueno, ya fuera en un ensayo o en concierto, nunca ha faltado quien se acerque a brindarme una palabra de respaldo y reconocimiento.

Podría decir que todos somos impostores. Que los que parecen odiarnos nos aprecian, y quienes dicen apreciarnos nos detestan. No es tan simple. El humano es un ser contradictorio, una constante paradoja: respira entre la carne y el espíritu, camina entre la gravedad y la gracia. Lo cierto es que varios compañeros con su aliento me hicieron sentir que mi trabajo valía la pena.

Convento y palacio


Cuántos dependemos de un palacio blanco, hundido bajo el peso de su mármol, rodeado del ingente tráfico de una urbe atropellada. Macizo como una montaña se eleva resistiendo el embate de los años. Bajo su triple cúpula habita una gran sala, objeto del deseo de generaciones, escenario de sueños, destellos y esplendores. Aquí dejo el alma cada día. Fragmentos de mi vida, junto a las de muchos otros, quedan adheridos a sus muros como capas de pintura. Aquí un grupo de cien músicos revive la invisible arquitectura de los genios: tiempo en el tiempo, paraíso donde el aire se aclara y se serena, arquitectura que acoge y multiplica las metáforas de un mundo ideal.

Los edificios poseen tres dimensiones: largo, ancho y alto, pero también tienen una dimensión temporal que los identifica y los revela. Me intriga el precedente religioso del Palacio: el convento de Santa Isabel. Construido en un terreno ganado al lago de Texcoco, tras la conquista, el solar fue adjudicado a un capitán de Cortés por sus servicios. El capitán construyó aquí una casa que heredó a su hija, quien a su vez la donaría a la Iglesia para hacer aquí un convento, a condición de ser ella la primera novicia. Fue así que nació el convento de “La Visitación de María Santísima a su prima Santa Isabel”, institución fundada en 1600 y clausurada en 1861, durante la primera presidencia juarista.

Dos siglos y medio de rezos no pasan en vano. Doscientos sesenta años de oficios, misas y rosarios, debieron dejar su huella en este espacio conmovido. Casi puedo sentir el eco de esas piadosas mujeres, sus silencios y sus cantos regulados al tañìdo de campanas, su oración incesante noche y día. Me pregunto entonces cómo habrá sido su final, su ominosa exclaustración, la humillación de ser expulsadas de su hogar por un gobierno hostil, de ver sus celdas convertirse en vecindad y su capilla en una fábrica de telas.

El único objeto religioso que hay ahora es un cuadro de la Guadalupana al interior del foro. Vela la tramoya a un lado del escenario, siempre rodeada de luces y de flores. No es la imagen completa sino un busto, aunque de grandes dimensiones, suficiente para mostrar su mirada concentrada y compasiva. No me cansa ver esa bandera primigenia que aglutinó en torno suyo el fervor de un pueblo y conformó la nacionalidad mexicana.

Otra liturgia se celebra ahora en este sitio. Liturgia profana, pero que busca también la elevación del alma. El arte es hermano de la mística. Un hermano menor, inquieto y alocado, aunque no menos encendido. El aire del Palacio vibra ahora con la música y las voces que celebran la Belleza, que es otro nombre de la divinidad.

Olores

El aire que respiramos merece un estudio aparte y sólo en las últimas décadas se ha desarrollado esta rama del saber: la antropología sensorial o antropología de los sentidos. Plinio el Viejo habla en su Historia natural de seres sin boca que se alimentaban por el olfato. Hoy, por el contrario, percibimos el mundo prácticamente sin nariz. Somos una sociedad que mira y escucha, pero que casi no huele, Y no nos falta razón. Sólo una nariz experta como la de mi perra podría descifrar la compleja información que flota en la atmósfera del Centro Histórico.

El Eje Central apesta a orina y coladera. El viento de los coches y camiones agita un hedor inmundo que provoca náusea. Por entre la banqueta emanan las exhalaciones del aire viciado del Metro. Caminar por un costado del Palacio es respirar una cloaca. En esos momentos Bellas Artes me parece un excusado blanco y enorme.

Antes de su remodelación, llegaba hasta el escenario el vapor de una cocina ubicada en la planta baja, al final de un laberinto de pasillos y oficinas, llamada “cafetería personal”. Era muy chocante el maridaje entre Mahler y los chilaquiles con cebolla, o la música de Beethoven acompañada de huevos con chorizo. Otra veces ascendía hasta nosotros una pestilencia de solventes y pinturas.  Bajo el escenario hay un taller donde se fabrican escenografías para la ópera y el ballet. Su irritante olor penetraba la nariz y los ojos, provocando mareo y visón borrosa. Muchas veces hubo que parar el ensayo por su causa. Aunque ese grado de intoxicación divertía a algunos.

Después de la remodelación sólo me ha chocado el olor de esencias naturistas que usa una compañera cuando tiene gripe. Son aromas concentrados que invaden el ambiente y lo saturan. Me hacen toser, me dan asco. Pero ella cree que son muy saludables y no hay argumento que pueda refutar su fe.

Hay toda clase de olores. Olores naturales, como las flores y los alimentos, y otros artificiales, como la contaminación. Pero hay olores imaginarios. Producto de la fantasía. Una vez estaba formado en la taquilla de descuentos para sacar dos cortesías momentos antes del concierto. Ya tenía puesto el frac. Una mujer atrás mío, viéndome así vestido, me preguntó con deleite qué loción usaba. Su pregunta me sorprendió porque yo acababa de salir corriendo del Metro y no traía puesta loción alguna. Tuve que inventar un nombre para no desilusionarla.

Sindicato

“Los que sólo se preocupan de Mozart y Beethoven, pronto no podrán preocuparse ni de Mozart ni Beethoven”. Así comenzaba un discurso nuestra lideresa, encumbrada en el podio, con su pelo corto y rojo como sus ideas. Como tantas otras veces, anunciaba un desastre inminente que nunca llegó. Alguna vez, en medio de una negociación empantanada, quiso convencernos de salir a protestar a la calle, parando el tránsito del Eje Central. Pero la acción nos pareció indigna y nos negamos. Nuestros actos de protesta nunca han ido más allá de tocar el pórtico del Palacio, o desplegar una manta en escena momentos antes del concierto. En caso extremo, una suspensión parcial de labores.

Los grupos artísticos del Instituto Nacional de Bellas Artes éramos considerados maestros de educación al servicio de la SEP (Secretaría de Educación Pública). O al menos así fue antes de la creación de la Secretaría de Cultura. Eran otros tiempos.

Sindicato es una palabra griega que significa “hacer justicia”. Designa al que defiende a alguien en un juicio. (Aunque esta defensoría nada hizo en el despido de uno que se defendió solo y  ganó su querella con el Instituto; se opuso además a reinstalación de otro, que tras años de ausencia y juicios de amparo pudo al fin recuperar su puesto; tampoco defendió a un extranjero, que habiendo ganado un concurso para principal, le fue negada la plaza por el sólo hecho de serlo; ni defendió a otro en un caso evidente de acoso laboral). Ellos tenían su propia agenda y nada podía distraerlos. Actuaban como un grupo de amigos de ayuda mutua. Era común verlos tocar en todos los huesos.

Nuestro sindicato era único y de afiliación forzada. No había opción, pues tenía el monopolio del diálogo con la autoridad. Toda negociación, por ley, debía pasar por sus manos: las condiciones de trabajo, la jornada laboral, los descansos las vacaciones, las licencias, las prestaciones, la capacitación. Administraba hasta los proyectos personales: cualquier petición de un miembro al Instituto debía presentarse a través suyo. Vivir fuera del sindicato era vivir en el error.

También era obligatorio su financiamiento. Nuestro cheque venía con un descuento etiquetado como “aportación sindical”. Pero no había quien nos presentara un informe de sus gastos. Su transparencia era nula., Además las votaciones eran “a mano alzada”, es decir, a la vista y escrutinio de los demás miembros, lo cual facilitaba la coacción. Participar en aquellas discusiones que podían abarcar todo el tiempo de ensayo sin llegar a acuerdo alguno era un ejercicio de paciencia.

Nuestro sindicato estaba involucrado en la lucha por el poder. Servía a un proyecto político particularmente antidemocrático: al partido de un solo hombre. En una ceremonia oficial, con la presencia del presidente de la República, me tocó ver a nuestro representante en el escenario agitar el puño alzado gritando: “Obrador, Obrador, Obrador”. Durante una campaña electoral, cuando otro candidato quiso presentarnos su propuesta cultural, se negaron a recibirla. Ni siquiera hablaron con él.

Discrepar de su ideología equivalía a declararte su enemigo. Su reiterado discurso era que prácticamente les debíamos el puesto a ellos. Daban a entender que fuera del manto protector de su gestión nos quedaríamos en la calle. De pronto parecía que no eran las audiciones, ni los períodos meritorios, ni el esfuerzo propio lo que mantenía a los miembros en la orquesta, sino la atinada conducción del sindicato.

Eternos agoreros del apocalipsis, siempre estaba negociando con el fin del mundo perfecto del sistema de plazas y pensiones, reacios a cualquier cambio y en permanente oposición a las políticas de diferente signo ideológico que el suyo. Pero todo esto ocurrió hace mucho tiempo Era otro país. Sólo quise evocar por un momento a aquellos buenos centinelas de nuestra felicidad laboral.

Corrupción

Una vez un compañero intentó venderme una flauta. Primero me hizo depositarle en su cuenta, asegurándome que tenía en orden los papeles. Al día siguiente me entregó el instrumento, junto con algo que resultó ser un instructivo de mantenimiento. Nada parecido a una factura. Tiempo después me enteré que este músico había sido destituido de la banda que dirigía. Por malversación.

Coincidí con otro compañero una vez en un concierto de jazz. Formábamos parte de la banda que acompañaba a un pianista. Al final del evento, cuando pasamos a cobrar a una oficina, me pidió un recibo de honorarios. Se lo di. Pero cuando presenté mi declaración anual, acabé pagando casi tanto como lo que cobré esa noche. Me prometí no volver a ayudar a un evasor fiscal.
También están los que tienen más de una plaza. Es ilegal. Hay uno en la orquesta que cobra tres tiempos completos en tres orquestas diferentes. No sé cómo hace. Un verdadero virtuoso.

Otro caso de ubicuidad es el de una compañera que se ausentó durante meses con goce de sueldo, presentando regularmente certificados de incapacidad expedidos por un médico suyo, para ir secretamente a trabajar a Estaos Unidos. Es bueno tener esa clase de amigos, que te permiten trabajar allá mientras sigues cobrando aquí.

Corruptos son también los músicos que sólo ven durante los ensayos sus partes y no las llevan a estudiar a su casa, sin importarles que el día del concierto no sean capaces de tocar todas sus notas. Se ocultan en el tutti.

No sólo en la orquesta hay corrupción. Somos una sociedad donde las gasolineras venden litros incompletos, los bares sirven bebidas adulteradas y los estacionamientos engañan con el cobro. Engaña también el que debe meses de colegiatura en la escuela de sus hijos, diciendo que no tiene dinero, pero se va de vacaciones a Praga o a Alaska con toda su familia.

Tenemos los gobernantes que nos merecemos. Los políticos no son los peores ciudadanos sino los más visibles. Se hacen visibles al exhibirse mutuamente en su intento por destruir a su adversario. Pero no vienen de Marte: surgen de entre nosotros. Son nuestro reflejo.

Burocracia

Un espacio rectangular donde estampo mi firma me recibe al llegar a ensayar cada mañana. La lista de asistencia es la cara blanca e impersonal de la administración. Allí aparecen los nombres de cada miembro de la orquesta junto con su fecha de nacimiento y su clave presupuestal. Es más importante firmar la lista que tocar. Puedes deshacerte y dejar la vida en el escenario, pero si no firmas, no existes. No hay vida fuera de la administración.

Las firmas en la lista reflejan la personalidad de cada uno. Algunas firmas son tan grandes que no caben en el espacio asignado. Otras son un garabato apretado e incomprensible. La acumulación de rasgos débiles y furiosos dibuja un cuadro de expresionismo abstracto. Un grafólogo podría detectar allí toda clase de trastornos de personalidad.

Es raro coincidir con la fecha de nacimiento de otra persona. La perfecta contemporaneidad. Pero en nuestra orquesta, curiosamente, somos tres los que nacimos el mismo día del mismo año: una viola, un chelo y yo. Venidos de lugares muy distantes, somos hermanos, si no de ADN, al menos de RFC (Registro Federal de Causantes). Debo decir también que no tenemos nada en común, aparte de ser músicos y tocar en la misma orquesta. Nuestra conjunción estelar no tiene un correlato psicológico. Esta diversidad de nuestras personalidades es un argumento contra la astrología.

El personal administrativo suele ser amable. Su modo es cordial y respetuoso: antepone siempre la palabra “maestro” para dirigirse a los músicos. El trato cotidiano ha hecho surgir varias amistades. Pero, como en toda institución del Estado, la burocracia es excesiva. Uno de ellos me decía que con la tercera parte del personal se podrían realizar todas las tareas. La abultada nómina parece ser la marca registrada del servicio público.

Es necesario que exista administración, pero también es cierto que es una máquina que funciona por sí misma, con independencia del operador. Si el operador es insensible y sin criterio, te puede arrollar sin darse cuenta. Una vez mi madre estaba hospitalizada y yo salí a comprar algunas cosas para ella durante el descanso. No pude regresar a tiempo para la segunda parte del ensayo, de manera que la jefa de personal me puso un extrañamiento, una nota administrativa por mi retardo, la cual me hizo firmar pacientemente.

Jamás se disculpó. Yo sólo era una firma más en un papel. Otro documento para ser archivado y amarillar empolvado en un expediente.

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