POLIMNIA
Se oyen himnos: es Polimnia, musa de los cantos sacros,
que desciende toda vestida de blanco y coronada la cabeza con perlas y joyas de
colores deslumbrantes, la que mientras pronuncia un discurso persuasivo eleva
al cielo el dedo índice y sostiene en la otra mano un libro abierto, son sus
dotes servirse de la buena disposición, la memoria y la pronunciación,
inspiración de los oradores, señala todo con su mano, atención: ahora habla
Polimnia.
Perdido
Esa noche interpretábamos la
octava de Mahler, la de dos mil. El escenario rebosaba de gente entre músicos y
cantantes. La orquesta estaba reforzada con extras y la presencia de cuatro
coros. La sala también estaba repleta. Las localidades agotadas.
Para esta ocasión, la
disposición de la orquesta era un poco diferente a la habitual. Estamos
adelantados en el foro para dar cabida a los coros. La sección de maderas
quedaba a la altura del telón de cristal.
Construido por la casa Tiffany de Nueva York, su paisaje volcánico es un
rompecabezas de miles de piezas de colores. Fue puesto ahí como una protección
para aislar el escenario en caso de incendio.
Funciona como las mamparas del Titanic. Sentado bajo su estructura, que
corta el foro en dos mitades, siento sobre mí una guillotina de 22 toneladas.
Es un muro que pende sobre nuestras cabezas como la legendaria espada de
Damocles.
Todo empezó muy bien, “Veni
creator spiritus” resonaba grandioso y monumental, pero después de unos minutos
el director marcó un silencio general que no existía en la partitura. Enseguida
advirtió su error pero continuó moviendo los brazos sin sentido. Nosotros
seguimos tocando, como si no pasara nada, tratando de cubrir el bache mientras
él perseguía a la orquesta. Lo veíamos sudando y empalidecido. Por fin, después
de muchos compases (muchos), llegamos a una cadencia en donde se pudo agarrar y
todos sentimos un alivio. Fue como un
avión que toca tierra tras un vuelo turbulento. Esto ya lo había pasado durante
los ensayos, pero él, vanidoso, no quiso sacar la partitura para dirigir el
concierto e insistió en dirigir de memoria. Al final nos agradeció
encarecidamente que hubiéramos seguido tocando durante su laguna. Lo habíamos
salvado.
El nivel de nuestra crítica
musical quedó en evidencia al día siguiente. El crítico del Reforma se deshacía
en elogios al director mientras que a nosotros nos llenaba de vituperios.
La mala leche
“No existe nada que odien
más los mediocres que la superioridad de talento”, decía Stendhal. La envidia
anida en el corazón humano como una bestia agazapada en su guarida. El genio y
la inspiración son algo imperdonable.
En una orquesta, donde todos
estamos escuchando, nada pasa desapercibido, ni lo bueno ni lo malo. Una
multitud atenta de oídos entrenados es un tribunal que juzga y no perdona. Sus
sentencias son inapelables. La perfección es obligada y menos que eso es
despreciable. La murmuración, la difamación, la puñalada por la espalda, el
veneno secreto que se ofrece en alimento, son el pan nuestro cotidiano.
Desde la escuela se nos
educó para criticar, no para despertar el entusiasmo. Había que perseguir el
error como la policía persigue al delincuente. Se nos educó para alertar la
consciencia, no para suscitar el auto aprecio o el respeto. Había que
desconocer el mérito, para no envanecerse y dejar por ello de esforzarse. Se
nos educó para competir y prevalecer, no para alegrarnos por el logro propio o
el ajeno.
“Cuando alguien toca bien
nadie lo reconoce, me decía un compañero. Por ejemplo: un solo. Pero si alguien
se equivoca, enseguida cae la crítica como una guillotina”.
Es cierto. Pero eso no es
todo. También hay gente generosa. La humanidad trasciende la mala educación.
Como el lirio acuático florece en los estanques, la nobleza habita entre la
mezquindad. Cuando he hecho algo bueno, ya fuera en un ensayo o en concierto,
nunca ha faltado quien se acerque a brindarme una palabra de respaldo y
reconocimiento.
Podría decir que todos somos
impostores. Que los que parecen odiarnos nos aprecian, y quienes dicen
apreciarnos nos detestan. No es tan simple. El humano es un ser contradictorio,
una constante paradoja: respira entre la carne y el espíritu, camina entre la
gravedad y la gracia. Lo cierto es que varios compañeros con su aliento me
hicieron sentir que mi trabajo valía la pena.
Cuántos dependemos de un
palacio blanco, hundido bajo el peso de su mármol, rodeado del ingente tráfico
de una urbe atropellada. Macizo como una montaña se eleva resistiendo el embate
de los años. Bajo su triple cúpula habita una gran sala, objeto del deseo de
generaciones, escenario de sueños, destellos y esplendores. Aquí dejo el alma
cada día. Fragmentos de mi vida, junto a las de muchos otros, quedan adheridos
a sus muros como capas de pintura. Aquí un grupo de cien músicos revive la invisible
arquitectura de los genios: tiempo en el tiempo, paraíso donde el aire se
aclara y se serena, arquitectura que acoge y multiplica las metáforas de un
mundo ideal.
Los edificios poseen tres
dimensiones: largo, ancho y alto, pero también tienen una dimensión temporal
que los identifica y los revela. Me intriga el precedente religioso del
Palacio: el convento de Santa Isabel. Construido en un terreno ganado al lago
de Texcoco, tras la conquista, el solar fue adjudicado a un capitán de Cortés
por sus servicios. El capitán construyó aquí una casa que heredó a su hija,
quien a su vez la donaría a la Iglesia para hacer aquí un convento, a condición
de ser ella la primera novicia. Fue así que nació el convento de “La Visitación
de María Santísima a su prima Santa Isabel”, institución fundada en 1600 y
clausurada en 1861, durante la primera presidencia juarista.
Dos siglos y medio de rezos
no pasan en vano. Doscientos sesenta años de oficios, misas y rosarios,
debieron dejar su huella en este espacio conmovido. Casi puedo sentir el eco de
esas piadosas mujeres, sus silencios y sus cantos regulados al tañìdo de
campanas, su oración incesante noche y día. Me pregunto entonces cómo habrá
sido su final, su ominosa exclaustración, la humillación de ser expulsadas de su
hogar por un gobierno hostil, de ver sus celdas convertirse en vecindad y su
capilla en una fábrica de telas.
El único objeto religioso
que hay ahora es un cuadro de la Guadalupana al interior del foro. Vela la
tramoya a un lado del escenario, siempre rodeada de luces y de flores. No es la
imagen completa sino un busto, aunque de grandes dimensiones, suficiente para
mostrar su mirada concentrada y compasiva. No me cansa ver esa bandera
primigenia que aglutinó en torno suyo el fervor de un pueblo y conformó la
nacionalidad mexicana.
Otra liturgia se celebra
ahora en este sitio. Liturgia profana, pero que busca también la elevación del
alma. El arte es hermano de la mística. Un hermano menor, inquieto y alocado,
aunque no menos encendido. El aire del Palacio vibra ahora con la música y las
voces que celebran la Belleza, que es otro nombre de la divinidad.
Olores
El aire que respiramos
merece un estudio aparte y sólo en las últimas décadas se ha desarrollado esta
rama del saber: la antropología sensorial o antropología de los sentidos.
Plinio el Viejo habla en su Historia natural de seres sin boca que se
alimentaban por el olfato. Hoy, por el contrario, percibimos el mundo
prácticamente sin nariz. Somos una sociedad que mira y escucha, pero que casi
no huele, Y no nos falta razón. Sólo una nariz experta como la de mi perra
podría descifrar la compleja información que flota en la atmósfera del Centro
Histórico.
El Eje Central apesta a
orina y coladera. El viento de los coches y camiones agita un hedor inmundo que
provoca náusea. Por entre la banqueta emanan las exhalaciones del aire viciado
del Metro. Caminar por un costado del Palacio es respirar una cloaca. En esos
momentos Bellas Artes me parece un excusado blanco y enorme.
Antes de su remodelación, llegaba
hasta el escenario el vapor de una cocina ubicada en la planta baja, al final
de un laberinto de pasillos y oficinas, llamada “cafetería personal”. Era muy
chocante el maridaje entre Mahler y los chilaquiles con cebolla, o la música de
Beethoven acompañada de huevos con chorizo. Otra veces ascendía hasta nosotros
una pestilencia de solventes y pinturas.
Bajo el escenario hay un taller donde se fabrican escenografías para la
ópera y el ballet. Su irritante olor penetraba la nariz y los ojos, provocando
mareo y visón borrosa. Muchas veces hubo que parar el ensayo por su causa.
Aunque ese grado de intoxicación divertía a algunos.
Después de la remodelación
sólo me ha chocado el olor de esencias naturistas que usa una compañera cuando
tiene gripe. Son aromas concentrados que invaden el ambiente y lo saturan. Me
hacen toser, me dan asco. Pero ella cree que son muy saludables y no hay
argumento que pueda refutar su fe.
Hay toda clase de olores.
Olores naturales, como las flores y los alimentos, y otros artificiales, como
la contaminación. Pero hay olores imaginarios. Producto de la fantasía. Una vez
estaba formado en la taquilla de descuentos para sacar dos cortesías momentos
antes del concierto. Ya tenía puesto el frac. Una mujer atrás mío, viéndome así
vestido, me preguntó con deleite qué loción usaba. Su pregunta me sorprendió
porque yo acababa de salir corriendo del Metro y no traía puesta loción alguna.
Tuve que inventar un nombre para no desilusionarla.
Sindicato
“Los que sólo se preocupan
de Mozart y Beethoven, pronto no podrán preocuparse ni de Mozart ni Beethoven”.
Así comenzaba un discurso nuestra lideresa, encumbrada en el podio, con su pelo
corto y rojo como sus ideas. Como tantas otras veces, anunciaba un desastre
inminente que nunca llegó. Alguna vez, en medio de una negociación empantanada,
quiso convencernos de salir a protestar a la calle, parando el tránsito del Eje
Central. Pero la acción nos pareció indigna y nos negamos. Nuestros actos de
protesta nunca han ido más allá de tocar el pórtico del Palacio, o desplegar
una manta en escena momentos antes del concierto. En caso extremo, una
suspensión parcial de labores.
Los grupos artísticos del
Instituto Nacional de Bellas Artes éramos considerados maestros de educación al
servicio de la SEP (Secretaría de Educación Pública). O al menos así fue antes
de la creación de la Secretaría de Cultura. Eran otros tiempos.
Sindicato es una palabra
griega que significa “hacer justicia”. Designa al que defiende a alguien en un
juicio. (Aunque esta defensoría nada hizo en el despido de uno que se defendió
solo y ganó su querella con el
Instituto; se opuso además a reinstalación de otro, que tras años de ausencia y
juicios de amparo pudo al fin recuperar su puesto; tampoco defendió a un
extranjero, que habiendo ganado un concurso para principal, le fue negada la
plaza por el sólo hecho de serlo; ni defendió a otro en un caso evidente de
acoso laboral). Ellos tenían su propia agenda y nada podía distraerlos.
Actuaban como un grupo de amigos de ayuda mutua. Era común verlos tocar en
todos los huesos.
Nuestro sindicato era único
y de afiliación forzada. No había opción, pues tenía el monopolio del diálogo
con la autoridad. Toda negociación, por ley, debía pasar por sus manos: las
condiciones de trabajo, la jornada laboral, los descansos las vacaciones, las
licencias, las prestaciones, la capacitación. Administraba hasta los proyectos
personales: cualquier petición de un miembro al Instituto debía presentarse a
través suyo. Vivir fuera del sindicato era vivir en el error.
También era obligatorio su
financiamiento. Nuestro cheque venía con un descuento etiquetado como
“aportación sindical”. Pero no había quien nos presentara un informe de sus
gastos. Su transparencia era nula., Además las votaciones eran “a mano alzada”,
es decir, a la vista y escrutinio de los demás miembros, lo cual facilitaba la
coacción. Participar en aquellas discusiones que podían abarcar todo el tiempo
de ensayo sin llegar a acuerdo alguno era un ejercicio de paciencia.
Nuestro sindicato estaba involucrado
en la lucha por el poder. Servía a un proyecto político particularmente
antidemocrático: al partido de un solo hombre. En una ceremonia oficial, con la
presencia del presidente de la República, me tocó ver a nuestro representante
en el escenario agitar el puño alzado gritando: “Obrador, Obrador, Obrador”.
Durante una campaña electoral, cuando otro candidato quiso presentarnos su
propuesta cultural, se negaron a recibirla. Ni siquiera hablaron con él.
Discrepar de su ideología
equivalía a declararte su enemigo. Su reiterado discurso era que prácticamente
les debíamos el puesto a ellos. Daban a entender que fuera del manto protector
de su gestión nos quedaríamos en la calle. De pronto parecía que no eran las
audiciones, ni los períodos meritorios, ni el esfuerzo propio lo que mantenía a
los miembros en la orquesta, sino la atinada conducción del sindicato.
Eternos agoreros del
apocalipsis, siempre estaba negociando con el fin del mundo perfecto del
sistema de plazas y pensiones, reacios a cualquier cambio y en permanente
oposición a las políticas de diferente signo ideológico que el suyo. Pero todo
esto ocurrió hace mucho tiempo Era otro país. Sólo quise evocar por un momento
a aquellos buenos centinelas de nuestra felicidad laboral.
Corrupción
Una vez un compañero intentó
venderme una flauta. Primero me hizo depositarle en su cuenta, asegurándome que
tenía en orden los papeles. Al día siguiente me entregó el instrumento, junto
con algo que resultó ser un instructivo de mantenimiento. Nada parecido a una
factura. Tiempo después me enteré que este músico había sido destituido de la
banda que dirigía. Por malversación.
Coincidí con otro compañero
una vez en un concierto de jazz. Formábamos parte de la banda que acompañaba a
un pianista. Al final del evento, cuando pasamos a cobrar a una oficina, me
pidió un recibo de honorarios. Se lo di. Pero cuando presenté mi declaración
anual, acabé pagando casi tanto como lo que cobré esa noche. Me prometí no
volver a ayudar a un evasor fiscal.
También están los que tienen
más de una plaza. Es ilegal. Hay uno en la orquesta que cobra tres tiempos
completos en tres orquestas diferentes. No sé cómo hace. Un verdadero virtuoso.
Otro caso de ubicuidad es el
de una compañera que se ausentó durante meses con goce de sueldo, presentando
regularmente certificados de incapacidad expedidos por un médico suyo, para ir
secretamente a trabajar a Estaos Unidos. Es bueno tener esa clase de amigos,
que te permiten trabajar allá mientras sigues cobrando aquí.
Corruptos son también los
músicos que sólo ven durante los ensayos sus partes y no las llevan a estudiar
a su casa, sin importarles que el día del concierto no sean capaces de tocar
todas sus notas. Se ocultan en el tutti.
No sólo en la orquesta hay
corrupción. Somos una sociedad donde las gasolineras venden litros incompletos,
los bares sirven bebidas adulteradas y los estacionamientos engañan con el
cobro. Engaña también el que debe meses de colegiatura en la escuela de sus
hijos, diciendo que no tiene dinero, pero se va de vacaciones a Praga o a
Alaska con toda su familia.
Tenemos los gobernantes que
nos merecemos. Los políticos no son los peores ciudadanos sino los más
visibles. Se hacen visibles al exhibirse mutuamente en su intento por destruir
a su adversario. Pero no vienen de Marte: surgen de entre nosotros. Son nuestro
reflejo.
Burocracia
Un espacio rectangular donde
estampo mi firma me recibe al llegar a ensayar cada mañana. La lista de
asistencia es la cara blanca e impersonal de la administración. Allí aparecen
los nombres de cada miembro de la orquesta junto con su fecha de nacimiento y
su clave presupuestal. Es más importante firmar la lista que tocar. Puedes
deshacerte y dejar la vida en el escenario, pero si no firmas, no existes. No
hay vida fuera de la administración.
Las firmas en la lista
reflejan la personalidad de cada uno. Algunas firmas son tan grandes que no
caben en el espacio asignado. Otras son un garabato apretado e incomprensible.
La acumulación de rasgos débiles y furiosos dibuja un cuadro de expresionismo
abstracto. Un grafólogo podría detectar allí toda clase de trastornos de
personalidad.
Es raro coincidir con la
fecha de nacimiento de otra persona. La perfecta contemporaneidad. Pero en
nuestra orquesta, curiosamente, somos tres los que nacimos el mismo día del
mismo año: una viola, un chelo y yo. Venidos de lugares muy distantes, somos
hermanos, si no de ADN, al menos de RFC (Registro Federal de Causantes). Debo
decir también que no tenemos nada en común, aparte de ser músicos y tocar en la
misma orquesta. Nuestra conjunción estelar no tiene un correlato psicológico.
Esta diversidad de nuestras personalidades es un argumento contra la
astrología.
El personal administrativo
suele ser amable. Su modo es cordial y respetuoso: antepone siempre la palabra
“maestro” para dirigirse a los músicos. El trato cotidiano ha hecho surgir
varias amistades. Pero, como en toda institución del Estado, la burocracia es
excesiva. Uno de ellos me decía que con la tercera parte del personal se
podrían realizar todas las tareas. La abultada nómina parece ser la marca
registrada del servicio público.
Es necesario que exista
administración, pero también es cierto que es una máquina que funciona por sí
misma, con independencia del operador. Si el operador es insensible y sin
criterio, te puede arrollar sin darse cuenta. Una vez mi madre estaba
hospitalizada y yo salí a comprar algunas cosas para ella durante el descanso.
No pude regresar a tiempo para la segunda parte del ensayo, de manera que la
jefa de personal me puso un extrañamiento, una nota administrativa por mi
retardo, la cual me hizo firmar pacientemente.
Jamás se disculpó. Yo sólo
era una firma más en un papel. Otro documento para ser archivado y amarillar
empolvado en un expediente.
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