Todo el mundo se cree con
derecho a la felicidad, por eso quiere brindársela también a sus hijos; pero
¿en qué consiste? ¿Es ella transferible?
Para muchos, felicidad es
sinónimo de posesión, de acumular todos los bienes materiales que se pueda; por
eso les preocupa bastante la satisfacción de las necesidades concretas de sus
vástagos, cosa que cuando excede la medida, de lo normal, es correcta.
Pero es conveniente hacerle
comprender gradualmente al pequeño que las cosas tangibles, tan necesarias por
cierto, sólo producen cierto estado de complacencia, de contento. En vez de
ello, la felicidad –la verdadera—pertenece a otro plano; al del espíritu, al de
los valores trascendentes.
Lo substancial es
perecedero; lo espiritual inmanente. Lo primero, puede otorgarse; lo segundo no,
porque está dentro de cada uno. Lo tangible es exterior; lo invisible íntimo.
Por eso es interesante hacerle reflexionar al niño sobre la fundamental
diferencia de dichos valores, para que su entendimiento llegue, poco a poco, a
percibir que la felicidad es en verdad UN ESTADO DE CONCIENCIA. Quien sienta
paz interior, comprensión, alegría, sencillez de alma, deseos de servir,
moderación, estará más cerca de hallarla que quien esté “saturado” de cosas materiales y carezca
de aquellos dones. Esto no significa negar los valores materiales, sino
valorarlos en su justa medida.
El pensar sobre estas
diferencias y los verdaderos valores de la vida, ayudarán al niño a encontrar
su verdadera dicha. El niño debe comprender que la misma vida no es estática sino que debe mantenerse
constantemente por el esfuerzo consciente de la propia superación. Hagámosle
ver a nuestros hijos que la felicidad consiste ante todo “EN DAR, ANTES QUE
RECIBIR”. Como dijera el gran San Francisco: “Busca más el brindar felicidad
que en obtenerla”.
Es una “llama” que debe ser
“avivada”. Tal es el sentido de la verdadera felicidad que todos anhelamos para
nuestros niños.
DE MI ÁLBUM
(Jordanien)
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