La cita no es textual, pero hay un bello pasaje del gran
papa Pacelli, Pío XII, sobre Cristo que encomienda su espíritu al Padre en la
culminación del Gólgota: Se ofreció, dice, como víctima propiciatoria, por ser
Cabeza de la humanidad.
El Cristo de amor, de caridad, el Cristo-Corazón es
también el Cristo- Cabeza, Cristo no sólo Rey sino también Logos, Razón, Verbo
encarnado.
Acaba de observar Manuel Aguirre Roca, a propósito del
asesinato de Martin Luther King, que el destino de los apóstoles de la
no-violencia parece ser encontrar la muerte por violencia. No es sólo Jesús;
es también Sócrates, y es Gandhi.
Así
como contra Cristo, así también contra Sócrates, el gran razonador de Atenas,
lanzó su envenenado apóstrofe el profeta mayor de la violencia, antecesor del
nacismo, Federico Nietzsche.
Gandhi
como Luther King, fue conductor, Cabeza de multitudes irredentas, a las que
instruyó en el credo de la no-violencia. Murió por la violencia. La muerte del
pastor King brinda nueva ocasión de sentarse a pensar sobre el horror de la violencia, de la irracionalidad
política.
Pablo
VI, al cumplirse un año de su encíclica “El Progreso de los Pueblos”, ha puesto
afán en aclarar que no hay en ella una
teología de la revolución y la violencia. Ni una teología de la violencia, como
es perfectamente claro, ni tampoco una teología de la revolución, como aún no
ven quienes han dado en clamar por la “revolución social cristiana”.
Revolución cristiana o revolución pacífica es, el menos
grave de los casos, un juego de palabras.
Porque
no hay revolución sin violencia ni mucho menos, revolución por amor: la
revolución nace de la ira y de la envidia; es la hija del odio.
Basta
revisar un diccionario para saber que la “revolución” es un “cambio violento en
las instituciones políticas de una nación”. (Real Academia de la Lengua).
Y
si salta de la simplicidad del diccionario a la sabiduría del historiador
político, se aprende con Guglielmo Ferrero, que “la Revolución es el Gran Pánico,
el Terror” y que todo Terror trae consigo otra violencia perdurable: la
Reacción.
Los
franceses en el siglo XVIII, y los rusos, los húngaros, los chinos, los cubanos
en el siglo XX, han aprendido que, en efecto, “la Revolución devora a sus
propios hijos”, a menudo tras haber devorado a sus propios padres.
La
revolución se hace siempre en el nombre del pueblo contra los privilegios del
“ancient régime”, y siempre erige, a expensas del pueblo, un nuevo régimen de
privilegio –una nueva clase- con más insolencia
de mando, más crueldad y más distancia (más poder alienador) que la clase
desplazada.
“Reaccionario”
no es ciertamente, una bella palabra, pero tampoco lo es “revolucionario”.
Ambos
son extremistas de la irracionalidad, de la violencia, del “a sangre y fuego”
para mantener el viejo orden o para imponer el siguiente. Si se revisan los
antecedentes de los “revolucionarios” de hoy, de cuarenta y cinco años para
arriba, no es raro encontrar viejos simpatizantes del fascismo.
No
han tenido que cambiar de actitud, sino, apenas, de punto de apoyo. Su actitud
es la misma: el aborrecimiento de la libertad, la nostalgia por un orden
rígido, el sueño de mandarín de un nuevo feudalismo tecnoburocrático.
Se
requiere un nuevo extremismo: un extremismo del centro, de la libertad con
justicia, de la razón compasiva, del sentimiento lúcido, de la evolución sin
pausa y con prisa, sí, pero sin odio ni desmanes.
Inglaterra,
los países escandinavos, los países bajos, son el modelo político de la
humanidad. Los Estados Unidos, no, aunque ninguna nación estuvo mejor llamada
para serlo. En la conciencia de los Estados Unidos hay un corte histórico: la
guerra civil, provocada por los racistas sureños, y perpetuada por ellos y por
los “vengadores” de sus víctimas, durante más de un siglo. La violencia de
entonces (y la de antes de entonces) no ha cesado; su último mártir, el más
ilustre desde Lincoln, es el pastor negro Martin Luther King, asesinado en
Menphis.
1968
DE MI ÁLBUM
(Jordanien)
No hay comentarios:
Publicar un comentario