En el mundo, y en Brasil, las personas están angustiadas por el miedo a asaltos, a
veces con muertes, balas perdidas y atentados terroristas. Los realizados
recientemente en Barcelona y Londres, provocaron un miedo generalizado, por más
que haya habido demostraciones de solidaridad y manifestaciones pidiendo paz.
Yendo más al
fondo de la cuestión, hay que reconocer que esta situación generalizada de
miedo es la consecuencia última de un tipo de sociedad que ha puesto la
acumulación de bienes materiales por encima de las personas y ha establecido
como valor principal la competición y no la cooperación. Además ha elegido el
uso de la violencia como forma de resolver los problemas personales y sociales.
La competición
debe distinguirse de la emulación. La emulación es buena, pues trae a la
superficie lo que tenemos de mejor dentro de nosotros y lo mostramos con
sencillez. La competición es problemática, pues significa la victoria del más
fuerte de los contendientes, derrotando a todos los demás, lo cual genera
tensiones, conflictos y guerras.
En una
sociedad donde esta lógica se hace hegemónica, no hay paz, sólo armisticio.
Siempre existe el miedo a perder, perder mercados, ventajas competitivas,
ganancias, el puesto de trabajo y la propia vida.
La voluntad
de acumulación también produce ansiedad y miedo. Su lógica dominante es ésta:
quien no tiene, quiere tener; quien tiene, quiere tener más; y quien tiene más
dice: nunca es suficiente. La voluntad de acumulación alimenta la estructura
del deseo que, como sabemos, es insaciable. Por eso, necesita garantizar el
nivel de acumulación y de consumo. De ahí resulta la ansiedad y el miedo a no
tener, a perder capacidad de consumir, a descender en status social y, por fin,
a empobrecerse.
El uso de la
violencia como forma de solucionar los problemas entre países, como se mostró
en la guerra de Estados Unidos contra Irak, se basa en la ilusión de que
derrotando al otro o humillándolo conseguiremos fundar una convivencia
pacífica. Un mal de raíz, como la violencia, no puede ser fuente de un bien
duradero. Un fin pacífico demanda igualmente medios pacíficos. El ser humano
puede perder, pero jamás tolera ser herido en su dignidad. Se abren heridas que
difícilmente se cierran y sobra rencor y espíritu de venganza, humus
alimentador del terrorismo, que victima tantas vidas inocentes como lo hemos
visto en muchos países.
Nuestra
sociedad de cuño occidental, blanca, machista y autoritaria ha elegido el
camino de la violencia represiva y agresiva. Por eso anda siempre metida en
guerras, cada vez más devastadoras, como en la actual de Siria, con guerrillas
cada vez más sofisticadas, y con atentados cada vez más frecuentes. Detrás de
tales hechos existe un océano de odio, amargura y deseo de venganza. El miedo
flota como un manto de tiniebla sobre las colectividades y sobre las personas
individuales.
Lo que
invalida el miedo y sus secuelas es el cuidado de unos a otros. El cuidado
constituye un valor fundamental para entender la vida y las relaciones entre
todos los seres. Sin cuidado la vida no nace ni se reproduce. El cuidado es el
orientador previo de los comportamientos para que sus efectos sean buenos y
fortalezcan la convivencia.
Cuidar a una
persona es involucrarse con ella, interesarse por su bienestar, sentirse corresponsable
de su destino. Por eso, todo lo que amamos también lo cuidamos y todo lo que
cuidamos también lo amamos.
Una sociedad
que se rige por el cuidado, cuidado de la Casa Común, la Tierra, cuidado de los
ecosistemas que garantizan las condiciones de la biosfera y de nuestra vida,
cuidado de la seguridad alimentaria de cada persona, cuidado de las relaciones
sociales para que sean participativas, equitativas, justas y pacíficas, cuidado
del ambiente espiritual de la cultura que permite a las personas vivir un
sentido positivo de la vida, acoger sus limitaciones, el envejecimiento y la
propia muerte como parte de la vida mortal, esta sociedad de cuidado gozará de
paz y concordia necesarias para la convivencia humana.
En momentos
de gran miedo, ganan especial sentido las palabras del salmo 23, aquel de “el
Señor es mi pastor, nada me puede faltar”. El buen pastor asegura: “aunque
pases por el valle de sombra de la muerte, no temas porque yo estoy contigo”
Quien logra
vivir esta fe se siente acompañado y en la palma de la mano de Dios. La vida
humana gana ligereza y conserva, incluso en medio de riesgos y amenazas, una
serena jovialidad y alegría de vivir. Poco importa lo que nos suceda, sucede en
su amor. Él sabe el camino y lo sabe bien.
Leonardo BOFF/ 5-SET-17
DE MI ÁLBUM
(Jordanien)
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