Hay una falta clamorosa de solidaridad en el
momento actual de nuestra historia. Se nos ha informado de que en este exacto
momento 20 millones de personas están amenazadas de morir literalmente de
hambre en Yemen, Somalia, Sudán del Sur y Nigeria. El grito de los hambrientos
se dirige al cielo y a todas las direcciones. ¿Quién los escucha? Un poco la
ONU y solo algunas valientes agencias humanitarias.
En nuestro país, por causa
de los ajustes promovidos por los gobernantes actuales, que dieron un golpe parlamentario,
buscando imponer su agenda neoliberal, hay por lo menos 500 mil familias que
han perdido la “bolsa familia”. Los pobres están cayendo en la miseria de la
cual habían salido y los miserables se están volviendo indigentes. No son pocos
los que vienen a nuestra ONG en Petrópolis (Centro de Defensa de los Derechos
Humanos), que existe desde hace 40 años, pidiendo comida. ¿Es posible negar el
pan a la mano extendida y a los ojos suplicantes sin ser inhumano y carente de
piedad?
Es urgente que rescatemos el
significado antropológico fundamental de la solidaridad. Ella es antisistema,
pues el sistema imperante capitalista es individualista y se rige por la
competencia y no por la solidaridad y la cooperación. Esto va contra el sentido
de la naturaleza.
Nos dicen los
etnoantropólogos que la solidaridad nos hizo pasar del orden de los primates al
orden de los humanos. Cuando nuestros antepasados antropoides salían a buscar
sus alimentos, no los comían individualmente. Los llevaban al grupo para comer
juntos. Vivían la comensalidad, propia de los humanos. Por tanto, la
solidaridad está en la raíz de nuestra hominización.
El filósofo francés Pierre
Leroux a mediados del siglo XIX, al surgir las primeras asociaciones de
trabajadores contra el salvajismo del mercado, recuperó políticamente esta
categoría de la solidaridad. Era cristiano y dijo: «debemos entender la caridad
cristiana hoy como solidaridad mutua entre los seres humanos» (Cf. Jean-Louis
Laville, L’économie solidaire: une perspective internationale, 1994, 25ss).
La solidaridad implica
reciprocidad entre todos, como un hecho social elemental. De ahí nació la
economía del don mutuo, tan bien analizada por Marcel Mauss.
Si miramos bien, la
naturaleza no creó un ser para sí mismo, sino a todos los seres unos para
otros. Estableció entre ellos lazos de mutualidad y redes de relaciones
solidarias. La solidaridad originaria nos hace a todos hermanos y hermanas
dentro de la misma especie.
La solidaridad, por tanto,
es indisociable de la naturaleza humana en cuanto humana. Si no hubiese
solidaridad no tendríamos manera de sobrevivir. No tenemos ningún órgano
especializado (Mangelwesen de A. Gehlen) que garantice nuestra subsistencia.
Para sobrevivir dependemos del cuidado y de la solidaridad de los otros. Es un
hecho innegable de otros tiempos y también de hoy.
Pero tenemos que ser
realistas, nos advierte E. Morin. Somos simultáneamente sapiens y demens, no
como decadencia de la realidad sino como expresión de nuestra condición humana.
Podemos ser sapientes y solidarios y crear lazos de humanización. Pero también
podemos ser dementes y destruir la solidaridad, degollar personas como hacen
los militantes del Estado Islámico o quemarlas dentro de una montaña de
neumáticos, como hace la mafia de la droga.
Por causa de nuestro momento
demente Hobbes y Rousseau vieron la necesidad de un contrato social que nos
permitiese convivir y evitar que nos devorásemos recíprocamente.
El contrato social no nos
exime de tener que reactivar continuamente la solidaridad que nos humaniza, sin
la cual el lado demente predominaría sobre el sapiente.
Es lo que estamos viviendo a
nivel mundial y también nacional, pues poquísimos controlan las finanzas y el
acceso a los bienes y servicios naturales, dejando a más de la mitad de la
humanidad en la indigencia. Bien decía el Papa Francisco: el sistema imperante
es asesino y anti-vida.
Entre nosotros, las
políticas actuales de ajustes fiscales están sobrecargando especialmente a los
pobres y beneficiando a los pocos que controlan los flujos financieros. El
Estado debilitado por la corrupción no consigue frenar la voracidad de la
acumulación ilimitada de las oligarquías.
Hubo Alguien que fue
solidario con nosotros. No quiso aprovecharse de su condición divina. Antes
“por solidaridad se presentó como simple hombre” (Flp 2,7) y acabó crucificado.
Esta solidaridad nos devolvió humanidad (nos salvó) y continúa animándonos a
“tener los mismos sentimientos que él tuvo” (Flp 2,5).
Es urgente que rescatemos el
paradigma básico de nuestra humanidad, tan olvidado, la solidaridad esencial.
Fuera de ella desvirtuamos nuestra humanidad y la de los otros.
Leonardo BOFF/ 23-agosto-17
DE MI ÁLBUM
(Jordanien)
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