lunes, 15 de agosto de 2016

DESDE EL ATRIL: Calíope / Horacio PUCHET



CALÍOPE

Desciende con invencible gracia Calíope, la primera, la musa de la narrativa y de la épica, inspiración de poetas, doncella honorable, descanso de los hombres y placer de los dioses, la principal entre el coro de las musas, la que ciñe de oro su frente y registra en letras laureadas los innumerables afanes de los hombres: canta ahora con hermosa voz los trabajos y los días de nuestra orquesta y de nuestros héroes.

Orfeo

Siempre hay un comienzo. Un momento inaugural cargado de esperanza. El Orfeo de Monteverdi fue la primera partitura que toqué con la Sinfónica. Su música en mi mente evoca el antiguo esplendor dorado de la gloria de Venecia.

Una aurora radiante de trompetas estalla sobre un baile cortesano que las cuerdas acompañan; el poderoso bajo repetido avanza al frente cual Bucentauro a banderas desplegadas; lo acompaña una comitiva formada por cientos de embarcaciones adornadas que la orquesta representa. La música en persona desciende desde su Parnaso para consolar toda aflicción humana. Ese día la música llegaba de igual forma hasta mi vida para brindarme su consuelo  y hacerme resurgir.

La obra de Monteverdi describe el mito musical por excelencia: Orfeo. El semidiós capaz de derretir las piedras con su canto y doblegar la adversidad con la armonía de su lira, desciende al inframundo en busca de su amada Eurídice, su joven esposa a quien perdiera el día mismo de su boda. La gloria de su arte será capaz de detener por una vez las penas de las almas congregadas en el Hades, y culminará abatiendo hasta la más severa ley: la muerte. Pero su esfuerzo será en vano. Recelando la promesa de los dioses, su curiosidad hará que pierda su bien más preciado para siempre.

Para la orquesta, esa primavera era el inicio de otra temporada; para mí, era el inicio de una vida. Sentado en mi puesto entre las flautas, me sentí como alguien venido de otro mundo a rendir su testimonio. Y listo para emprender una nueva travesía. La presencia de mis padres ese día en el concierto era un acto más de su respaldo. Viéndolo en retrospectiva, en el mito de Orfeo se prefiguraba todo cuanto de bueno y malo me daría la Sinfónica: un viaje al inframundo de ida y vuelta.

Odisea

Mi casa dista once kilómetros de Bellas Artes. No es mucho, pero los viernes por la noche, el tráfico se convierte en un obstáculo temible. Llegar a tiempo al concierto es una hazaña de incierto desenlace. Hace años me aventuraba en coche por las calles, pero el creciente magma de vehículos, lento e implacable, acabó por disuadirme. Optar por el Metro repleto a esa hora es resignarse a ser sofocado y aplastado casi hasta la asfixia. La única ventaja es la certeza del horario.

Sin embargo, el Metro a veces no funciona bien y sin explicaciones, se detiene en cada estación más de un cuarto de hora. Uno debe salir entonces a buscar otro medio de transporte. Cualquier cosa, lo que sea, una bicicleta, una moto, un triciclo. O como hizo una vez mi principal: pedir un aventón a un repartidor de pizzas. No llegó a tiempo para la obertura y tuve que suplirla de emergencia, pero el recuerdo de su audacia todavía me divierte.

Cierta vez corriendo entre los puestos de ambulantes, me herí el cuello con las cuerdas que sujetan las lonas. Era de noche y en mi alocada carrera no las vi. Llegué sangrando al concierto, sintiéndome mártir de la música, mojado y con la camisa manchada. Me ha pasado también que después de salir del Metro entre empujones, todavía me espere afuera la humillación impasible de la lluvia.

Pero siempre, sin importar marchas y bloqueos, inundaciones o cortes de circulación, siempre hay público en la Sala. Me intriga su infalible presencia. Parecen haber dormido en las butacas esperándonos. Al final de nuestra odisea por llegar a tiempo al concierto encontramos al público esperando como una Penélope fiel.

Ignorantes de las condiciones de nuestro arribo, ellos esperan oír algo hermoso. Su expectación hará que la orquesta se sobreponga a cualquier adversidad y muestre su mejor cara. Y su mejor sonido. Cada función es un nuevo reto. Si el concierto sale bien, seremos los héroes de la noche; si no, seremos un nuevo motivo de queja, otro más, contra el gobierno, que es el patrocinador del espectáculo. Entre ambas posturas está el dudoso elogio que nos dedicara un turista inculto:
 - “Tocan bien para ser un mariachi”.

Solistas

Son como las estrellas: su campo gravitatorio es inmenso e inevitable. Atrapan a cuantos caen en su órbita. Son imanes poderosos que arrastran multitudes entusiastas de manera irresistible. Cada gesto suyo es convincente. Inapelable. Maestros en el arte de la persuasión.

Dependiendo de su nombre y de la agencia que los represente, pueden llegar a cobrar más de veinte mil dólares por actuación. De manera que el INBA muchas veces debe asociarse con otras instituciones para cubrir el costo de estos pesos completos de la música. Las agencias casi son sus nanas: deben realizar labores más allá de las finanzas y satisfacer los caprichos extravagantes que demandan sus estrellas. Cuando ellos aparecen la atmósfera que los rodea se carga de una energía vibrante y poderosa.



Jessye Norman salía a escena lentamente, casi deslizándose, como una lúgubre góndola hacia su destino final. Su corpulencia contrastaba con la delicada hermosura de su voz. 

Oyéndola creías que de veras Isolda se moría y que el cielo se abría para recibir a los amantes inmortales. Yo- Yo Ma sonreía todo el tiempo mientras tocaba el chelo con la inocencia de un niño jugando: decía que si dejaba de sonreír, entonces lloraría. Las cuerdas del violín de Joshua Bell eran una extensión de sus cuerdas vocales, una prótesis externa adherida a su garganta para producir un canto extático de vibración perfecta.

Rostropovich era un hombre pequeño y robusto como un roble. Lo recuerdo vestido de gala bajando de una limosina negra especialmente contratada para él. El sonido de su chelo tenía una cualidad etérea: su pianísimo era la voz dolida y melancólica de un ángel enamorado que llegaba hasta las últimas butacas, atravesando el aire y nuestros corazones. Y recuerdo a Itzak Perlman con sus anchas y grandes manos, sentado al frente de la orquesta en una silla como monarca en su trono, mientras tocaba y dirigía sin que nada ni nadie pudiera pasarle desapercibido: su mente parecía abarcar el mundo entero. Y también a Toradze, ese gran oso ruso, sudando y bufando mientras acariciaba el piano a unas velocidades de vértigo casi inalcanzables. Y a tantos otros nombres, Ciprien Katzaris, Ivo Pogorelich, Shlomo Mintz, que aun conmueven mi memoria.

Solitarios y cercanos a los dioses del Olimpo, situados por encima del común de los mortales y algo más que humanos, los solistas  son seres de excepción y de virtud. Virtud es una palabra latina que puede traducirse bien por “excelencia”. Ellos son los excelentes. Encarnación de los más altos valores musicales. Virtuosos en el dominio de sus medios expresivos, pero también algo más que escapa a las definiciones: no sólo tocan instrumentos, tocan almas.

Encore

Si el aplauso se prolonga, el solista acostumbra regalar una pieza al final de su actuación: un ‘encore’, dicho en la jerga teatral. Suele ser algo breve y accesible, una especie de postre al final del banquete. La orquesta permanece en el escenario y escuchamos con agrado su interpretación.

Una vez teníamos como solista a un pianista cubano. Al término de su concierto, él decidió regalar una danza de Lecuona. Desde los primeros compases la audiencia reaccionó con entusiasmo al reconocer la pieza: La Comparsa. Pero al llegar a la parte en modo mayor, un músico de la orquesta, desde el último atril de los segundos violines, empezó a tocar la melodía. Esta intromisión no inmutó al solista, que continuó tocando con decisión y alegremente. Nuestro violinista, por su parte, siguió tocando con desenfado y haciendo algunas variaciones, como si estuviera haciendo música en la sala de su casa.

Al final de la actuación, detrás del escenario, comentamos con el solista lo ocurrido. Él no estaba para nada molesto; al contrario se mostró muy satisfecho y aprovechó para darnos un consejo:

 - “El escenario es nuestra casa. En él debemos sentirnos libres de hacer lo que nos dé la gana”.


Gabriela Montero

Nuestra solista fue una vez la gran Gabriela Montero, pianista venezolana que es considerada una moderna Teresa Carreño, la famosa virtuosa y compositora del siglo XIX. Activa opositora al régimen, hace años que abandonó su país y vive como exiliada en Estados Unidos, aunque viaja constantemente por el mundo.

Durante los ensayos, sentada con gran autoridad al piano, luce como una reina en posesión de toda su soberanía. Sólo mira la partitura de vez en cuando para dar al director alguna indicación. Cruza una pierna mientras toca y en esa posición ejecuta las más intrincadas figuras. Todo lo que hace parece fácil. Sus grandes manos saltan por el teclado como autónomas y ella tan sólo las mira, testigo complacido de su propio virtuosismo.
Gabriela Montero acostumbra ofrecer como “encore” una improvisación. El viernes, el público sugirió como tema “La Bikina”, y ella se lanzó a una serie de variaciones imitativas a tres voces a la manera de Bach, que después derivó hacia una contradanza y concluyó de una manera brillante.

Pero el domingo, la petición del público fue “Alma llanera”, que es como el himno oficial de Venezuela. Todos en la sala aclamaron la moción y ella no quiso defraudarlos. Comenzó a tocar suavemente, acompañando la melodía con grandes arpegios al estilo Rachmaninov, aunque sin tantos cromatismos como el ruso. Poco a poco su interpretación se fue haciendo más dulce y melancólica, más íntima y reflexiva. Yo esperaba que en algún momento variara el ritmo hacia un vals rápido o a un joropo, pero noté una turbación en su mirada. La música fluía como agua entre sus dedos pero su pensamiento volaba tal vez hacia su patria dolida y lastimada, al recuerdo de gente querida y ahora lejana. Y entonces las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas.

Concluyó con un suave acorde mayor en el registro grave del piano que fue como un beso de despedida. Enjugó  después la cara con su mano y salió casi sin dar las gracias. Fue un momento de tremenda emotividad. Detrás del escenario, muchos corrimos a abrazarla.


Harrell

Es una tremenda responsabilidad tocar con un músico de la talla de Lynn Harrell, violoncelista de fama internacional y tan alta cotización que el Deutsche banck tuvo que acudir en auxilio del INBA para financiar su presentación. Tocó esa joya del repertorio que es el concierto de Schumann: una belleza que se disfruta pero que también se sufre. Al acompañarlo hay que evitar la mínima falla que pueda ensuciar la claridad de su ejecución. 

Sudé esa noche durante todo el concierto en mi esfuerzo por evitar distraerme. Acabé agotado, la visión borrosa y con ganas de aventarme a un río como Schumann.

Harrell es enorme y corpulento como un oso blanco. El violonchelo parece pequeño entre sus brazos pero sus manos anchas saben tocarlo con delicadeza. El instrumento responde como una mujer sensible estremecida en un abrazo: guiada por la sabia mano del músico, la voz del instrumento es capaz de expresar las emociones más humanas. Su voz vegetal parece provenir de muy lejos, de una inmensidad de bosques húmedos y fríos, donde la luz incierta invita a la contemplación.

Esa noche el Palacio fue como un santuario natural donde se protege la vida.

Aniversario

Celebrábamos un aniversario del Conacyt, la instancia gubernamental promotora de la ciencia. Tocamos esa noche nuestro tradicional programa mexicano: el Vals sobre las olas, Janitzio, la Sinfonía india, el Danzón y Huapango.

Siento algo extraño al tocar estas obras. Fueron escritas para la Sinfónica y están inextricablemente ligadas a su historia. Las hemos tocado innumerables veces, tanto en México como en el extranjero. Nuestra relación con ellas es diferente que con el resto del repertorio. Conocemos cada compás y casi podemos hacerlas de memoria. Ellas son nuestro reflejo: proyectan las luces y las sombras de cada integrante de la orquesta como si fueran nuestra foto colectiva. Están empapadas del sudor y lágrimas de todos los maestros del pasado y del presente. Late en ellas el tiempo acumulado de cuantos hemos dado nuestros mejores años a esta orquesta. Cada interpretación es una autobiografía.

Lo mismo en el arte que en la ciencia, toda obra humana surge del dolor. Lo saben bien los investigadores del Conacyt para los que tocamos anoche. Detrás de cada invento y de cada descubrimiento hay una tragedia familiar. Los científicos trabajan acuciados por un problema que los rompe internamente tratando de encontrar una respuesta. Crean obras que son una suma de insomnios. Naturalmente ellas contienen lágrimas porque son transmutaciones del dolor en arte, en ciencia, en técnica: son lágrimas convertidas en pensamientos.

Así nació la música mexicana. Su alegría oculta una tristeza. Es una fiesta que es una revancha, un consuelo que es una venganza, el estallido de una rabia largamente acumulada. Su acrobacia desafía la realidad sin que medie el pensamiento. No hay esfuerzo al tocarla y se toca como se respira. Arranca sonidos del fondo del alma que son casi rugidos. Al público así lo siente y responde con parejo rugido en ese momento en que el último acorde se funde con el primer aplauso.

Gusanos

La música que ensayamos se adhiere a mis oídos. Su diaria repetición la va grabando en la memoria. Así, ella me acompaña durante la semana sin que yo vaya a buscarla. Este fenómeno es más acentuado en las mañanas, cuando la mente está desprevenida y relajada. Si la música es buena, es un deleite; si es mala, es una pesadilla.

A veces, el recuerdo de una melodía me persigue como un perro hambriento por la calle. Yo le arrojo un palo o una piedra para alejarla; pero ella regresa siempre, incómoda y absurdamente fiel. El fragmento insidioso exige ser oído. Sólo la aparición de otras voces impone una pausa a su concierto y lo vela a mi atención.

Mucha música pudo surgir así, me digo, del intento del compositor por deshacerse de una obsesiva belleza (a semejanza de los gusanos o nudos gordianos). El trabajo pudo ser paciente y laborioso, como el de un botánico que cuenta las hojas de un árbol en busca del patrón de su diseño, o intenso  y desesperado, como alguien que quisiera destruir a golpes una radio que no calla. En todo caso, la partitura es el instrumento del olvido. Todo texto en cierta forma lo es. El instante congelado de una dulzura embriagadora en su intento de liberación, testimonio desesperado del combate con un ángel.

Mientras tanto, ecos de esas luchas me acompañarán  en la semana. Sus dramáticos acentos teñirán el paisaje de mis días y flotarán en torno mío, rotos y dispersos como los restos de un naufragio.
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Lo que está en cursiva  y entre paréntesis es interpretación del editor para una mayor comprensión.
(CLÍO: musa de la epopeya, próxima semana).

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