sábado, 11 de marzo de 2017

EL DÍA FESTIVO POR EXCELENCIA


DE: ORACIONES SIGLO XX

“LOS DERECHOS DE LOS HIJOS”

Señor:
Hoy voy a hablarte de padres e hijos. Tú ya sabes cómo se están poniendo las cosas de tirantes entre las dos generaciones de generadores y generados. Es verdad que los hoy padres se sentían algo distantes de los suyos, cuando sólo eran hijos. Pero con la historia en la mano, parece ser que hoy las cosas han llegado a límites inéditos hasta ahora.

Ni basta decir ya simplemente, Señor, que los jóvenes deben callar y obedecer, sobre todo cuando sus mayores son indignos de ostentar el cetro de la superioridad y del mando. Ni basta darles siempre la razón a los padres, por el solo hecho de serlo. Hoy las bambalinas de la pura apariencia no resisten el empuje de la sinceridad juvenil.

            Hasta hay quienes dicen, Señor, que “los países subdesarrollados son aquellos en que los hijos todavía respetan a sus padres”, como afirmó cierto político francés. Lo cual, si quiere significar que respeto a los mayores es sinónimo de subdesarrollo cultural y cívico, me parece un disparate sin defensa posible. Si sólo quiere enunciar el hecho histórico de que la emancipación civilizadora va unida a la independencia de los hijos, es algo innegable.

Pero, Señor, bajo el punto de vista ético y religioso, no puede admitirse que la falta de respeto a los padres sea un valor en ninguna hipótesis, ya que sigue en pie el mandamiento de “honrar padre y madre”. Lo que tampoco puede admitirse es un dogmatismo tiránico por parte de los mayores, sino un diálogo hecho de comprensión y confianza.

Rafael de Andrés


II DOM. DE CUARESMA


Jesús es transfigurado


“Seis después, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, su hermano, y los llevó a un cerro alto. En presencia de ellos, Jesús cambió de aspecto: su cara brillaba como el sol y su ropa se puso resplandeciente como la luz. En ese momento, se les aparecieron Moisés y Elías hablando con Jesús.
Pedro tomó entonces la palabra y dijo a Jesús: ‘Señor, ¡qué bueno que estemos aquí! Si quieres, voy a levantar aquí tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”.
Pedro estaba todavía hablando cuando una nube luminosa los envolvió y una voz que salía de la nube decía: ‘Este es mi Hijo, el Amado; éste es mi Elegido; a él han de escuchar.
Al oír la voz, los discípulos cayeron al suelo, llenos de gran temor. Jesús se acercó, los tocó y les dijo: ‘Levántense, no teman’. Ellos levantaron los ojos pero no vieron a nadie más que a Jesús.
Mientras bajaban del cerro, Jesús les ordenó: ‘No le hablen a nadie de lo que acaban de ver, hasta que el Hijo del Hombre haya resucitado de entre los muertos”. Mateo, 17, 1-9

                               Giovani Bellini

Subir a la montaña, en la antropología bíblica, significa buscar a Dios, estar cerca de Él. Ante testigos selectos, Moisés (Ley) y Elías (Profetas), Dios repite las mismas palabras  que se habían escuchado en el bautismo de Jesús: “Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escúchenlo”, con la única diferencia, que hoy son escuchadas por la comunidad. La Palabra de Dios, tiene como reacción natural, un profundo gesto de conversión de los oyentes: “cayeron rostro en tierra”. Pero es el Señor, el que se acerca y ofrece nueva vida. “Levántense, no teman”, indicando así que la fidelidad a Dios, no consiste en alejarse de la realidad.

La belleza última


En el monte Tabor, 300 m. sobre el Mediterráneo, o en el Hermón, 2700 m., Cristo se transfiguró ante sus principales apóstoles faltando poco tiempo para su muerte.

La Iglesia celebra el 6 de agosto la Transfiguración, pero presenta su descripción en este segundo domingo de Cuaresma. Sería irreal e incompleto prepararse a recordar la pasión y muerte de Cristo sin tener en cuenta su resurrección y su triunfo.

Por un milagro, el cuerpo de Cristo, verdaderamente humano aparecía como cualquier otro cuerpo, sin la transfiguración que debía irradiarle su alma, unida personalmente al Verbo. El milagro se suspendió unos momentos y los tres apóstoles, que no muchas noches después habían de ver al maestro en un jardín, también de noche, sudando sangre joven ante la idea de morir, quedaron fascinados ante su transfiguración, anticipo de la divinidad.

La religión insiste en la paternidad, el poder, la sabiduría, la bondad y otros atributos de Dios; rara vez se refiere  a su belleza infinita. Pero uno de los valores que más conmueven y movilizan al ser humano es la belleza. La religión, ligadura con Dios, pedagogía hacia Dios, no debería olvidar ese rasgo de la divinidad.

Tal vez el antropomorfismo religioso, el concebir humanamente no solo al Cristo sino a Dios, nos ha llevado a prescindir de ese rasgo de la divinidad.

Los hombres hemos limitado la belleza como tal, es decir, como objeto de contemplación gozosa, a la naturaleza, las cosas y el arte. La belleza en el ser humano, al menos  en el actual grado de nuestra evolución, la hemos desplazado del campo de la contemplación al campo del deseo, la posesión y el uso asociándola con elementos sensuales y sexuales.

La mística elaborada por hombres y mujeres perfectos –por ejemplo, el “Cántico Espiritual” de Juan de la Cruz—y también la mística revelada por Dios –por ejemplo “El Cantar de los Cantares”—presentan la unión del espíritu humano con la divinidad bajo figuras y símbolos de varón y mujer, amorosos, conyugales, pasionales. Pero esta concepción  de la religiosidad suprema resulta chocante  para el espíritu humano corriente. El desequilibrio en la reacción frente a la belleza proyecta su tabú sobre la belleza divina. Y, al desprender de la contemplación de Dios esa actitud amorosa, por asociación desprendemos de sus características su belleza infinita y nos quedamos con un Dios frío en cierto modo, poderoso, sabio y bueno pero no hermoso. El espíritu humano viene a descartar  en su viaje hacia Dios uno de los mayores estímulos de acción y sacrificio: la belleza. San Agustín es uno de los pocos teólogos que llaman a Dios: “formosus”, “formosissimus” o “pulchritudo”…

Cristo, para tonificar a sus apóstoles frente a la visión trágica que habían de tener de Él pocas semanas después –escupido, triturado, humillado, clavado, muerto--, les descubre por unos minutos la hermosura sobrehumana de la divinidad. Esa hermosura que, vista una vez, hace que el infierno consista principalmente en la imposibilidad de verla y amarla.

Si por las bellezas de la Tierra, “imágenes, vestigios y sombras de Dios (Plotino) , reflejos flotantes torpemente en el oleaje oscuro del tiempo, el hombre es capaz de matar y morir, qué sacrificio no aceptaría, el espíritu humano por alcanzar la fuente eterna de todas las bellezas limitadas y marchitables.

José M. de Romaña.


DE MI ÁLBUM


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