DE: ORACIONES SIGLO XX
“LOS DERECHOS DE LOS HIJOS”
Señor:
Hoy
voy a hablarte de padres e hijos. Tú ya sabes cómo se están poniendo las cosas
de tirantes entre las dos generaciones de generadores y generados. Es verdad
que los hoy padres se sentían algo distantes de los suyos, cuando sólo eran
hijos. Pero con la historia en la mano, parece ser que hoy las cosas han
llegado a límites inéditos hasta ahora.
Ni
basta decir ya simplemente, Señor, que los jóvenes deben callar y obedecer,
sobre todo cuando sus mayores son indignos de ostentar el cetro de la
superioridad y del mando. Ni basta darles siempre la razón a los padres, por el
solo hecho de serlo. Hoy las bambalinas de la pura apariencia no resisten el
empuje de la sinceridad juvenil.
Hasta hay quienes dicen, Señor, que
“los países subdesarrollados son aquellos en que los hijos todavía respetan a
sus padres”, como afirmó cierto político francés. Lo cual, si quiere significar
que respeto a los mayores es sinónimo de subdesarrollo cultural y cívico, me parece
un disparate sin defensa posible. Si sólo quiere enunciar el hecho histórico de
que la emancipación civilizadora va unida a la independencia de los hijos, es
algo innegable.
Pero,
Señor, bajo el punto de vista ético y religioso, no puede admitirse que la
falta de respeto a los padres sea un valor en ninguna hipótesis, ya que sigue
en pie el mandamiento de “honrar padre y madre”. Lo que tampoco puede admitirse
es un dogmatismo tiránico por parte de los mayores, sino un diálogo hecho de
comprensión y confianza.
Rafael
de Andrés
II DOM. DE CUARESMA
Jesús es transfigurado
“Seis después, Jesús tomó consigo a
Pedro, a Santiago y a Juan, su hermano, y los llevó a un cerro alto. En
presencia de ellos, Jesús cambió de aspecto: su cara brillaba como el sol y su
ropa se puso resplandeciente como la luz. En ese momento, se les aparecieron
Moisés y Elías hablando con Jesús.
Pedro tomó entonces la palabra y dijo a
Jesús: ‘Señor, ¡qué bueno que estemos aquí! Si quieres, voy a levantar aquí
tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”.
Pedro estaba todavía hablando cuando una
nube luminosa los envolvió y una voz que salía de la nube decía: ‘Este es mi
Hijo, el Amado; éste es mi Elegido; a él han de escuchar.
Al oír la voz, los discípulos cayeron al
suelo, llenos de gran temor. Jesús se acercó, los tocó y les dijo: ‘Levántense,
no teman’. Ellos levantaron los ojos pero no vieron a nadie más que a Jesús.
Mientras bajaban del cerro, Jesús les
ordenó: ‘No le hablen a nadie de lo que acaban de ver, hasta que el Hijo del
Hombre haya resucitado de entre los muertos”. Mateo, 17, 1-9
Giovani Bellini
Subir a la montaña, en la
antropología bíblica, significa buscar a Dios, estar cerca de Él. Ante testigos
selectos, Moisés (Ley) y Elías (Profetas), Dios repite las mismas palabras que se habían escuchado en el bautismo de
Jesús: “Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escúchenlo”, con la única
diferencia, que hoy son escuchadas por la comunidad. La Palabra de Dios, tiene
como reacción natural, un profundo gesto de conversión de los oyentes: “cayeron
rostro en tierra”. Pero es el Señor, el que se acerca y ofrece nueva vida.
“Levántense, no teman”, indicando así que la fidelidad a Dios, no consiste en
alejarse de la realidad.
La belleza última
En
el monte Tabor, 300 m. sobre el Mediterráneo, o en el Hermón, 2700 m., Cristo
se transfiguró ante sus principales apóstoles faltando poco tiempo para su
muerte.
La
Iglesia celebra el 6 de agosto la Transfiguración, pero presenta su descripción
en este segundo domingo de Cuaresma. Sería irreal e incompleto prepararse a
recordar la pasión y muerte de Cristo sin tener en cuenta su resurrección y su
triunfo.
Por
un milagro, el cuerpo de Cristo, verdaderamente humano aparecía como cualquier
otro cuerpo, sin la transfiguración que debía irradiarle su alma, unida
personalmente al Verbo. El milagro se suspendió unos momentos y los tres
apóstoles, que no muchas noches después habían de ver al maestro en un jardín,
también de noche, sudando sangre joven ante la idea de morir, quedaron
fascinados ante su transfiguración, anticipo de la divinidad.
La
religión insiste en la paternidad, el poder, la sabiduría, la bondad y otros
atributos de Dios; rara vez se refiere a
su belleza infinita. Pero uno de los valores que más conmueven y movilizan al
ser humano es la belleza. La religión, ligadura con Dios, pedagogía hacia Dios,
no debería olvidar ese rasgo de la divinidad.
Tal
vez el antropomorfismo religioso, el concebir humanamente no solo al Cristo
sino a Dios, nos ha llevado a prescindir de ese rasgo de la divinidad.
Los
hombres hemos limitado la belleza como tal, es decir, como objeto de
contemplación gozosa, a la naturaleza, las cosas y el arte. La belleza en el
ser humano, al menos en el actual grado
de nuestra evolución, la hemos desplazado del campo de la contemplación al
campo del deseo, la posesión y el uso asociándola con elementos sensuales y
sexuales.
La
mística elaborada por hombres y mujeres perfectos –por ejemplo, el “Cántico
Espiritual” de Juan de la Cruz—y también la mística revelada por Dios –por
ejemplo “El Cantar de los Cantares”—presentan la unión del espíritu humano con
la divinidad bajo figuras y símbolos de varón y mujer, amorosos, conyugales,
pasionales. Pero esta concepción de la
religiosidad suprema resulta chocante
para el espíritu humano corriente. El desequilibrio en la reacción
frente a la belleza proyecta su tabú sobre la belleza divina. Y, al desprender
de la contemplación de Dios esa actitud amorosa, por asociación desprendemos de
sus características su belleza infinita y nos quedamos con un Dios frío en
cierto modo, poderoso, sabio y bueno pero no hermoso. El espíritu humano viene
a descartar en su viaje hacia Dios uno
de los mayores estímulos de acción y sacrificio: la belleza. San Agustín es uno
de los pocos teólogos que llaman a Dios: “formosus”, “formosissimus” o
“pulchritudo”…
Cristo,
para tonificar a sus apóstoles frente a la visión trágica que habían de tener
de Él pocas semanas después –escupido, triturado, humillado, clavado, muerto--,
les descubre por unos minutos la hermosura sobrehumana de la divinidad. Esa
hermosura que, vista una vez, hace que el infierno consista principalmente en
la imposibilidad de verla y amarla.
Si
por las bellezas de la Tierra, “imágenes, vestigios y sombras de Dios (Plotino)
, reflejos flotantes torpemente en el oleaje oscuro del tiempo, el hombre es
capaz de matar y morir, qué sacrificio no aceptaría, el espíritu humano por
alcanzar la fuente eterna de todas las bellezas limitadas y marchitables.
José
M. de Romaña.
DE MI ÁLBUM
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