7/3/17
Hoy predomina la convicción de que el factor
religioso es un dato del fondo utópico del ser humano. Después de que la marea
crítica de la religión, hecha por Marx, Nietzsche, Freud y Popper, retrocedió,
podemos decir que los críticos no han sido suficientemente críticos.
En el fondo todos ellos
elaboran dentro de un equívoco: quisieron colocar la religión dentro de la
razón, lo cual hace surgir todo tipo de incomprensiones. Estos críticos no se
dieron cuenta de que el lugar de la religión no está en la razón, aunque posea
una dimensión racional, sino en la inteligencia cordial, en el sentimiento
oceánico, en esa esfera de lo humano donde surgen las utopías.
Bien decía Blaise Pascal,
matemático y filósofo, en el famoso fragmento 277 de sus Pensées: «El corazón
es el que siente a Dios, no la razón». Creer en Dios no es pensar en Dios sino
sentir a Dios a partir de la totalidad de nuestro ser. La religión es la voz de
una conciencia que se niega a aceptar el mundo tal como es, sim-bólico y
dia-bólico. Ella se propone transcenderlo, proyectando visiones de un nuevo
cielo y una nueva Tierra y de utopías que rasgan horizontes no vislumbrados
todavía.
La antropología en general y
especialmente la escuela psicoanalítica de C. G. Jung ven la experiencia
religiosa surgiendo de las capas más profundas de la psique. Hoy sabemos que la
estructura en grado cero del ser humano no es la razón (logos, ratio) sino la
emoción y el mundo de los afectos (pathos, eros y ethos).
La investigación empírica de
David Golemann con su Inteligencia emocional (1984) vino a confirmar una larga
tradición filosófica que culmina en M. Meffessoli, Muniz Sodré y en mí mismo
(Direitos do coração, Paulus 2016). Afirmamos ser inteligencia saturada de
emociones y de afectos. En las emociones y en los afectos se elabora el
universo de los valores, de la ética, de las utopías y de la religión.
De este trasfondo emerge la
experiencia religiosa que subyace a toda religión institucionalizada. Según L.
Wittgenstein, el factor místico y religioso nace de la capacidad de extasiarse
del ser humano. «Extasiarse no puede expresarse mediante una pregunta. Por eso
tampoco existe ninguna respuesta» (Schriften 3, 1969,68). El hecho de que el
mundo exista es totalmente inexpresable. Para este hecho «no existen palabras,
ese inexpresable se muestra; es lo místico» (Tractatus logico-philosophicus,
1962, 6, 52). Y continúa Wittgenstein: «lo místico no reside en cómo es el
mundo, sino en el hecho de que el mundo existe» (Tractatus, 6,44). «Aunque
hayamos respondido a todas las posibles preguntas científicas, nos damos cuenta
de que nuestros problemas vitales ni siquiera han sido tocados» (Tractatus,
5,52).
«Creer en Dios», prosigue
Wittgenstein, «es comprender la cuestión del sentido de la vida. Creer en Dios
es afirmar que la vida tiene sentido. Sobre Dios, que está más allá de este
mundo, no podemos hablar. Y sobre lo que no podemos hablar, debemos callar»
(Tractatus,7).
La limitación del espíritu
científico es no tener nada sobre lo que callar. Las religiones cuando hablan
es siempre de forma simbólica, evocativa y autoimplicativa. Finalmente terminan
en el noble silencio de Buda o usando el lenguaje del arte, de la música, de la
danza, del rito.
Hoy, cansados del exceso de
racionalidad, de materialismo y consumismo, estamos asistiendo a la vuelta de
lo religioso y de lo místico. Pues en él se esconde lo invisible que es parte
de lo visible, y que puede dar una nueva esperanza a los seres humanos.
Cabe recordar una frase del
gran sociólogo y pensador, al final de su monumental obra Las formas
elementales de la vida religiosa (en español 1996): «Hay algo de eterno en la
religión, destinado a sobrevivir a todos los símbolos particulares». Porque
sobrevive a los tiempos, la afirmación de Ernst Bloch en sus famosos tres
volúmenes de El principio esperanza: «donde hay religión, hay esperanza».
Lo esencial del Cristianismo
no reside en afirmar la encarnación de Dios. Otras religiones también lo han
hecho. Es afirmar que la utopía (lo que no tiene lugar) se volvió eutopía (un
lugar bueno). En alguien, no sólo fue vencida la muerte, lo que ya sería mucho,
sino que ocurrió algo mayor: por la resurrección explotaron e implosionaron
todas las virtualidades escondidas en el ser humano. Jesús de Nazaret es el
“novísimo Adán”, como dice San Pablo (1Cor 15,45), el hombre oculto ahora
revelado. Él es sólo el primero de muchos hermanos y hermanas; también la
Humanidad, la Tierra y el propio Universo serán transfigurados para ser el
Cuerpo de Dios.
Por tanto, nuestro futuro es
la transfiguración del universo y de todo lo que él contiene, especialmente la
vida humana, y no polvo cósmico. Tal vez sea esta nuestra gran esperanza,
nuestro futuro absoluto.
DE MI ÁLBUM
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