martes, 21 de marzo de 2017

LA NECESIDAD DE MORIR / César VALLEJO, CORRESPONSAL DE PRENSA

Señores:

Tengo el gusto de deciros, por medio de estas líneas, que la muerte, más que un castigo, pena o limitación impuesta al hombre, es una necesidad, la más imperiosa e irrevocable de todas las necesidades humanas. La necesidad que tenemos de morir, sobrepuja a la necesidad de nacer y vivir. Podríamos quedarnos sin nacer pero no podríamos quedarnos sin morir. Nadie ha dicho hasta ahora: “Tengo necesidad de nacer”. En cambio, sí se suele decir: “Tengo necesidad de morir”. Por otro lado, nacer es, a lo que parece, muy fácil, pues nadie ha dicho hasta ahora nunca que le haya  sido muy difícil y que le haya costado esfuerzo venir a este mundo; mientras que morir es más difícil de lo que se cree. Esto prueba que la necesidad de morir es enorme e irresistible, pues sabido es que cuanto más difícilmente  se satisface una necesidad, ésta se hace más grande. Se anhela más lo que es menos accesible.

            Si a una persona le escribieran diciéndole siempre que su madre sigue gozando de buena salud, acabará al fin por sentir una misteriosa inquietud, no precisamente sospechando que se le engaña y que, posiblemente su madre debe haber muerto, sino bajo el peso de la necesidad, sutil y tácita, que le acomete, de que su madre debe morir. Esa persona hará sus cálculos respectivos y pensará para sus adentros: “No puede ser. Es imposible que mi madre no haya muerto hasta ahora”. Sentirá, al fin, una necesidad angustiosa de saber  que su madre ha muerto. De otra manera, acabará por darlo por hecho.

            Una antigua leyenda del Islam cuenta que un hijo llegó a vivir trescientos años, en medio de una raza en que la vida acababa a lo sumo a los cincuenta años. En el decurso de un exilio, el hijo, a los doscientos años de edad, preguntó por su padre y le dijeron: “Está bueno”. Pero, cuando cincuenta años más tarde, volvió a su pueblo y supo que el autor de sus días había muerto hacía doscientos años, se mostró muy tranquilo, murmurando: “Ya lo sabía yo desde hace muchos años”. Naturalmente. La necesidad de la muerte de su padre, había sido en él, a su hora, irrevocable, fatal y se había cumplido fatalmente y también a su hora, en la realidad.

            Rubén Darío ha dicho que la pena de los dioses es no alcanzar la muerte. En cuanto a los hombres, si éstos, desde que tienen conciencia, estuviesen seguros de alcanzar la muerte, serían dichosos para siempre. Pero por desgracia, los hombres no están nunca seguros de morir: sienten el afán obscuro y el ansia de morir, mas dudan siempre de que morirán. La pena de los hombres, diremos nosotros, no es estar nunca ciertos de la muerte.

            El Norte, 22 de marzo de 1926

            Antología de crónicas y artículos/ FONDO EDITORIAL


DE MI ÁLBUM


No hay comentarios:

Publicar un comentario