La
encíclica “Cuidado de la Casa Común” y la “Carta de la Tierra” tal vez sean los
dos únicos documentos de relevancia mundial que presentan tantas afinidades
comunes. Tratan del estado degradado de la Tierra y de la vida en sus varias
dimensiones, fuera de la visión convencional que se restringe al ambientalismo.
Se inscriben dentro del nuevo paradigma relacional y holístico, el único, así
nos parece, capaz de darnos todavía esperanza.
La encíclica conoce la Carta de la
Tierra que cita en uno de los puntos más fundamentales: «me atrevo a proponer
nuevamente su precioso desafío: como nunca antes en la historia, el destino
común nos hace un llamado a buscar un nuevo comienzo» (nº 207). Ese nuevo
comienzo es asumido por el Papa. Enumeremos, entre otras, algunas de esas
afinidades.
En primer lugar aparece el mismo
espíritu que atraviesa los textos: de forma analítica, recogiendo
los datos científicos más seguros, de forma crítica, denunciando el
actual sistema que produce el desequilibrio de la Tierra, y de forma esperanzadora,
apuntando salidas salvadoras. No se rinde a la resignación sino que confía en
la capacidad humana de forjar un nuevo estilo de vida y en la acción innovadora
del Creador, “soberano amante de la vida” (Sab 11,26).
Hay un mismo punto de partida. Dice la
Carta: «Los patrones dominantes de producción y consumo están causando
devastación ambiental, agotamiento de recursos y una extinción masiva de
especies» (Preámbulo, 2). Repite la encíclica: «basta mirar la realidad con
sinceridad para ver que hay un gran deterioro de nuestra casa común… el actual
sistema mundial es insostenible desde diversos puntos de vista» (n. 61).
Hay la misma propuesta. Afirma la
Carta: «Se necesitan cambios fundamentales en nuestros
valores, instituciones y formas de vida» (Preámbulo, 3). La encíclica enfatiza:
«Toda pretensión de cuidar y mejorar el mundo supone cambios profundos en
los estilos de vida, los modelos de producción y de consumo, las estructuras
consolidadas de poder que rigen hoy la sociedad» (n. 5).
Una gran novedad, propia del nuevo
paradigma cosmológico y ecológico, es esta afirmación de la Carta: «Nuestros
retos ambientales, económicos, políticos, sociales y espirituales, están interrelacionados y
juntos podemos forjar soluciones incluyentes» (Preámbulo, 3). Hay un eco de
esta afirmación en la encíclica: «hay algunos ejes que atraviesan toda la
encíclica: la íntima relación entre los pobres y la fragilidad del planeta, la
convicción de que en el mundo todo está conectado, la invitación a
buscar otros modos de entender la economía y el progreso, el valor propio de
cada criatura, el sentido humano de la ecología y la propuesta de un nuevo
estilo de vida» (n. 16). Aquí toma valor la solidaridad entre todos, la
sobriedad compartida y «pasar de la avidez a la generosidad y a saber
compartir» (n. 9).
La Carta afirma que «hay un espíritu de
parentesco con toda la vida» (Preámbulo 4). Lo mismo afirma la encíclica: «Todo
está relacionado, y todos los seres humanos estamos juntos como hermanos
y hermanas… y nos unimos también, con tierno cariño, al hermano sol, a la
hermana luna, al hermano río y a la Madre Tierra» (n. 92). Es la franciscana
fraternidad universal.
La Carta De la Tierra enfatiza que es
nuestro deber «respetar y cuidar de la comunidad de vida… respetar la Tierra en
toda su diversidad» (I,1). Toda la encíclica, comenzando por el título “cuidar
de la Casa Común” hace de ese imperativo una especie de ritornelo.
Propone «alimentar una pasión por el cuidado de mundo» (n. 216) y «una cultura
del cuidado que impregne toda la sociedad» (n.231). Aquí surge el
cuidado no como mera benevolencia puntual sino como un nuevo paradigma, amoroso
y amigo de la vida y de todo lo que existe y vive.
Otra afinidad importante es el valor
asignado a la justicia social. La Carta mantiene una fuerte
relación entre ecología y «la justicia social y económica» que «protege a los
vulnerables y sirve a aquellos que sufren» (n.III,9 c). La encíclica alcanza
uno de sus puntos altos al afirmar «que un verdadero planteo ecológico debe
integrar la justicia para oír tanto el grito de la Tierra como
el grito de los pobres» (n.49; 53).
Tanto la Carta de la Tierra como la
encíclica subrayan contra el sentido común vigente que «cada forma de vida
tiene valor, independientemente de su uso humano» (I, 1, a). El Papa reafirma que
«todas las criaturas están conectadas, cada una debe ser valorada con afecto y
admiración, y todos los seres nos necesitamos unos a otros» (n.42). En nombre
de esta comprensión hace una vigorosa crítica al antropocentrismo (nn.115-120),
pues solamente ve la relación del ser humano con la naturaleza usándola y
devastándola y no al contrario, olvidando que él forma parte de ella y que su
misión es la de ser su guardián y cuidador.
La Carta de la Tierra formuló una
definición de paz de las más felices que han sido elaboradas por la reflexión
humana: «la plenitud que resulta de las relaciones correctas consigo mismo, con
otras personas, con otras culturas, con otras vidas, con la Tierra y con
el Todo del cual somos parte» (16, f). Si la paz, según el Papa Pablo VI, es
«el equilibrio del movimiento» entonces la encíclica dice que el «equilibrio
ecológico tiene que ser el interior con uno mismo, el solidario con los demás,
el natural con todos los seres vivos, el espiritual con Dios» (n.210). El
resultado de ese proceso es la paz perenne tan ansiada por los pueblos.
Estos dos documentos son faros que nos
guían en estos tiempos sombríos, capaces de devolvernos la necesaria esperanza
de que todavía podemos salvar la Casa Común y a nosotros mismos.
Leonardo BOFF/ 28-julio-15
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