Monasterio de Rosa de Santa María, Lima. Anónimo, siglo XVII |
La profanación de un lugar sagrado, de un templo
de oración, no podía ser más descarada, no podía atentar en mayor grado contra
lo que el alma más débil, menos comprensiva entiende debe ser objeto del más sublime respeto y
consideración.
Era una escena despavorida, los
feligreses quedaron atónitos ante la inmensidad de la barbarie. ¡Qué se habían
creído esos desalmados!
Pero de pronto los más audaces que se habían adelantado a sus compinches,
se detuvieron como fulminados por una visión inesperada e impresionante. Allá
delante, frente a ellos, retándolos, guardando el Sagrario, de pie en lo alto
del Altar Mayor, una mujer, casi una niña, los esperaba. Alta, delgada,
envuelta en un hábito blanco y negro de terciaria de Santo Domingo, la
serenidad en sus ojos, la decisión en su semblante, la rectitud en su
determinación… Aquellos piratas no tuvieron ojos para ver a las mujeres
agolpadas unas a otras en las naves laterales, protegiendo a sus pequeños, ni
oídos para los llantos de los niños. Sólo pudieron ver la imagen radiante de la
joven y escuchar el silencio impresionante de su radiante serenidad. Aquella
actitud los detuvo, paralizando su impulso rapaz. Después los aterró --aquellos malvados que aseguraban no tener miedo de Dios ni de
los hombres –Y, por último los hizo retroceder y abandonar el templo y la
ciudad…
“/Rosa, la Flor de Lima, salvaste
la ciudad!”, fue el clamor que se escuchó en todas las bocas, cuando se vieron
las negras velas de las embarcaciones de piratería desaparecer en el horizonte.
La historia puede ser cierta o no.
Unos aseguran que lo es. Otros la niegan. Pero a veces la historia no es como
fue, sino como el corazón del pueblo quiere que sea. Y el corazón de los
limeños se pronunció definitivamente por ella.
Así, en la entraña del pueblo
peruano y de toda la América cristiana, la primera santa de América está
pintada en los colores de la exaltación.
Rosa, Rosa de Lima. Con nombre
providencialmente asignado, pues ese no es ciertamente el que se escribió en su
partida de bautismo. El original fue tomado del de su abuela: Isabel. Que
pronto, siendo aún de cuna, habría de cambiarse poéticamente por lo que la
Iglesia reconoció en su canonización: Rosa. La historia es ciertamente bella.
Una mañana luminosa, la criatura descansaba en su cuna y Mariana, una joven
india que se dedicaba a su cuidado, la miró extasiada contemplando el velo que
entrecubría la carita sonrosada, sin adivinar si dormía o estaba despierta. La
delicadeza de la estampa, la luminosidad que emanaba de la criatura, la exaltó
de tal manera que no pudo contener una exclamación: “/Nuestra linda bebita
parece una rosa”! Doña María, la madre,
y sus hermanos que jugaban cerca, la escucharon y acercándose a la cuna
confirmaron lo que Mariana había dicho. Doña María cogió a la criatura en sus
brazos y apretándola contra su pecho exclamó: “/Vida de mi vida, alma de mi
alma! Eres mi Rosa, mi Rosita y mientras viva no tendrás otro nombre…”
La abuela --en cuyo honor había sido bautizada Isabel
–no aceptó el cambio de buen grado y siguió llamándola Isabel hasta que
oficialmente se le cambió el nombre por el de Rosa, el día de su Confirmación
en la Iglesia.
Según los datos a que debe darse
crédito, Rosa nació en Lima el 20 de abril de 1586, bautizándose el 25 de mayo
siguiente, fiesta de Pentecostés.
De adolescente, la belleza
purísima caracterizó su presencia y cuantos la veían no podían dejar de
admirarla. Aunque su verdadera belleza fue su dulzura interior, su amor al
prójimo, al que dedicó sus mejores cuidados y, sobre todo, su amor a Dios, que
consumió su vida entera.
Ya de niña surgieron en ella las
inclinaciones devotas y en su propio hogar instaló su capilla, donde pasaba
largas horas del día en oración. Sin descuidar la ayuda a los suyos, tejiendo y
bordando bellísimas piezas que se vendían a buen precio por el primor con que
sus manos las adornaban.
“Ay, Jesús de mi
alma
Qué bien pareces
Entre flores y Rosas
Y Olivas verdes”,
Escribió en versos cándidos e inspirados místicamente, jugando con las
palabras y los nombres en loas al Salvador.
Rosa quiso en su primera juventud
ingresar en una orden monástica, pero la respuesta inspirada providencialmente
le negaba el requerimiento. Y su vocación la llevó a unirse a la Orden
Terciaria de Santo Domingo, vistiendo sus hábitos por el resto de su vida. La
santa predilecta, a la que siempre trató de imitar, fue Santa Catalina de Sena.
Las mortificaciones que se dio en
vida fueron severísimas. Primero se habituó a comer y dormir muy poco y
trabajar mucho. Llevando al extremo sus penitencias, ya que para ella la
disciplina consistía en aplicarse penas y sufrimientos corporales. Al extremo
de llevar durante mucho tiempo una corona de espinas bajo la tela del hábito
que le cubría la cabeza. Algunas veces podían verse delgados hilillos de sangre
resbalando por la frente. Pronto consiguió permiso de sus padres para instalar
en su propia casa una habitación aparte para el cuidado de “sus enfermos”, a
los que cuidaba con riesgo para su propia salud.
La admiración por sus virtudes se
extendió de manera tal que fue paternalmente llamada a explicar su celo por la
Inquisición. Y pese a su carencia de preparación teológica, sus respuestas
fueron la admiración de sus interrogadores por la claridad y profundidad de sus
afirmaciones.
Predijo con mucho anticipo la
fecha de su muerte: el 24 de agosto, fiesta de San Bartolomé. Estando en la
casa de su gran amiga doña María de Uzátegui, el día primero de agosto –corría
el año de 1617 –se sintió presa de agudísimos dolores que los médicos no
pudieron calmar. Era como si una tenaza de hierro le apretara las sienes y
bajara apretándole también el pecho; como si hierros al rojo le traspasaran el
cuerpo y se clavaran en el corazón; como si los huesos se le derritieran y la
médula se redujera a cenizas…
El día 21 le fueron administrados
a su petición los Santos Sacramentos. La noticia de la gravedad se extendió rápidamente
por toda la ciudad.
Y tal como lo había anunciado, a
la medianoche de la fiesta de San Bartolomé, rogando a Jesús que estuviera a su
lado, cerró los ojos para siempre.
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