Lectoras,
lectores: Basta por el momento de política. Pensemos un poco en nuestra pobre,
infeliz/feliz existencia.
Al asumir la categoría “cuidado” en
nuestra relación con la Madre Tierra y con todos los seres, el Papa Francisco
reforzó no sólo una virtud sino un verdadero paradigma que representa una
alternativa al paradigma de la modernidad, que es el de la voluntad de poder,
que tantos daños ha producido.
Debemos cuidar de todo, también de
nosotros mismos, pues somos el más próximo de nuestros próximos y, al mismo
tiempo, el más complejo y más indescifrable de los seres.
¿Sabemos quiénes somos? ¿Para qué
existimos? ¿Hacia dónde vamos? Reflexionando sobre estas preguntas ineludibles
vale recordar la consideración de Blas Pascal (+1662) tal vez la más verdadera.
¿Qué es el ser humano en la
naturaleza? Una nada delante del infinito, y un todo delante de la nada, un
eslabón entre la nada y el todo, pero incapaz de ver la nada de donde proviene
y el infinito hacia donde va (Pensées § 72).
Verdaderamente, no sabemos quiénes
somos. Solamente desconfiamos, como diría Guimarães Rosa. En la medida en que
vamos viviendo y sufriendo, vamos descubriendo lentamente quiénes somos. En
último término somos expresiones de aquella Energía de fondo (¿imagen de Dios?)
que sustenta todo y dirige todo.
Junto con lo que de realmente somos,
existe también aquello que potencialmente podemos ser. Lo potencial pertenece
también a lo real, tal vez, a nuestra mejor parte. A partir de este trasfondo,
cabe elaborar claves de lectura que nos orienten en la búsqueda de aquello que
queremos y podemos ser.
En esta búsqueda el cuidado de sí
mismo desempeña una función decisiva. No se trata, primeramente, de un mirar
narcisista sobre el propio yo, que lleva generalmente a no conocerse a sí mismo
sino a identificarse con una imagen proyectada de sí mismo y, por eso, falsa y
alienante.
Michel Foucauld con su minuciosa
investigación Hermenéutica del sujeto (2004) intentó rescatar la
tradición occidental del cuidado del sujeto, especialmente en los sabios del
siglo II/III como Séneca, Marco Aurelio, Epicteto y otros. El gran motto
era el famoso ghôti seautón, conócete a ti mismo. Ese conocimiento no es
algo abstracto, sino muy concreto: reconócete en aquello que eres, procura
profundizar en ti mismo para descubrir tus potencialidades; intenta realizar
aquello que realmente puedes.
En este contexto se abordaban las
distintas virtudes, tan bien discutidas por Sócrates. Él advertía evitar el
peor de los vicios, que para nosotros se ha vuelto común: la hybris. Hybris
es sobrepasar los límites y buscar ser especial, por encima de los otros. Tal
vez el mayor impasse de la cultura occidental, de la cultura cristiana,
especialmente de la cultura estadounidense con su imaginado Destino
Manifiesto (sentirse el nuevo pueblo elegido por Dios) sea la hybris:
el sentimiento de superioridad y de excepcionalidad, imponiendo a los otros
nuestros valores, sancionados por Dios.
Lo primero que hay que afirmar es
que el ser humano es un sujeto y no una cosa. No es una sustancia, constituida
de una vez por todas, sino un nudo de relaciones siempre activo que mediante la
cadena de relaciones está construyéndose continuamente, como lo hace el
universo. Todos los seres del universo, según la nueva cosmología, son
portadores de cierta subjetividad porque tienen historia, viven en interacción
e interdependencia de todos con todos, aprenden intercambiando y acumulando
informaciones. Este es un principio cosmológico universal. Pero el ser humano
realiza una modalidad propia de este principio que es el hecho de ser un sujeto
consciente y reflejo. Sabe que sabe y sabe que no sabe y, para ser completos,
no sabe que no sabe.
Este nudo de relaciones se articula
a partir de un Centro alrededor del cual organiza las relaciones con todos los
demás. Ese yo profundo nunca está sólo. Su soledad es para la comunión. Reclama
un tú. O mejor, según Martin Buber, es a partir del tú que el yo
despierta y se forma. Del yo y del tú nace el nosotros.
El cuidado de sí mimo implica, en
primerísimo lugar, acogerse a uno mismo, tal como se es, con sus aptitudes y
sus límites. No con amargura, como quien quiere modificar su situación
existencial, sino con jovialidad. Acoger el propio rostro, cabello, piernas,
senos, la apariencia y modo de estar en el mundo, en fin su cuerpo (véase
Corbin y otros, O corpo, 3 vol. 2008). Cuanto más nos aceptemos menos
clínicas de cirugías plásticas existirán. Con las características físicas que
tenemos, debemos elaborar nuestro modo de ser en el mundo.
Nada más ridículo que la
construcción artificial de una belleza moldeada en disonancia con la belleza
interior. Es el intento vano de hacer un “photoshop” de la propia imagen.
El cuidado de sí mismo exige saber
combinar las aptitudes con las motivaciones. No basta tener
aptitud para la música si no sentimos motivación para ser músicos. De la misma
forma, no nos ayudan las motivaciones para ser músicos si no tenemos aptitud
para ello. Desperdiciamos energías y recogemos frustraciones. Quedamos siendo
mediocres, lo que no engrandece.
Otro componente del cuidado para
consigo mismo es saber y aprender a convivir con la dimensión de sombra que
acompaña a la dimensión de luz. Amamos y odiamos. Estamos hechos con esas
contradicciones. Antropológicamente se dice que somos al mismo tiempo sapiens
y demens, gente de inteligencia y junto con ello gente de rudeza. Somos
el encuentro de esas oposiciones.
Cuidar de sí mismo es poder crear
una síntesis donde las contradicciones no se anulan, pero predomina el lado
luminoso.
Cuidar de sí mismo es amarse,
acogerse, reconocer nuestra vulnerabilidad, poder llorar, saber perdonarse y
desarrollar la resiliencia, que es la capacidad de saltar por encima y aprender
de los errores y contradicciones. Entonces escribimos recto, a pesar de las
líneas torcidas.
Leonardo BOFF/4-agosto-15
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