(ESCRIBE MONSEÑOR FULTON SHEEN ESPECIAL PARA LA PRENSA EN LIMA)
Cuando
predomina la corrupción; cuando es rampante la apatía en lo que se refiere a
las reformas sociales, ¿no está justificada la violencia? ¿Por qué no ha de
dinamitarse la planta eléctrica de una ciudad para despertar a la opinión
pública a las necesidades de cambio? Cuando quienes albergan en sus corazones
un amor profundo hacia los pobres se enfrentan a una ciudadanía indiferente a
sus angustias, ¿de qué otra forma despertar a un pueblo decadente como no sea
con el uso retumbante de explosivos? Cuando se alega que un gobierno es “una
conspiración contra la paz” o contra
algún grupo étnico, ¿queda alguna otra forma de dramatizar la oposición que la dinamita? Dinamitar propiedades “hace
estallar” cerebros. Tal es la nueva teología de la revolución: violencia en
bien del despertar de las conciencias.
Al juzgar esta teoría de la revolución debe
admitirse que Dios en el curso de la Historia, se vale de la violencia para
provocar el arrepentimiento de la humanidad. Por ejemplo, “Asiria será la vara
y el báculo de mi cólera”. Se emplean látigos eternos contra un pueblo cuyas
conciencias han de ser purificadas. No es que Dios usa arbitrariamente de la
violencia con fines morales, sino más bien que Él ha hecho de tal forma la
naturaleza, los hombres y la sociedad, que una violación de sus leyes da por
resultado un juicio destructivo.
Si yo desconozco una ley fisiológica y
rehúso comer, sufriré un dolor de cabezas. Dios no dice: “/Vaya! He aquí una
aspirina para calmar el dolor de cabeza de ese que no quiere comer”. Más bien
hace cuerpos con capacidad empotrada para juzgar de forma que la violencia en
forma de dolor de cabeza parta desde dentro de nosotros. Dios no es quien quema
los dedos cuando personas estúpidas los meten en el fuego. Nos ha hecho de tal
forma que cuando violamos el sentido común sufrimos crueles consecuencias.
En sociedad esta capacidad empotrada de
juicio se manifiesta en el Éxodo de los judíos, como la caída de Jerusalén, la
caída de Roma, el desplome de 19 civilizaciones desde el principio de los
tiempos hasta nuestros días, que se debieron a la refutación de las leyes
morales. A lo que en la historia se llama “crisis” se llama “juicio” en
teología y con frecuencia despierta la conciencia humana a una vida renovada y
mejor.
Los violentos arguyen que las bombas, los
dramáticos explosivos y la perturbación de los servicios públicos son forma
teológica sólida de llamar la atención hacia los problemas básicos y de renovar
la conciencia social. Tienen razón; pero una razón menor. Donde quiebra el
argumento es en esto: el hombre no es Dios, los predicadores y profetas no son
Soberana Justicia y santos y santas no son los bienaventurados. “La venganza es
mía”, dijo el Señor, con lo que quiso decir que no estaba “allí”. Dios tan sólo
es Quien puede juzgar conciencias. Más aún; la violencia perpetrada por un
hombre sobre su semejante es externa; no se inflige desde fuera en forma
arbitraria. Los juicios divinos, por el contrario, son internos; son efectos
producidos por el propio culpable, como la neurosis que padeció Lady Macbeth y
la sicosis que sufrió Macbeth por asesinar al rey.
Una segunda observación acerca de la
teología de la revolución es algo así como la primera. Cuando el hombre dice que
usará de la violencia para cambiar conciencias está desempeñando el papel de
Dios. Pero hace también una distinción absoluta entre el bien y el mal. Todo el
mundo usa bien sombrero blanco o bien sombrero negro. Los que dinamitan son la
“gente buena”; los dinamitados la “genta mala”. Todos los relojes del mundo
señalan bien el mediodía con aquellos que dinamitan o medianoche con aquellos
que han de ser dinamitados.
Estos revolucionarios asumen la claridad de
la Divina Mente, Quien es únicamente el indagador de corazones. Presumen ver a
los hombres, a los gobiernos y a las sociedades como serán en el Día del Juicio
Final. Sus alegatos de que los Estados Unidos comenzaron con una revolución,
olvidan que no fue la misma de los absolutistas que inspiraron los inicios de
la Revolución Francesa. Saint-Just no pudo concebir el inicio de la libertad
como no fuera sobre las cenizas y los cadáveres del régimen previo. Toda otra
metodología o plan que no fueran los suyos eran necesariamente maléficos. El
cielo o el infierno; todo o nada, fueron las alternativas para Saint-Just.
Thomas Jefferson se negó a compartir este punto de vista de la revolución.
Sostuvo, por el contrario, que el enfoque norteamericano debía tener en cuenta
la pluralidad de puntos de vista en lo referente a un buen gobierno. Más aún,
precisaba tiempo para las reformas. Poner una bomba por debajo de un niño no lo
convierte en hombre.
En resumen: la teología de la revolución que
comienza con los argumentos enunciados al principio no ha de ser condenada por
ser demasiado mala; es más bien indigna de confianza por ser demasiado buena.
Es demasiado absoluta. Vacía el cielo del derecho a ejercitar juicios y se
abroga el papel de Dios colocando a todo el mundo bien a la derecha o bien a la
izquierda. Es divertido hacer el papel de Dios, pero lo trágico está en que
entonces no queda Dios alguno para decir en los momentos más iluminados lo que
puede estar mal y lo lamentamos.
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