URANIA
Surge por ultimo entre el coro Urania, la celeste, la más
pequeña entre sus gráciles hermanas, musa de la astronomía y la didáctica, la
que eleva a las alturas a los hombres doctos y examina los movimientos de los
astros, hermosa joven coronada de estrellas y vestida de azul, la que sostiene
un globo entre sus amos en representación de las esferas armoniosas de los
cielos: con melódico acento considera y narra historias que manifiestan el
completo acuerdo entre las partes del diverso mundo.
Muerte y transfiguración
Las manos del director nos
conducían con seguridad a través de la compleja partitura. La poderosa música
de Strauss estallaba en el aire y nos envolvía como el agua a los peces. La
obra describe los últimos momentos de un artista: sus débiles latidos, su
respiración jadeante, el recuerdo del amor, de la juventud dichosa y su afanosa
búsqueda de un ideal inalcanzable. Sudoroso, entregado totalmente a la obra, el
director nos contagiaba la intensidad de su emoción desbordante.
La música dice lo indecible.
Una interpretación nunca agota una partitura y cada versión es una nueva
traducción de su pensamiento. Nuestro trabajo es descifrar las ideas cifradas
en signos musicales para hacer realidad el poder de su belleza. La música habla
de todos nosotros. En su lengua sin palabras ella nos dice. El autor crea para
conocer algo de sí, y al conocerse, nos revela.
El protagonista de la obra,
mientras tanto, se afanaba en combatir contra su muerte, y el flujo sonoro nos
llevaba cada vez más cerca de la realidad, hacia dentro del tiempo y del
sentido. Cerca del final, la música se eleva y cada acorde parece volverse más
y más largo, invitándonos a sumergirnos en busca de la belleza y de la razón de
la existencia.
Finalmente, en el último
acorde, nuestro director abrió los brazos en cruz y cerró los ojos. Mientras
permanecemos detenidos en la alta armonía, como suspendidos en un abismo,
pienso en cuánto de mí ha quedado en este escenario, entre los viejos palacios
de cantera y tezontle del Centro, en el prolongado aliento de cada nota
sostenida bajo el cielo estrellado donde también soy memoria y escritura,
siguiendo un orden preciso, irrevocable como el orden de las páginas de un
libro del que soy protagonista, y que al pasar la última hoja habrá de revelar
su sentido: mi último aliento será el primer instante de la eternidad: la
muerte ya no podrá sorprenderme.
Por fin el director dibujó
en el aire un breve círculo dando por terminada la obra y pudimos respirar. El
silencio de la sala se fue poblando de aplausos hasta convertirse en ovación.
Al final del concierto busqué al director con la intención de felicitarlo, pero
también reclamarle aquellos tiempos lentísimos con los que nos había estado
matando esa noche. Pero él estaba como transfigurado y resplandeciente. Al
vernos nos sonreímos, y él sólo dijo:
-Ah, fue maravilloso.
Resurrección
Era una semana agitada, en
medio de un exaltado clima electoral, con marchas y plantones que desquiciaban
el tráfico. El país se disponía a elegirá un nuevo presidente. Sumado a esto,
había inquietud en la orquesta por un estímulo económico, un bono de excelencia
que en esos días negociaba el sindicato. De manera que se perdió mucho tiempo
de ensayo en asambleas.
Tocábamos la Segunda de
Mahler. Obra compleja de grandes dimensiones, que involucra un enorme aparato
orquestal, con solista, coro y banda interna, de casi hora y media de duración.
Lo ajustado del tiempo de ensayo imponía al director un estado de alarma.
La sinfonía mahleriana alude
a la resurrección general al final de los tiempos. La humanidad abandona su
condición precaria y asume su forma definitiva. Por fin se revela el misterio
del cuerpo. Pero es ambiguo que no mencione a Cristo, aunque el autor se habrá
de bautizar como católico dos años después de su estreno. Es posible que lo
haya hecho sólo para conseguir el puesto de director de la Ópera de Viena.
Desde el primer ensayo las
continuas fallas de lectura irritan a nuestro director: “se me hace
terriblemente injusto que no hayan estudiado previamente sus partes; es
“injusto con la música”, dice. El picolista se siente aludido y argumenta que
no tuvimos las partituras con suficiente anticipación. El concertino corroboró
que, en efecto, las partes en renta no llegaron sino hasta fin de semana.
El primer movimiento, “Ritos
fúnebres”, es una gigantesca forma sonata con dos desarrollos y la estructura
rítmica de una marcha. El atronador sonido de los metales llega a ser por
momentos ensordecedor. El segundo movimiento es un suave lándler con dos tríos
contrastantes. Su tema presenta modificaciones en cada aparición. Es una
meditación ante un féretro, recuerdos infantiles del que acaba de morir. El
tercero es un Scherzo de carácter irónico. San Antonio de Padua predica a los
peces. Harto de la incredulidad de los hombres, el santo se dirige a las
criaturas marinas, que resultan ser más piadosas y receptivas. Retrata un
momento de negación, lleno de burla y desprecio. El cuarto sucede sin
interrupción al scherzo. Una voz de contralto se eleva sobre las cuerdas que acompañan con dulzura.
Es un lied de orquestación transparente. “Soy de Dios y hacia él me dirijo”
canta casi flotando. El último movimiento comienza con una recapitulación de
los temas anteriores. Su compleja estructura hecha de materiales diversos compromete
su unidad. Incluye una banda lejana que evoca las trompetas que anuncian el
último juicio.
La música, por su misma
naturaleza, es capaz de ofrecer la imagen más acabada del misterio final. Su
naturaleza dual mira ambos lados del ser: lo simultáneo y lo sucesivo.
Cada sonido que surge y se
desvanece sólo cobra sentido en el conjunto total de la obra. La música es un
espejo modesto, un atisbo de la eternidad, como el reflejo del cielo infinito
en un charco. Tiempo fuera del tiempo. Su forma invisible apunta a una
invisibilidad más honda: el secreto en que habita la causa primera. Solo el
final de la historia nos entregará el sentido completo de tanta angustia y
dolor padecidos. El destino revelado será el gozo más puro.
Durante los ensayos se
prueban varias locaciones para la banda interna. No es sencillo ubicarla. Los
músicos no entran a tiempo, a pesar de que una pantalla transmite la imagen de
la marcación. Acaban por colocarse atrás de los palcos.
Nuestro director nos contó
entonces una anécdota entre divertida y grotesca. Una vez dirigiendo en otro
país, durante el último movimiento, después del solo de flauta que anuncia el
fin de los tiempos, una mujer sentada en la primera fila abrió una bolsa de
papas. Él no la vio, nos dice, vuelto como estaba hacia la orquesta, pero
alcanzó a escuchar el crujido de la
bolsa al abrirse y pudo oler el aroma a queso y cebolla que emanaba. ¿Qué clase
de gente hace algo así?
El coro final comienza como
un murmullo que va creciendo hasta abarcar la totalidad del espectro.
“Resucitarás, sí, resucitarás, corazón mío, en un instante, todo lo que ha
latido, habrá de llevarte hacia Dios”. La sinfonía que había empezado en un
sombrío do menor, culmina estallando en un radiante Mi bemol, que es uno de los
finales más contundentes de la historia de la música. Una afirmación triunfal
de la vida.
Una asamblea extraordinaria
vino a interrumpir nuestro ensayo general. La compañía de danza solicitaba
nuestro apoyo para lograr la destitución de su director. El día anterior, nos
cuentan, durante la función hicieron una asamblea con la presencia del público.
Ahora se discute nuestro apoyo a los bailarines. Se discute también de qué
manera habrá de implementarse el bono de excelencia y a quiénes beneficiará.
Algunos proponen que se suspenda el concierto como una manera de presionar a
las autoridades.
Esa noche llegamos con gran
inseguridad a Bellas Artes, sintiendo que la obra no había tenido la suficiente
preparación. Tras algunos debates, finalmente el concierto se llevó a cabo. Más
aún: nuestra interpretación resultó electrizante y poderosa. El público
agradecido ovacionó largamente. Al término del concierto, comenté con una
compañera este “milagro”: la Segunda de Mahler había resucitado pese a todo.
Ella resumió con agudeza nuestro éxito:
-Estábamos tan aterrados,
tan inseguros, que no podíamos distraernos ni un segundo.
Rossini
A veces mi atril me depara
muy gratas sorpresas. Una semana tuve la fortuna de descubrir una obra maestra:
la Misa de Rossini. Ha sido una de esas ocasiones en que agradezco haber sido
músico para poder participar en semejante maravilla. Inexplicablemente es una
composición poco tocada. Cuando la hicimos, era la primera vez que la Sinfónica
la interpretaba.
La pequeña Misa Solemne fue
la última composición de Rossini, su “testamento musical” como suele decirse.
El título de la obra es curioso, porque no es ni pequeña, ni solemne, ni
particularmente litúrgica. “Todas mis composiciones son escénicas y esta es la
última de ellas”, dijo el autor. Es casi hora y media de una sincera
profundidad que abarca un mundo: lirismo, ternura, dramatismo, piedad. La misa
entera respira devoción.
Originalmente fue escrita
para dos pianos y armonio, con un coro de doce voces que simbolizaba a los
apóstoles. Pero un año antes de su muerte el autor la orquestó, para fortuna de
todos, temiendo que músicos menos sensibles destruyeran el encanto de sus
líneas melódicas. Cuidó mucho de conservar su carácter de música de cámara y
logró en las maderas un color exquisito. La orquestación es transparente y
delicado.
Los compositores suelen
alcanzar sus mejores momentos en la música religiosa. La fuerza misma de los
textos los impulsa a dar lo mejor de sí. Me imagino que para cualquiera debe
ser un reto formidable poner música a las palabras de la misa. Para Rossini esta obra representa la cima de
una larga evolución que alcanza aquí el dominio completo de sus recursos.
Sus partes más optimistas
son dos fugas enérgicas y monumentales: la que culmina el Gloria y la que
cierra el Credo. Guiada por la sabia mano de Rossini, la fuga no es un
ejercicio académico y pedante, sino un torrente de emoción que brota desde el
alma. El último número, el Agnus Dei, es absolutamente conmovedor. La
perfección en música. Asignó la parte solista a su tesitura favorita: la
contralto. Es su propia plegaria, una oración personal antes de hacer su última
comunión.
La intención del autor queda
clara en esta cita: “Buen Dios, aunque he tratado de escribirte esta música
sacra, ya sabes que nací para la ópera cómica. Un poco de ciencia, un poco de
corazón, es todo lo que soy capaz de ofrecer. Así que te ruego que la bendigas
y me asegures el paraíso”.
Siempre recordé las caras
emocionadas de mis compañeros tocando esta obra. Una luz interna parecía
iluminarlos. Rossini alcanza aquí la inexplicable belleza. ¿Cómo logra esa
cualidad flotante que hace que el director no pare de bailar en el podio? ¿Y por qué en los pianísimos del coro final
nunca puedo contener las lágrimas?
Veladores
Al término del concierto, el
último turno de los veladores entra al Palacio. Empiezan su ronda cuando el
público se ha ido. Todo permanece suspendido y expectante. Tras las puertas
cerradas se extinguen los pasos y sólo el eco de la música perdura en el aire.
Las partituras ya han sido dobladas en sus carpetas y archivadas bajo llave en
la bodega. Entra la música en su estado
latente. Es la hora del personal de seguridad que resguarda el histórico
inmueble. Conozco a algunos de ellos e intercambiamos saludos.
Mientras guardaba mi
instrumento he pensado que los músicos somos también veladores. Cuidamos un
patrimonio intangible, los fieles custodios de una flama, el personal de
seguridad de una tradición. La analogía me satisface. Una orquesta resguarda un
bien que la humanidad atesora. Nuestra vigilancia trae al mundo pensamientos
cifrados hace siglos en notas musicales. Recreamos así la belleza que el tiempo
arrebata.
Esta idea de la vigilancia
evoca en mí otra imagen: “La oración del Huerto” de Baltazar Echave, una
pintura varias veces centenaria que cuelga en un museo cercano. Esta mañana,
después del ensayo, pasé un momento a admirarla. Nuestro diálogo ha sido como
una música callada plena de significado. La he observado detenidamente dejando
que revelara sin prisa su mensaje.
Para entrar a ese huerto hay
que resistir la tentación de dar la espalda y cerrar de cansancio los ojos. Su
desolada inquietud es una mirada descarnada que obliga a estar despierto, a
mirar más a fondo sin oponer resistencia.
Este esfuerzo por observar
es la esencia del artista. Su obra nace de esa mirada absorta en su objeto. “El
don más importante de un artista es el de la observación”, decía Moyse. Por eso
el arte verdadero no es espejismo sino iluminación. Símbolo que interpreta el
misterio de lo real y vuelta al origen, a ese jardín que es paraíso y
desolación más allá del lenguaje.
El extremo abandono de “La
oración del Huerto” es el paso previo antes del fin. Renuncia a todo consuelo
que no sea entrega de sí. Aceptación de lo real sin anhelar otro destino.
Parece injusto tener que atravesar tan amargo paraje, solitario huerto de
olivos retorcidos, pero evadirlo es extraviar el camino. Getsemaní enseña que
entre Dios y el hombre hay un calvario.
Estas reflexiones me dejan
en la puerta del Palacio. Salgo a la inmensidad de la noche y el viento me
envuelve. Me agrada la compañía de su presencia invisible, pues el aire es la
materia de mi arte. Ahora la tiniebla invade el mundo. Me pregunto entonces por
el color de mi cuadro en su sala desierta, cuando las puertas se cierran y las
luces se extinguen. ¿Qué es una pintura cuando nadie la mira? ¿Qué mensaje
transmite su nocturna soledad? Es una música para nadie, una danza inmóvil
cercana al vacío, como las partituras archivadas en el secreto de su caja
aherrojada, huérfanas de miradas expertas en su interpretación.
Y sin embargo, están allí
presentes, pálidas veladoras, transmitiendo al futuro su mensaje. Quisiera ser
como ellas en la noche, cuando ya nadie escucha y el mundo se hunde en su
abismo, velador de los ecos del misterio. Mis ojos húmedos e insomnes serán
flores para una ofrenda sin nombre, par de puertas abiertas que entreguen mi
alma.
Cuando la tiniebla invade
las calles, queda el Palacio al resguardo de los veladores; queda la música
archivada aguardando intérpretes de su belleza; y queda el artista sumergido en
su corazón vigilante a la escucha del ser. Pero no está solo: en la inmensa
noche, en el vasto y profundo cielo, velan también las estrellas.
-----
En 90 páginas con 9 capítulos y un preludio, leídos semanalmente a partir de agosto, hemos tomado el pulso del escritor y músico Puchet quien una vez más confirma que 'cuando se termina la palabra se continúa con la música' o viceversa y le damos las gracias por su gran colaboración. Asimismo, se espera la pronta elegía del papel: Quiero leerlo en papel, en palabras de Joseba Elola (El País, Domingo 9 de octubre de 2016).
Algunas ideas, extraídas de Ideas: (Interpretación. debate. ensayo. análisis)
Leer es sexi, proclama una revista. Nuevas librerías independientes abren sus puertas. Se editan libros que son un encanto al papel, como Papel. Hojeando la Historia, donde Mark Kurlanski asegura que el papel nos guiará a lo largo del siglo XXI. O un canto al propio libro (Una exploración, portada a portada, del objeto más poderoso de nuestro tiempo).
El cerebro persigue las palabras, por Facundo Manes.
Estamos atravesados por la escritura. Muestra de eso es que hoy nos comunicamos de una manera instantánea a través de la escritura: mensajes de texto, chat, WhatsApp, correos electrónicos.
Leer, en primer orden supone reconocer las formas de las letras y, con ellas, las palabras. Pero además, mientras leemos, percibimos la totalidad del texto como si se tratara de un paisaje. Así reconstruimos una una representación mental del mismo que nos sirve de base para interpretar la información que vamos procesando.
Escribir en márgenes, pasar las páginas para releer, da un sentido de apropiación y hace del libro algo más próximo.
El 'e-book' no es el enemigo.
Facundo Manes es neurólogo y neurocientífico (Cambridge University). Es presidente de la World Federation of Neurology Research Group on Aphasia, Dementia and Cognitive Disorders
DE MI ÁLBUM
No hay comentarios:
Publicar un comentario