"Dios, ¿por qué no
calmaste el huracán Matthew?", se pregunta el teólogo brasileño
Leonardo Boff:
"Nuestros lamentos no son blasfemias, sino un grito humilde a Dios:
'¡Despierta!'
"Podemos gritar como
Job y lamentarnos como Jeremías. Más aún, podemos gritar como Jesús en la
cruz"
Leonardo Boff, 17 de octubre
de 2016
(Leonardo Boff, en
Koinonia).- Cuando vemos en las primeras páginas de los periódicos la
devastación que ha producido ahora en octubre el huracán Matthew en Haití y en
Estados Unidos destruyendo ciudades, derribando árboles, arrastrando
automóviles y matando a cientos de personas, los que creemos, nos preguntamos
angustiados:
«Dios, ¿dónde estabas en el
momento en que la furia asesina del huracán Matthew se abatió sobre Haití y los
Estados Unidos? ¿Por qué no usaste tu poder para amainar la virulencia
destructora de aquellos vientos y de aquellas aguas enemigas de la vida? ¿Por
qué no interviniste, si podías hacerlo?».
«Al menos permitiste a los
haitianos el tiempo suficiente para recuperarse de la devastación que supuso el
terremoto de 2010 donde miles y miles de personas murieron sepultadas y vieron
sus ciudades y casas destruidas. ¿Por qué ahora enviaste otro látigo para
azotar y matar?».
«Tu bien sabes, Señor, que
el pueblo haitiano es uno de los más pobres del mundo. Los negros, conocieron
todo tipo de discriminación. Fueron oprimidos por dictadores feroces que hacían
de las matanzas política de Estado. Todo lo sufrieron, todo lo soportaron. No
desistieron. Caídos, en medio del polvo y las ruinas se estaban levantando. Y
ahora han sido azotados de nuevo por la naturaleza rebelada. ¿Dónde está tu
piedad? ¿No son tus hijos e hijas especialmente queridos porque representan al
Cristo crucificado?».
No entendemos los designios
de Aquel que se reveló como Padre de infinita bondad. Él puede ser Padre de una
forma misteriosa que no conseguimos comprender. Bien dicen las Escrituras:
"Él es demasiado grande para que lo podamos conocer" (Job 36,26).
Mucho menos pretendemos ser
jueces de Dios. Pero podemos gritar como Job, Jeremías, y el Hijo del Hombre en
el Huerto de los Olivos y en lo alto de la cruz. Jesús, quejándose, exclamó:
"Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mc 15,34).
Nuestros lamentos no son
blasfemias, sino un grito humilde e insistente a Dios: «¡Despierta! No te
olvides de la pasión de aquellos que actualizan la Pasión de tu Hijo
bienamado».
Seguramente las invectivas
de Job contra Dios por causa del sufrimiento incomprensible y las lamentaciones
de Jeremías viendo a Jerusalén conquistada, el templo destruido y el pueblo,
marchando esclavo hacia el exilio en Babilonia, fueron incluidas entre las
Escrituras judeocristianas para que nos sirviesen de ejemplo.
Podemos gritar como Job y
lamentarnos como Jeremías. Más aún, podemos, al límite de la desesperación,
gritar como Jesús en la cruz, experimentando el infierno de la ausencia de
Dios, al que siempre llamaba "Abba", Papá. Y Él guardó silencio y no
lo libró de la muerte en la cruz.
Semejante lamentación, como
la nuestra, la expresó conmovedoramente el Papa Benedicto XVI cuando visitó el
28 de mayo de 2006 el campo de exterminio nazi de Auschwitz-Birkenau donde más
de un millón de judíos y otras personas fueron enviados a las cámaras de gas:
«Cuantas preguntas surgen en
este lugar. ¿Dónde estaba Dios en aquellos días? ¿Por qué guardó silencio?
¿Cómo pudo tolerar este exceso de destrucción, este triunfo del mal? Nos viene
a la mente el Salmo 44 que dice: "nos has aplastado en la región de los
chacales y nos has envuelto en la mortaja de las tinieblas. Por tu causa
estamos en peligro de muerte cada día, nos tratan como ovejas destinadas al
matadero. ¡Despierta. Señor! ¿Por qué duermes? ¡Levántate! (Sl 44,
20.23-27)"».
Como nunca antes, el Papa
Benedicto XVI se mostró un finísimo teólogo que, como hombre de fe y sensible,
osó quejarse ante Dios.
Aunque guardemos un noble
silencio delante de tanto dolor, perseveramos en la fe como Job, Jeremías y
Jesús. Job llegó a decir: "Aunque que me mates, Señor, aun así sigo
confiando en ti. Antes te conocía solo de oídas, pero ahora te han visto mis
ojos" (42,5). La última palabra de Jesús fue: "Padre, en tus manos
entrego mi espíritu" (Lucas 23,46). Y Dios lo resucitó para mostrar que el
dolor, aun siendo misterioso, no escribe el último capítulo de la historia,
sino la vida en su esplendor.
En la esperanza, ansiamos
aquel día en que "Dios enjugará las lágrimas de nuestros ojos y ya no
habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor, porque todo eso ya pasó" (Ap
21,4).
Y nunca más habrá tsunamis,
ni Katrinas, ni Matthews, porque surgirá una nueva Tierra, donde el ser humano
aprendió a cuidar de la naturaleza y esta nunca más se rebelará contra él.
DE MI ÁLBUM
Caraz
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